Un fantasma recorre el mundo: es el fantasma de la resignación. Este es un momento de la historia en que frente a cualquier escándalo político, desastre económico o injusticia flagrante muchos jóvenes se sorprenden diciendo qué más da, todos son iguales, yo a lo mío, esto es lo que hay, con la que está cayendo más vale callar y abrir el paraguas. A caballo de un populismo grosero, de la ingente basura mediática y de la peste que propagan las redes sociales asciende la extrema derecha de forma imparable, pero la gente se encoge de hombros muy resignada como si se tratara de un fenómeno siniestro e inevitable que nos depara el tiempo. Cada día se acrecienta más la convicción de que hagas lo que hagas no servirá de nada, de modo que lo mejor será refugiarse dentro de uno mismo y convertir los pequeños placeres más a mano en un baluarte inexpugnable. Bebamos, bebamos mientras el viejo mundo se viene abajo. Ignoro si esta actitud constituye una alta conquista del espíritu o se trata de una infame derrota que te convierte en la mermelada ideal para que el poder se haga contigo una tostada. Recuerdo que después de una charla en un pueblo de la España profunda en la que, hace ya mucho tiempo, con un optimismo progresista hablé de los derechos a la justicia, a la igualdad, a la salud, al placer, a la felicidad y a todos los dones que nos ofrece naturaleza, a la hora de establecer un diálogo con el público una anciana vestida de negro sentada en primera fila me preguntó: “¿Qué edad tiene usted?”. “50 años”, le dije. La anciana con cierta sorna replicó: “Pues, a partir de ahora, hijo mío, mucha resignación”. Como si se tratara de una artrosis del espíritu la resignación ha sido siempre cosa de viejos. Pero el fantasma que recorre el mundo es un fenómeno nuevo: el de los jóvenes resignados ante la mierda que les cae encima desde el palo más alto del gallinero.
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