El 15-M fue un descubrimiento, casi en sentido geográfico. Los dirigentes políticos, los partidos, los medios de comunicación, costra continental del llamado régimen del 78, descubrieron con sorpresa que debajo se había configurado otra España, vasta, descontenta y flotante. Una España muy joven en las plazas, pero que interpelaba fuera de ellas, en tiempos de crisis, a una potencial mayoría social; una España sin memoria que no recordaba los pecados de la Transición ni los muertos del franquismo, pero que, contra el ensimismamiento digital y los sobornos del mercado, se hacía las preguntas correctas y, más inesperado aún, se daba las respuestas correctas; una España sin futuro que exigía el cumplimiento de las promesas de la Constitución y que se distanciaba de las instituciones, pero no de la democracia; una España que no se sentía representada por ninguna fuerza política, ni de derechas ni de izquierdas, pero que impidió o retrasó, con sus demandas ingenuas y sus asambleas utópicas, la entrada en nuestro país de la ultraderecha ya rampante en Europa. El 15-M, que fue al mismo tiempo protesta indignada y propuesta jovial, sacó de la chistera del prestidigitador otro sujeto político y otra España posible, más justa y más democrática. Nos descubrió, en definitiva, que por debajo de las instituciones del 78, desacreditadas y fosilizadas, y a pesar de sus representantes, España y los españoles habían mejorado mucho.
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Como todo mito, el 15-M podía ser invocado, pero no representado. Podemos fue para algunos una traición, para otros una traducción. Lo cierto es que es difícil negar que en 2014, contra la izquierda tradicional, se dirige a esa España felizmente desmemoriada e infelizmente menospreciada, a la que lleva al Parlamento, con el resultado de todos conocido: el fin del bipartidismo y el comienzo de un ciclo celerísimo de volatilidad electoral en el que los viejos consensos dejan de funcionar sin que se fragüen otros nuevos. Por graves errores propios y bajo una presión mediática y subterránea a veces abyecta, Podemos se convierte en UP, la más tradicional de las fuerzas de izquierdas, y deja de ser el “tapón” que el 15-M había concebido contra la ultraderecha. La atmósfera de renovación se convierte en una de tensión y Vox aparece para restablecer, con ayuda del PP, el eje izquierda/derecha en su versión más antigua y enconada. Diez años después, ¿qué queda del 15-M? Un sueño volteado —freudianamente— en su reverso tenebroso: la desmemoria se ha convertido en memoria guerracivilista, las demandas de democracia en acucias de “libertad”, la reforma plebeya de las instituciones en rechazo de la política. ¿Qué queda del 15-M? El malestar soterrado, cuya vastedad no podemos medir, de una generación, también sin futuro, que ve incumplidas las promesas de la nueva política y no cree tampoco en las del 78. ¿Qué queda del 15- M? Algunos islotes políticos de ámbito regional o municipal, feminizados y ecologistas, y un mito lejano y, por eso mismo, poderoso: una experiencia de felicidad colectiva que conviene recuerden los que están preparando, sin saberlo, la próxima enmienda a la totalidad.
Santiago Alba Rico es escritor y filósofo. Su último libro es ‘España’, de la editorial Lengua de trapo.
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