Un país se hunde. La Argentina tiene casi la mitad de sus habitantes bajo la línea de la pobreza, una inflación que ronda el 8% mensual, varios millones de personas sobreviviendo con bonos y limosnas, miles de comedores populares que no dan abasto porque el hambre aprieta, y no se ven salidas. Pero, ya hace semanas, pareciera que su problema principal es que la expresidenta y ahora vicepresidenta Cristina Fernández, viuda de Kirchner, está acusada en un juicio por corrupción que incluye a varios de sus exsubordinados. Es la sensación que quiere dar su partido, y que retoman la oposición y la mayoría de los medios. A la oposición le sirve para ensuciar a su adversaria más temible; al Gobierno, para evitar la discusión sobre los aumentos brutales —más de 100%— muchas tarifas de los servicios públicos, los recortes en salud y educación, su “plan de ajuste” requerido por el FMI. La oposición y el Gobierno actuales son los dos sectores que presidieron esta degradación, que permitieron o provocaron este derrumbe de un país que podría ser próspero o, por lo menos, viable. Son, también, los que no proponen nada preciso para rescatarlo. Pero hablan mucho de Ella y de su juicio.
El juicio intenta probar que el enriquecimiento de los Kirchner en las dos últimas décadas resulta de un esquema de adjudicaciones de obras viales con grandes sobreprecios a un testaferro llamado Lázaro Báez. Las obras no solían terminarse y el dinero volvía, por mecanismos también conocidos, a la familia presidencial. Las cifras, difíciles de establecer, oscilan entre los 1.000 y los 2.500 millones de euros.
Según las encuestas, entre el 70% y el 80% de los argentinos están convencidos de que Cristina Fernández y los suyos cometieron esos delitos. Hubo, en estos años, escenas contundentes: la imagen de su secretario de Obras Públicas, José López, llevando bolsos con nueve millones de dólares —y una metralleta— a un convento de monjas en una noche oscura; la imagen de un hijo de Lázaro Báez pesando bolsas de dólares en un reducto que llamaban “La Rosadita” (porque la Casa de Gobierno porteña se llama La Rosada).
Pero los delitos no se deciden por mayoría democrática. La justicia, para avanzar, debe probarlos: eso pretende el juicio en curso. El peronismo kirchnerista, sin argumentos técnicos, recurre a uno político: que esto es puro lawfare, la palabra que se ha puesto de moda en nuestros países para hablar del uso político de la justicia. El lawfare consistiría en usar los tribunales para atacar al adversario. En general lo harían los gobiernos contra la oposición; en Argentina y en España, como todo debe ser más retorcido, lo usaría la oposición contra miembros del Gobierno.
Por eso el peronismo kirchnerista no acepta las acusaciones. Su presidente dijo este jueves, entre otras cosas, que le “da asco lo que hacen ciertos jueces”. Y hace unos días, en un largo discurso por Youtube, Cristina Fernández explicó que los fiscales la acusaban porque eran hijos o nietos de militares, por ejemplo. Y que, como viene diciendo desde hace tiempo, “la historia ya me absolvió”. El peronismo en el Gobierno rechaza —a priori— las decisiones de la justicia: la institucionalidad básica del país. Y prefiere influir en el juicio sacando gente —no mucha— a la calle. Así se armaron las módicas manifestaciones frente al piso de Fernández en el barrio más elegante de Buenos Aires. Sus consignas son claras: “Si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar”. O sea: si la justicia la condena, rompemos todo. Un Estado que no confía en sus propias instituciones no tiene por qué esperar que sus ciudadanos sí lo hagan.
Fueron diez días de corridas, gritos y fuegos de artificio. Los vecinos se quejaron, la policía de la ciudad —macrista— intentó disolverla, hubo peleas, debieron recular. En ese espacio sin control un trastornado quiso disparar una pistola contra la vicepresidenta, que caminaba sin custodia. Afortunadamente no lo consiguió, está preso, no saldrá en mucho tiempo. Que la violencia armada se agregue a las pequeñas violencias cotidianas que la Argentina practica demasiado es una novedad horrible, aunque todo parece indicar que este es un caso aislado, la locura de un tonto.
(Hay, detrás de todo esto, un cuento de terror: pensar qué habría pasado si esa bala se hubiese disparado. Me imagino un país hundido en una lucha sin final. En este caso, el azar y la estupidez del agresor fueron clementes.)
Pero, más allá del alivio general, el episodio será utilizado. La estrategia de Cristina Fernández y los suyos es, desde hace años, la victimización: los malos nos temen, nos odian, nos atacan, eso demuestra que hacemos cosas buenas. La infamia de la noche del jueves será la guinda de esa tarta: ya no solo nos atacan con leyes, ahora también con armas, debemos defendernos.
O, por lo menos, mantendrá la figura de Fernández en el centro de un debate estéril: esa grieta que lleva 20 años arruinando el país. Espero que la Argentina sea lo suficientemente razonable como para no caer también en esta trampa. Visto su historial reciente, lo dudo y me preocupo. Por ahora yo y todos los demás seguimos escribiendo sobre esto. Los millones de argentinos que no saben cómo harán para comer mañana, mientras tanto, siguen sin saberlo. Esa violencia insiste, y solo queda esperar que no despierte, a su vez, otras violencias: sucede —lo sabemos— tanto.
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