EL PAÍS

Que se sepa que en el Perú no hay nada parecido a la democracia

Los jóvenes baleados en plena calle. Las palizas a gente indefensa. Todos los ojos perdidos por las pelotas de goma. La bruma de las bombas lacrimógenas. Los desaparecidos. La masacre de personas por la que el Estado ni se responsabiliza ni pide perdón. Cualquier latinoamericano que esté siguiendo la crisis política, las movilizaciones y la respuesta represiva del gobierno peruano no ha podido evitar la memoria de sus propios estallidos. El libreto ya lo conocemos, los actores también. Aunque las gestas sean nuevas, contemporáneas, las víctimas son las mismas. A los gobiernos presuntamente democráticos de pronto se les cae la careta cuando el pueblo decide dejar de callar. Y no les tiembla la mano si quien está del otro lado es un indígena al que siempre ha visto como un siervo. Imagínense si ese siervo se vuelve presidente con el voto de otros siervos.

Como dice la dirigente campesina, Lourdes Huanca, cuando las elites peruanas con todo su racismo y clasismo insultaban y subestimaban a Pedro Castillo, los campesinos y trabajadores sentían que también los despreciaban a ellos. Estas son las personas que han puesto el cuerpo y han recibido proyectiles, porque aunque se diga democracia no lo es. Reactivado el viejo gen dictatorial, vemos cómo la maquinaria de la represión se descubre aún bien engrasada, también se mantienen vivos los operarios mediáticos de antaño para la guerra del relato y el descrédito. El descontento social, la organización civil y la protesta se traducen fraudulentamente como comunismo, terrorismo y violencia vandálica en boca del poder.

En el Perú vuelven los 90 del autoritarismo, de las portadas coordinadas de los diarios, de la realidad paralela, de la política como farsa. Vuelven los tanques a la calle. Porque hay cosas que nunca se fueron, como la constitución neoliberal de un dictador, Fujimori, que ha privilegiado a unos cuantos que serían capaces de matar antes de dejar que el pueblo decida su futuro. Miles de personas indígenas, históricamente postergadas e ignoradas por quienes dirigen el país desde hace siglos, se movilizan para reclamar el fin de un gobierno que tiene las manos manchadas de la sangre de más de 50 muertos. Eso se llama madurez política.

Entre sus demandas está la renuncia inmediata de Dina Boluarte, quien piden sea procesada por violación de derechos humanos, el cese de la mesa directiva del Congreso y un periodo de transición, nuevas elecciones y referéndum para una asamblea constituyente. Lo hacen desde la agencia política, desde la organización social, desde el ejercicio de sus derechos, desde la indignación y el dolor, todo lo que el Estado les niega. La respuesta del gobierno es fría, criminalizadora, pero sobre todo discriminadora. Deja claro que para ellos no son ni ciudadanos, ni interlocutores, ni mucho menos sujetos políticos con conciencia de clase y una identidad férrea. Boluarte no lamenta los asesinatos, más bien glorifica a sus asesinos.

“Quiero empezar agradeciendo el desplazamiento inmaculado de la policía nacional”, fue su primera frase tras la movilización del jueves. Parece una performance de alguien desesperado por parecer en control de la situación. La palabra inmaculado y la palabra policía en la misma frase es una afrenta después de la sangría uniformada del sur. Amenaza con abrir expedientes para todos los violentistas, acusa a quienes protestan de vándalos y de querer tomar el poder y quebrar el Estado de derecho que ella misma ha hecho trizas. Y mientras tanto, la policía tiene orden de disparar.

El último dictadorzuelo que tuvimos, hace un par de años, un tal Merino que duró tres días en el poder, tuvo que renunciar por dos muertos. “Dina asesina”, como se le conoce ahora, no se quiere ir ni con 55. ¿Cuántos muertos más justifican una dimisión? Sabemos que el gobierno peruano ha pedido personal militar y armamento a algún país extranjero. Como las encuestas la hacen ver cada vez más débil, como la gente opina mayoritariamente que debe irse, Boluarte continúa empeñada en que el Estado de emergencia y las balas van a solucionar lo que ella y su gobierno no pueden solucionar políticamente.

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Que se sepa que en el Perú no hay nada parecido a la democracia. Se espera un pronunciamiento firme de la comunidad internacional contra esta barbarie. Un gobierno que mata es un gobierno sin legitimidad. Una presidenta que llega al poder constitucionalmente pero se comporta como una dictadora asesina es alguien a quien el pueblo tiene todo el derecho a derrocar.

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