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¡Qué sinvivir!


Ahora que la competición ha bajado la persiana y ya se escuchan las fanfarrias que anuncian la reconquista del espacio mediático casi en su totalidad por parte de las huestes futbolísticas, tengo la sensación de que, como si fuese un Gasol del todo a cien, los de Tokio van a ser mis últimos Juegos en esta modalidad de escritura olímpica. No es que me haya dejado de gustar el deporte, ni mucho menos, ni que crea que está ya todo visto o dicho, pues como se ha vuelto a demostrar, cada cita olímpica es un mundo a estrenar, lleno de sorpresas, grandes historias, héroes inesperados y nuevas especialidades por descubrir. La cosa no va por ahí. La razón de mi renuncia es otra: cada vez hay más cosas que alteran mi sistema nervioso, y me ha dicho el médico que aunque estoy hecho un roble, me vendría bien evitar los sobresaltos.

Por ejemplo, la gimnasia deportiva. Esto viene de lejos a tenor de lo que escribí en mi diario olímpico de Londres 2012. “La gimnasia me genera una tensión casi insoportable. Cada vez que una atleta se dispone a realizar un ejercicio, temo que cometan un error, coloquen mal un pie y se caigan. Pero cómo no se van a caer de la barra, que parece el filo de un cuchillo de canto”. Nueve años después, nada ha cambiado y como es fácil imaginar, la única prueba de Simone Biles la vi en diferido conociendo el resultado.

Otro ejemplo. Los relevos en atletismo, sobre todo los rápidos. Hemos visto tantas veces postas terribles por mal dadas o directamente caídas al tartán (hubo una época donde los USA iban tan sobrados que no lo entrenaban y daban el cante cada dos por tres) que la imagen se me ha quedado grabada, y cada vez que veo una carrera de estas, hasta que no tiene el testigo el último relevista y el peligro ya ha pasado, no puedo disfrutar de esas balas humanas.

Del baloncesto no hablaré, que estoy un poco de luto por el doble revés y otros asuntos ya comentados, pero sí del balonmano, cuya andadura ha sido extremadamente taquicárdica. Si a alguien le van las emociones fuertes, este ha sido su deporte. Más cosas, la marcha, de la que era fan hasta hace poco. Pues lo he dejado. Verles durante horas andando y casi corriendo con la espada de los jueces a punto de caerles encima, eso es un tormento que ya no puedo soportar.

Ya, ya sé que esto es precisamente lo que hace atractivo al deporte y engancha al espectador. Pero a mí y a pesar de mis orígenes, ya no me funciona. Quizás la solución esté en ser menos empático y poder olvidarte de lo que está en juego. No tener en cuenta que detrás de cada deportista olímpico hay mucha ilusión, cargas enormes de entrenamiento y también renuncia a algunas cosas placenteras de la vida, dicho esto sin ningún victimismo. También me vendría bien no pensar en los deportes guadiana, esos que aparecen en el radar mediático y popular solo cada cuatro años. Sus circunstancias son extremas. Prepararte durante 48 meses, jugártela muchas veces en un par de minutos y hala, a esperar más de 1.400 días para tener otra oportunidad. Si consigues tu objetivo, vale, pero si pierdes, qué larga y dura travesía te espera. Como para no pasarte media competición con las manos tapándote los ojos.

Para rematarlo todo, están los de ahora o nunca más. Los que sabes que se encuentran ante su último baile y no les volveremos a ver en esta tesitura. A los que han ganado anteriormente, quieres que venzan en la pelea final. Y a los que no han tocado gloria olímpica, pues rezas a los dioses griegos, los únicos que existen en el universo deportivo, para que tengan un detalle con gente que se lo ha merecido.

Total, que entre unas cosas y otras es un sinvivir. Pero bueno, igual es el cansancio después de tantos intensos días. Al final lo mismo me hago un Laia Palau y después de anunciar la retirada, vuelvo para París 2024, confirmando que la cabra tira al monte. Nunca se sabe. Hasta entonces y con vuestro permiso, me retiro a mis aposentos.

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