Hace poco que la economía mexicana, al igual que las del resto de Occidente, ha empezado a incluir en sus procesos de mercado los costes derivados de la extracción de recursos del planeta. Lo ha hecho por decisión propia de los oferentes, por petición de los demandantes, o (las más veces) por imposición del regulador estatal. Se ha abierto con ello en México el ineludible debate de cómo cubrir la deuda que hemos adquirido durante generaciones con nuestro planeta. Y lo ha hecho en un momento político que exacerba las tensiones que supone el responder a esta pregunta.
La más inmediata de estas tensiones depende de cómo decida la sociedad atribuirle valor a dicha deuda. Son dos las posiciones típicas con las que uno se topa: por un lado, muchos defienden que es una cuestión de moral, de educación. Una vez la sociedad esté concienciada del coste medioambiental en nuestros patrones de consumo, el ajuste en los hábitos tendrá lugar. Este suele ser el enfoque de Andrés Manuel López Obrador y sus seguidores respecto a multitud de temas: la loa constante de un pueblo moralmente virtuoso que se comportaría de acuerdo a una serie de criterios éticos. Otros, más pesimistas (y, a la luz de los datos que veremos a continuación, más realistas), consideran que es necesario que el precio de las cosas refleje la deuda con los recursos.
Cuando les preguntas por su propia predisposición, las personas no suelen gustar del segundo enfoque. Por ejemplo, la mayor parte de los hogares mexicanos está en contra de que se ponga un “precio” superior al consumo de recursos por razones medioambientales. Una proporción similar apoya, sin embargo, que se les deje a ellos comprar productos más eficientes, que ayuden al ahorro de recursos y energía.
Pero al mismo tiempo y en esa misma encuesta la mayoría de hogares acepta que toma decisiones de compra productos de limpieza o electrodomésticos guiándose por su precio. Los motivos de eficiencia energética, en cambio, ocupan una posición notablemente inferior
Otra prueba más de la debilidad de la hipótesis de la educación es que la juventud no aumenta, sino que disminuye, la probabilidad de seguir este tipo de criterios. Esto, a pesar de que en México, como en el resto del mundo, las nuevas generaciones tienen más presentes las cuestiones medioambientales. En cambio los de menos edad le dan más importancia al precio. Es normal, si se tiene en cuenta que los hogares encabezados por jóvenes suelen disponer de menor renta. Porque sí es evidente a la luz de estos datos que los núcleos de estrato socioeconómico más alto son más proclives a decidir por criterios de eficiencia, y menos por los de precio.
Quién paga
Este hallazgo nos guía hacia la segunda tensión fundamental. Si nos quedamos con el modelo de precio por encima de la opción moral, ¿qué porción del ajuste debe asumir cada parte de la sociedad? Esta pregunta es particularmente difícil de responder en aquellos países que, como México, aún disponen de mucho recorrido de crecimiento, de máximo aprovechamiento de sus recursos: ¿por qué, si Europa occidental o EEUU disfrutaron de licencia más o menos ilimitada de explotación planetaria para construir su actual riqueza, los que ahora necesitan emplear la palanca de los recursos no iban a poder disfrutar de condiciones similares, dejando que sean las naciones más ricas quienes más se restrinjan en su uso de los recursos (es decir, quienes asuman la parte mayor de la deuda adquirida)? En sociedades tan desiguales como la mexicana, la traducción interior de este dilema implica a una clase alta acomodada y establecida (gracias en parte, de nuevo, a haber disfrutado de una especie de cheque en blanco en el uso de recursos naturales) versus segmentos populares que, en su ascenso irregular hacia niveles de renta más desahogados, se encuentran con que es precisamente ahora cuando el país decide comenzar a internalizar los costes medioambientales.
Estas tensiones afectan al corazón de la coalición que sostiene al gobierno mexicano. El medio ambiente ha sido uno de los ‘agujeros negros’ del gobierno de AMLO desde sus inicios: el presidente ha optado por priorizar el desarrollo económico (o más bien la consolidación de una base de votantes a través de prebendas) sobre el impacto ambiental.
Lo sorprendente es que para equilibrar estas decisiones no se ha implementado ninguna política significativa que asegure una compensación de los costes. Algo que, al menos, haga que pague más los hogares que dispongan de más capacidad. Al fin y al cabo, ya han declarado preocuparse menos por el precio, ¿no?
Sí: pero también afirman estar más centrados en los criterios de eficiencia en sus decisiones de compra. Es posible que se vean a sí mismos como más responsables o más conscientes, y por tanto menos dependientes del precio. De hecho, resulta que la gente de estratos más humildes está más de acuerdo con asumir precios más altos para ajustar el uso de recursos que el resto.
Los segmentos medios son los que se sitúan más frecuentemente en contra de este tipo de alternativa. Es como si sintiesen que el pago de la deuda adquirida no les corresponde ahora que son ellos los que empiezan a disponer de las rentas del crecimiento. En definitiva, quien ahora puede pagar, no quiere hacerlo. Y quien no puede, está más dispuesto (o es menos reacio) a hacerlo. Curiosamente, AMLO se sitúa más cerca de la posición de los segundos que de los primeros, a pesar de que (al menos según sus propios discursos) el foco de su acción política se encuentra en estos últimos.
Qué hay de la oferta
Hasta ahora hemos hablado de la distribución del coste entre los demandantes. Pero, ¿qué hay del lado de la oferta? ¿Acaso ellos no tienen también una responsabilidad, quizás la mayor de todas, con respecto a la deuda contraída? De hecho, la presencia o ausencia de compromiso por parte de los que al fin y al cabo son los jugadores más poderosos en el mercado puede afectar el grado de implicación de quienes se ven (correctamente) a sí mismos como actores de menor importancia. Esto implica a las empresas privadas, pero también al propio Estado en tanto que provisor de bienes y servicios de alto impacto medioambiental.
Tomemos, por ejemplo, un recurso cuya escasez se hace cada vez más evidente: el agua. Sobre todo para las personas que habitan en regiones de alto riesgo de ascenso de las temperaturas. En México, como cabría esperar, la gente que percibe un peor servicio de agua está bastante menos de acuerdo con pagar más, y viceversa. El primer grupo, por su parte, termina adquiriendo agua embotellada en proporciones sustancialmente mayores, con el consiguiente daño al medioambiente (que, por cierto, acaban asumiendo en mayor proporción los hogares de renta más baja, que disponen de menos recursos económicos).
Le quedan, en definitiva, dos tareas al gobierno de AMLO si pretende seguir con su política de corte desarrollista: internalizar los costes medioambientales centrándose en las capas acomodadas de la sociedad, y asegurarse de que la provisión de los servicios de impacto sea lo suficientemente buena como para fomentar el compromiso del conjunto de la ciudadanía (lo cual, por supuesto, tendrá sus propios costes asociados). Ninguna de ellas será nítidamente ganadoras. Pero el trabajo de un líder no se debería limitar a ‘seguir a sus seguidores’. Los datos sugieren que, si bien no mucho, sí existe algo de espacio para pasar la cuenta de lo que la sociedad le está debiendo al territorio.
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