Hay una herida abierta en Colombia de la que poco se habla. Aunque la chispa que prendió las protestas el 28 de abril fue una reforma tributaria, con el paso de los días han ido sumándose otros reclamos. Ninguno nuevo. Por eso lo sorprendente no es que ahora haya un estallido social, lo raro es que no hubiera pasado antes. “Hay una herida abierta y sangrante que está hablando, que reclama por siglos de negación y exclusión. Reconocer las distintas formas de racismo es una de las agendas represadas de este país”, dice al otro lado del teléfono Oscar Almario García, historiador y profesor de la Universidad Nacional de Colombia.
En Cali, donde se cuentan más muertos desde el inicio de las protestas, el domingo se vieron imágenes que -dice el profesor Almario García- escenifican el cruce de caminos entre la Colombia excluida y la que no ha vivido bajo la indiferencia del Estado. La presencia de una minga indígena que desde hace días bloquea vías y pide que los escuchen se encontró con una parte de la sociedad que si siente que lo suyo está en riesgo está dispuesta a matar. Los indígenas se acercaron a uno de los barrios ricos de la ciudad y desde allí les respondieron con disparos. Al menos nueve indígenas fueron heridos. Almario García, que escribió un libro sobre la configuración moderna del Valle del Cauca, la región en donde está Cali, y donde él nació, dice que lo que pasó allí fue “una bomba que estaba por estallar”.
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Algunos medios nacionales dijeron que se trataba de una confrontación entre ciudadanos e indígenas. El director del partido Conservador, Omar Yepes Alzate, aseguró que los indígenas que salían de su “hábitat natural” perturbaban la vida ciudadana. “No es difícil entender por qué la lucha de los indígenas por prevalecer contra los poderes establecidos es una lucha que se está expresando desde hace 200 años, han sido 200 años de resistencia de la gente indígena y afro”, dice lmario García.
Mauricio Archila, también historiador y profesor universitario, escritor y analista del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) asegura que durante estas protestas han salido a la luz, como nunca antes, problemas estructurales que han afectado históricamente la convivencia entre los colombianos. Hay una distancia entre el Estado y los movimientos étnicos que se refleja en lo que pasa en las calles. “Desde nuestras raíces históricas, desde la colonia, se despreció lo indígena, se impuso la iglesia, se impuso una lengua”, explica Archila, que además advierte que las protestas en Colombia están marcadas por el clasismo. Basta con ver los muertos que ha dejado la represión policial en estas manifestaciones, la mayoría son jóvenes pobres o de niveles medios. Vándalos, los llaman.
“No hemos podido desprendernos en todos los ámbitos de ese proyecto de nación racista. Sabemos enaltecer la diversidad en muchos sentidos, pero no ha sido suficiente”, comenta Felipe Arias Escobar, historiador y periodista. “Existe un aislamiento en lo político, en lo físico y en lo cultural con los indígenas. Los entendemos como algo homogéneo, tenemos la idea de que son personajes -ni siquiera personas- inmutables. Hay gente a la que le parece inaudito que usen celulares o que anden en moto”. Lo que pasó en Cali este domingo -dice Arias Escobar- es el reflejo de un racismo que a pesar de la Constitución de 1991, que creó políticas públicas para estas poblaciones, se mantiene. “Somos hijos de una nación racista y que se nutre de la exclusión”, señala.
Myriam Jimeno, antropóloga y escritora, dice que lo ocurrido en Cali y durante estos días de protestas han dejado al descubierto problemas profundos que la cotidianidad no permite ver. “Colombia tiene al menos dos millones de indígenas, 104 pueblos dispersos por toda la geografía nacional que cuando hablan y exigen lo que les corresponde generan malestar”, señala Jimeno, que recuerda que uno de sus reclamos recientes es el impulso a programas de sustitución de cultivos ilícitos. En el Cauca, en donde viven poco más de 300 mil indígenas -dice- hay un conflicto por la tierra, que aun con la salida de las FARC del escenario de la guerra, les sigue costando la vida.
Un indígena lleva a cabo un ritual junto a las autoridades que tratan de dispersar a manifestantes en Cali, el pasado 28 de abril. En video, los performance contra la violencia.
Según Indepaz, desde 2016 han sido asesinados 269 líderes indígenas, 167 durante la presidencia de Iván Duque (con datos hasta junio de 2020). Hay al menos 39 pueblos indígenas al borde del exterminio.
El Estado ha hecho poco para investigar sus muertes y para romper esas barreras que han llevado a la exclusión porque no lo considera un problema, apunta la antropóloga, que señala que desde las instituciones la sociedad colombiana ha sido segregada. “El racismo y el clasismo se mezclan. Expresiones hacia los manifestantes como ‘ignorantes’ o ‘perezosos’ no solo buscan marcar diferencias, sino ubicar a quien las dice en un nivel de superioridad en un país con una sociedad muy jerarquizada, marcada por estratos que divide a la población desde el espacio físico. Los barrios ricos no conocen a los pobres. En la educación también hay estratificación: lo público, por lo general, es para los pobres”, señala Jimeno, que dice que cuando hay hábitos sociales tan segregados como ocurre en el país, se abre una grieta a la que se responde con violencia cuando se empieza a cerrar. “Es una violencia cargada de miedo a que el otro se acerque, al contacto, a que toque lo que es mío”, explica.
Nubia Ruiz, socióloga y docente de la Universidad Nacional, dice que “en momentos de crisis como el que estamos viviendo, las élites intentan mantener a sangre y fuego sus condiciones”. “Sienten amenazados sus intereses económicos cuando los indígenas reclaman sus territorios y a la agresión verbal y simbólica se suma la agresión física”, señala.
Durante décadas parecía que la única urgencia del país era atender el conflicto con las FARC. Ahora que la guerrilla es un actor secundario han quedado al desnudo las profundas heridas que tiene Colombia. Para Alejandro Cortés-Arbeláez, politólogo y profesor de la Universidad del Bosque, lo que está viviendo Colombia es un golpe de realidad que no todos veían venir. “Somos un país poco democrático si pensamos en la democracia más allá de las elecciones. La toma de decisiones sigue siendo vista desde arriba. Una prueba es lo que está pasando con algunos intelectuales y políticos, a quienes tomó por sorpresa lo que está ocurriendo”, dice.
Las manifestaciones continúan en las calles de Colombia destapando profundas heridas con la urgencia de ser atendidas.
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