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Radiografía del estado de ánimo de Francia antes de las elecciones presidenciales


Queríamos entender Francia, esclarecer el misterio francés en vísperas de las elecciones presidenciales que tendrán lugar los días 10 y 24 de este mes, y después de cuatro días de ruta creímos dar por fin con una respuesta. Fue en una vetusta sala de fiestas en un pueblo de poco más de mil habitantes junto al río Garona.

Afuera, aquel sábado, eran raros los coches o camiones que cruzaban el municipio de Lafox por una carretera con edificios destartalados a lado y lado y a unos kilómetros de un megacentro comercial en Agen, la principal ciudad de la zona.

Dentro de la sala, la música sonaba sin parar y el baile no cesaba. Habían empezado a las 14.30; acabarían pasada la medianoche.

Sobre un escenario, una mujer rubia con sombrero y un micrófono en la mano decía: “Hay que tomárselo como un juego. Claro que sí. Es divertido”. Era la coreógrafa Chrystel Durand y guiaba los pasos de los bailarines. Abajo, medio centenar de personas seguían las instrucciones. Bailaban unos junto a otros, alineados y sin perder la concentración. De los altavoces salía una melodía country. Algunos llevaban atuendos del Oeste.

Sophie Vilatte y Jean-François Bardy terminan la fiesta del sábado noche bailando “country francés” en una calle de Lafox, cerca de Agen, en el suroeste de Francia. Se calcula que un 9% de franceses practican el French country. Ed Alcock

Corinne Defard, empleada en una fábrica de electrónica, de 47 años, bailaba y explicaba: “Al bailar sientes un bienestar. Olvidas los problemas. Te permite sacar el estrés, vaciar la mente”. El jubilado Manuel Ruiz, de 72 años y orígenes españoles, chaleco de cuero, botas y sombrero, la cabeza alta y el porte de un vaquero de película, también bailaba, y revelaba: “El country me hace ejercitar la memoria”.

Y bailaban Sophie Vilatte y Jean-François Bardy. Ella, profesora de francés, latín y griego en Bergerac, a hora y media en coche de Lafox. Él, policía jubilado de Vic-Fezensac, a 70 kilómetros. Se conocieron el año pasado gracias al country; cuando danzan, perfectamente sincronizados y con una gracia natural, algo mágico enciende la sala.

Jean-François, de 65 años: “Es una manera de evadirse”.

Sophie, de 54: “La música te lleva, todos estamos juntos, es como una ósmosis”.

Vista del Macizo Central, metáfora de la Francia profunda.Ed Alcock

Tendemos a hacernos una idea de los países que jamás se corresponde del todo con la realidad. Cuando pensamos en Francia nos vienen a la cabeza la Torre Eiffel y el monte Saint-Michel. El queso camembert, quizá, o la tradicional barra de pan, la baguette.

Escuchamos la palabra “Francia” y es posible que también se nos ocurran otros clichés menos aptos para los folletos turísticos: imágenes de violencia y destrucción. Las manifestaciones en París. La banlieue: el extrarradio multicultural en llamas. Los atentados islamistas. Una angustia obsesiva por el fin de la grandeur, un declive siempre inminente e irrefrenable, pero que nunca acaba de producirse de verdad: la misma angustia que monopoliza las discusiones políticas e intelectuales en París y que, hasta que el 24 de febrero Rusia invadió Ucrania, ocupaba buena parte de la campaña para las presidenciales.

Y sin embargo hay otras imágenes, otros paisajes, donde se reflejan los movimientos de fondo de la sociedad francesa, sus estados de ánimo. Y tienen poco que ver con la Francia idílica de la postal y con la de la pesadilla de una Francia en la que la paz civil estalla en pedazos.

Una estampa podría ser, pongamos, la de las salas y festivales donde cada fin de semana, en tiempos sin covid, danzaban y danzaban. Los habitantes de las ciudades globales —esas “fortalezas” como las define el geógrafo Christophe Guilluy— desconocen esta fiebre que en los años noventa aterrizó en Francia gracias a un espectácu­lo en el parque Disneyland París, y que ha conquistado a cuatro millones de franceses: un 9% de la población adulta ha practicado o practica la danza country, según el instituto demoscópico Ifop.

Jean-François y Josette Buckle, en Saint-Chamond, en el valle del Gier. “No somos fans de Macron, no ha hecho nada por la clase media”, aseguran. Ed Alcock

Es el yoga de las ciudades pequeñas y medianas y de las clases populares. Es la iglesia laica donde los habitantes de los barrios de adosados en las afueras se congregan y experimentan algo parecido a un sentimiento de comunidad. Es una mezcla cultural —la adopción de un baile o una comida extranjera y su reciclaje en algo nuevo, puramente francés— que explica también el éxito de las cadenas de tacos a la francesa o la conmoción que en 2017 causó la muerte del rockero Johnny Hallyday. Johnny es un icono de esta Francia blanca y obrera de provincias, aunque cantaba música de Estados Unidos.

Una zona comercial junto a la autopista A47 en Givors, entre Lyon y Saint-Étienne. Ed Alcock

Si la danza es el country, la banda sonora serían las canciones de Johnny. Y el paisaje, la rotonda. Los cruces de carreteras en forma de plaza circular proliferaron a partir de los años ochenta. Hoy hay hasta 65.000, según el diario Le Monde.

Ningún país en el mundo tiene tantas. Si hay un símbolo nacional francés, es este. “Símbolo de la Francia fea y del malestar francés”, las definió un articulista de Le Figaro. Imaginemos que, dentro de tres milenios, un arqueólogo quisiera reconstruir nuestra era. Imaginemos que específicamente quisiera reconstruir los años en los que en un país llamado Francia mandó un gobernante llamado Emmanuel Macron. Pues probablemente debería fijarse en las rotondas.

En ellas estalló en 2018 la revuelta de los chalecos amarillos, los invisibles de las pequeñas ciudades provincianas que se rebelaron contra algo muy concreto: el aumento del precio del diésel. Y contra algo más abstracto: el sentimiento de ser víctimas del desprecio de las élites de París.

Las rotondas eran el lugar de paso de la Francia que necesita el automóvil para trabajar —para vivir— y que para los parisienses que se desplazan en metro o en bicicleta es un país cada vez más exótico. Son la nueva plaza del pueblo: un punto de encuentro donde verse las caras y encontrar a alguien con quien conversar en un tiempo de iglesias vacías y sindicatos irrelevantes.

Noche del sábado en el club de French country en Lafox. Más de cuatro millones de franceses practican esta variante del country de EE UU en infinidad de clubes repartidos por todo el país.Ed Alcock

Desde que con el fotógrafo Ed Alcock salimos al volante de un Renault Captur de alquiler un miércoles por la mañana de Val d’Europe, una ciudad de construcción reciente junto al parque Disney en Marne-la-Vallée, cerca de París, hasta llegar el domingo a la vieja Burdeos, visitamos nuevos barrios residenciales, indistintos unos de otros. Hicimos escala en hipermercados o en restaurantes de comida rápida. Giramos por decenas y decenas de rotondas que acababan pareciendo una sola y única rotonda.

En todas estas etapas podríamos haber estado en cualquier punto de Francia, la Francia que, según el diagnóstico de sociólogos y politólogos, está fracturada social y territorialmente, pero a la que siguen uniendo unos paisajes, idénticos en el norte, sur, este o el oeste, como un país paralelo con su propia geografía y arquitectura. El de las rotondas y las gasolineras. El país de los restaurantes Buffalo Grill (“Barbacoa americana, pero 100% vaca francesa”, dice el lema de esta cadena auténticamente francesa con 360 establecimientos instalados en las periferias urbanas) y O’Tacos (otro fenómeno culinario de la última década que transforma una comida tex-mex en un producto autóctono con influencias norteafricanas). O el de los hipermercados como E.Leclerc, que revientan los precios del mercado ofreciendo barras de pan —la mítica baguette— por 0,29 euros y acogen —esto es Francia, a fin de cuentas— la cadena de librerías con más establecimientos del país.

Un rincón de Tonnerre, en la Borgoña.Ed Alcock

Francia no es la Francia que pensábamos conocer. Y no por “la gran sustitución”, la paranoia racista según la cual los franceses blancos y cristianos están siendo remplazados por árabes y negros. El cambio es otro.

“Si hubiese que fijar un momento, sería la primavera de 1992″, nos decía antes de salir a la carretera el gurú demoscópico Jérôme Fourquet. “El 31 de marzo se cierra definitivamente la fábrica de Renault en Billancourt, en la región de París, el símbolo más absoluto de nuestra historia industrial y de las luchas sociales de la clase obrera. Doce días más tarde, el 12 de abril de 1992, se inauguró, también en esta región, Disneyland París. En unas semanas se pasó de un mundo a otro”. De la fábrica al ocio y los servicios, del trabajo para toda la vida al empleo temporal.

El último libro de Fourquet, escrito junto a Jean-­Laurent Cassely, se titula La France sous nos yeux. Économie, paysages, nouveaux modes de vie (Francia ante nuestros ojos. Economía, paisajes, nuevos modos de vida). El volumen ausculta, mezclando los datos y la observación, los movimientos del alma francesa y cómo esta se refleja en los paisajes: una autovía en las afueras de una ciudad de provincias, un centro comercial, restaurantes de comida rápida, concesionarios de automóviles, una rotonda.

Nilo y Nitya, estudiantes de 20 años, ella india y él de Sri Lanka, dicen que Francia es para ellos “lo más importante”. Viven a media hora de París. Aquí posan en un centro comercial de Troyes (este del país). Ed Alcock

Fourquet es a la demoscopia y las ciencias sociales lo que Michel Houellebecq es a la novela. Nadie como Houellebecq ha sabido convertir en un objeto lírico la soledad del asfalto y los neones, los moteles de autopistas y gasolineras, nadie como él ha visto tan bien la belleza de la Francia fea ni ha sabido captar el alma de los paisajes sin alma.

“El aparcamiento [del área de servicio en la autopista] dominaba la campiña de los alrededores, desierta excepto algunas vacas, de raza probablemente charolais”, escribió Houellebecq en Sumisión, una de sus novelas más sombrías. “El paisaje era ondulado, más bien bonito, pero no se distinguía ningún estanque, ni ningún río. Respecto al futuro, me parecía imprudente pensar en él”.

Rotonda en Agen. Ed Alcock

Paisajes físicos. El valle industrial del río Gier entre las ciudades de Lyon y Saint-Étienne. Fábricas sin actividad. Pueblos destartalados. Barrios de edificios de protección oficial que son versiones en miniatura y semirrurales de las banlieues de París o Lyon. En el monte, una urbanización con decenas de casas nuevas y casi idénticas: más de la mitad de los franceses viven en casas unifamiliares y muchos más desean hacerlo (y esto explica la dependencia del automóvil y a veces el aislamiento, la soledad).

“Desde hace una veintena de años, en Saint-Étienne hay un fenómeno: el hipercentro se ha desertificado, se ha empobrecido”, explica Christophe Gautier, arquitecto en esta ciudad. “El sueño de muchos franceses es tener una casa individual con un pedacito de jardín”.

Élaurat Savreux (de 28 años) y Alexandre Vialettes (de 36), en Aurillac. “Ojalá gane Marine Le Pen, sería bueno una mujer presidenta”, sostiene ella. Ed Alcock

Paisajes humanos. La mujer que pasea a sus perros en una calle al borde de la A47 y cuenta que no ha querido vacunarse contra la covid y que por eso ahora no puede ir al cine ni al restaurante, ni practicar su deporte favorito, el bádminton. Se llama Gäelle, es cuidadora de niños en casa, y dice: “Me adapto, paseo, nos invitamos entre amigos”. Le molestó que Macron dijese en enero que quería “fastidiar” a los que rechazaban la vacuna: “No es muy popular entre las personas a las que quiere fastidiar”.

En La Roche, minúscula banlieue en el valle del Gier, Yosri Miled, que tiene 28 años y no trabaja, asegura que “antes las cosas eran mejores” y añora “la época de los abuelos”, y cree que “la gente se ayudaba más entre sí, los vecinos se hablaban, el mundo se ha vuelto individualista”.

Alambradas de protección en Disneyland París.Ed Alcock

Faltaban unos días para que empezase la guerra en Ucrania y todo cambiase, en Francia también, pero el optimismo del que nos hablaba aquella mujer lo encontramos en varios momentos del viaje. Nos sorprende. Porque obliga a matizar el estribillo machacón de los políticos y medios de comunicación en París sobre una Francia en cólera, una olla a presión, la guerra civil a la vuelta de la esquina.

En Tonnerre, pueblo de 4.500 habitantes en la Borgoña y sede de una filial de Thomson que fabricaba vídeos y DVD que cerró a mediados de la primera década del siglo, un hombre sonríe: “Los que no miran la tele no ven ningún declive. Los que se pasan las 24 horas pegados a la tele…, ¡estos sí ven el declive!”. Es Karim Mosta. Nació hace 68 años en Casablanca, en Marruecos; llegó a Francia a los 16. Explica que fue el último en abandonar la fábrica Steli, que llegó a emplear a más de 1.200 personas. Después, Karim fue profesor de gimnasia en el instituto local. Y mientras tanto siguió dedicándose a su verdadera pasión: correr ultramaratones y otras pruebas deportivas de resistencia que le llevaron por todo el planeta; ahora prepara un viaje en bicicleta de Ámsterdam a Dakar.

Gäelle Seyssel, en Rive-de-Gier: “No soy antivacunas”, sostiene, aunque no está vacunada.Ed Alcock

Existe un sueño francés, todavía, como el de Karim Mosta. O el de Nitya Lea y Nilo Keetham, de 20 años ambos, ella de origen indio, él de Sri Lanka. Viven en las afueras de París, han parado en una gasolinera en la autopista A5, pasarán el día en un centro comercial cerca de Tours para comprar ropa barata. Creen en Francia.

Nitya: “Un país extraordinario, con todas las comodidades para tener éxito en la vida”.

Nilo: “Quiero vivir en Francia, y también quiero morir en Francia. El equipo de Francia lo es todo para mí, me tatuaría el logo”.

Rotonda en Aurillac, una de las más de 30.000 que hay en Francia. Ed Alcock

Queríamos saber qué tal les iban las cosas a Francia y a los franceses a unas semanas de las elecciones, y por eso hacíamos la misma pregunta a las personas con quienes nos cruzábamos. Raramente la respuesta era del todo negativa. Rara vez los entrevistados hablaban directamente de islamismo, la inmigración o la guerra de civilizaciones, temas que dominan buena parte de la campaña en las pantallas y los mítines. Algunos hablan de los coletazos de la pandemia, otros, sí, de los extranjeros. Se escuchan frases como “hay demasiada gente en Francia, demasiados extranjeros”, “se dan demasiadas ayudas a quienes no trabajan”, pero lo dicen casi sin virulencia; en ocasiones son inmigrantes de los años setenta o hijos de inmigrantes quienes las pronuncian.

Si hay una preocupación común que aparece en las conversaciones es la inflación, la subida del precio del combustible, que en esta Francia del automóvil y las distancias largas puede determinar si se llega a fin de mes. La guerra de Ucrania lo ha agravado.

En Yronde-et-Buron, un pueblo de 600 habitantes al pie del Macizo Central, nos encontramos con Pascal Julien. Monsieur Julien es un panadero particular. Un panadero sin panadería. Un día decidió cerrarla y sustituirla por máquinas expendedoras de barras de pan. Tiene cinco distribuidas por varias localidades de la zona. Ahora pasa el día de un pueblo a otro con su furgoneta, distribuyendo por las máquinas las barras que fabrica en su horno. Como llenar el depósito cuesta más dinero, él ha encontrado una solución: “El precio ha subido un 40%. Algunos colegas han aumentado el precio de la baguette. Yo no. Yo he reducido un poco su peso”.

Vivianne Ogier, de 34 años, que planea votar a Macron y dice sentir miedo ante el ascenso del ultraderechista Éric Zemmour.Ed Alcock

El Macizo Central es el núcleo de la “diagonal del vacío”, como llaman los demógrafos al corredor con baja densidad de población que recorre Francia del noreste al suroeste y que sirve de ruta aproximada de este viaje. No hay Francia más profunda ni rural, con ciudades como Aurillac, 25.000 habitantes en el corazón del Macizo Central. Por ahí no pasa ninguna autopista ni llega ningún tren de alta velocidad pese a ser sede de una prefectura, lo que en España sería una capital de provincia.

A la entrada del pueblo, una rotonda y una avenida de cuatro carriles flanqueada por supermercados, almacenes, concesionarios y restaurantes de comida rápida. Es Aurillac, pero podría ser Perpiñán, o Calais. Es viernes noche y dentro corretean los niños y se dan cita las parejas. Aquí se han citado Élaurat Savreux y Alexandre Vialettes, de 28 y 36 años, empleados en un concesionario de automóviles. Devoran sus tacos —una masa espesa de carne, patatas fritas y queso—, después irán al cine. No se han vacunado, pero pasaron la covid hace unas semanas y por eso tienen el certificado de inmunidad que les permite entrar en locales de ocio. Dice Alexandre: “No sabemos qué nos inyectan”. Añade Élaurat: “No soy oveja”. ¿Macron? “No”, responde Élaurat. Alexandre: “De ninguna manera”. Élaurat: “Espero que gane Marine [Le Pen, candidata del partido de extrema derecha Reagrupamiento Nacional]. Votaré por ella. Será bueno que haya una presidenta mujer”. A Macron, que trabajó en la banca antes de entrar en política y ha bajado los impuestos a los ricos, se le ha pegado la etiqueta de “presidente de los ricos”. Escuchamos esta expresión varias veces, será difícil para él quitársela de encima. “El pingüino”, le llamaban dos camioneros entre risas en una estación de servicio. Uno transportaba vino de Burdeos; el otro, chocolate.

Manuel Ruiz, francés de origen español. A sus 72 años, el “Clint Eastwood francés”, como le llaman en Lafox, donde vive, practica con regularidad el ‘French country’. Ed Alcock

Habíamos empezado el viaje en el extraño Val d’Europe, la miniciudad construida a principios del siglo XXI con edificios que imitan el París hausmanniano del XIX. Cerca, en Disneyland, se inauguró, según Fourquet, la era posindustrial en Francia. La de las fábricas cerradas y los centros urbanos vacíos y sin tiendas y las periferias —los centros comerciales, las urbanizaciones baratas, las rotondas— elevadas a la categoría de actor político.

De Disneyland, que fue puerta de entrada de la danza country, llegamos cuatro días más tarde a Lafox y su sala de fiestas donde era sábado cerca de la medianoche y el baile seguía. Retumbaba la música de Nashville y Texas y había banderas con las barras y estrellas, aunque solo un puñado de los cowboys y cowgirls habían puesto los pies en Estados Unidos. Todo aquello era, el fondo, puramente francés, un baile de barrio de toda la vida, una fiesta popular y socialmente igualadora.

“En cuanto uno entra en la sala y se pone el sombrero, ya nadie sabe quién es quién”, decía Chrystel Durand, la coreógrafa que durante la tarde había impartido un taller y ahora participaba en la danza. “Lo bonito es que todo el mundo está en pie de igualdad”.

Manuel Ruiz, el cowboy jubilado que baila para ejercitar la memoria y que se hace llamar “el Clint Eastwood francés”, nos lleva un momento al exterior de la sala. “Escuche”, dice en el frío invernal. Saca su viejo teléfono móvil con teclas gastadas y hace sonar la melodía del timbre. Sale un canto en español: “El pueblo unido jamás será vencido”. Liberté, égalité, fraternité.

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