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Rapar a la mujer en el cine: de la humillación a la liberación

El número de mayo ya está disponible en formato PDF, y es descargable de forma gratuita haciendo clic aquí.

Por mucho que su formato cambie, el momento de ir a la peluquería sigue viéndose hoy por clientes de todo tipo como una oportunidad (o una licencia) para comportarse igual que si estuvieran rodeados de amigos y familiares. Pero no son los únicos. Ahora que peluqueros, barberos y especialistas en estética han vuelto a reabrir sus locales, varios reconocen que ellos mismos también han contribuido a hacer de su oficio un espacio abierto a las más dispares formas de expresión personal.

“A los peluqueros todo el mundo nos miente, lo que pasa es que somos videntes”, Mari Cruz Iturbe (Háptica Peluquería, Madrid).

Esta vasca se jacta por teléfono de los poderes adivinatorios que atesoran los miembros de su gremio. “Aunque a veces nos la cuelan”, concede. A ella se los puso a prueba una conocida a la que siempre había visto teñida de rubio. “La única vez que se pasó por aquí, porque no era clienta habitual mía, me vino diciendo que quería un decolorado. La verdad es que es una técnica un poco agresiva para el pelo, un químico muy fuerte”, avanza. “Total, que cuando ya habíamos acabado y le estaba lavando la cabeza, me pidió entrar al baño. Al cabo de diez minutos, y viendo que no salía, le pregunté si se encontraba bien. Me dijo que llamara a una ambulancia, que el producto le había dado alergia. Lo fuerte es que, por lo visto, ella ya sabía cómo iba a reaccionar su cuerpo: la chavala había estado yendo cada mes a una peluquería distinta para que le dejaran decolorarse el pelo, y en todas acabó en el hospital”. ¿La ha vuelto a ver? “Sí, hace poco, y seguía tan rubia como siempre”.

No es la única situación hilarante a la que Mari Cruz se ha enfrentado en su local del barrio de Chueca. “Entró un señor preguntándonos si podía ser nuestro sumiso. Le dije que pegarle no quería, pero que tampoco tenía problema con tirarle del pelo un poquito más de lo normal. El hombre se fue encantado”.

La nueva realidad de muchas peluquerías y barberías de España, en este caso una en el centro de Madrid: solo un cliente atendido y sillas en la calle para esperar turno. Getty

En otra ocasión, la cofundadora de Háptica tuvo que tomarse la justicia por su mano. “A una clienta le pusimos unas extensiones de 500 euros, y al terminar nos dijo que no llevaba suficiente en metálico. Por aquel entonces las tarjetas de crédito todavía no eran muy populares. Yo me fie: habíamos tardado un montón en hacerle las extensiones y le había cogido confianza, así que la dejé ir a sacar dinero al cajero. Obviamente, nunca volvió”. ¿Salió a buscarla? “Eso pasó un martes. El sábado mi compañero y yo nos la encontramos en un bar. ‘Tú de aquí no sales hasta que nos pagues las extensiones’, le soltamos. No sé cómo se las arregló, porque a las tres horas nos vino con el dinero en mano. Parecía asustada, y eso que nosotros somos unos flojos”.

“Hay momentos en los que te preguntas qué haces en un sitio así”, Alexis Continente (Conti Hair Salon, Barcelona).

Alexis se introdujo en la industria de Hollywood al poco de haber cumplido los treinta. Hoy compagina sus tareas en el mundo del cine con la dirección de este salón de alta peluquería en el Eixample de Barcelona. “Te ves en todo tipo de situaciones. Como el día que le puse las mechas a Chris [Hemsworth] en su casa para la segunda parte de Thor. Él estaba en el sofá viendo Breaking Bad y no paraba de moverse, le costaba estarse quieto. Después le puse el tinte a Elsa [Pataky]. Mi hermana me ayudaba con la mezcla”.

El catalán menciona otra anécdota de la misma película. “Acabábamos de mudarnos con todos los camiones tráiler a una montaña en Islandia perdida de la mano de Dios. Y Natalie Portman, que yo no la tocaba directamente porque ella venía con su peluquero personal, se tenía que ir en jet privado a una cena benéfica en Los Ángeles. Necesitaba a alguien de confianza que le hiciera el color y me lo propusieron a mí”, explica. “Hasta que le puse el tinte, todo correcto. El problema vino cuando abrí el grifo: no había forma de que el agua saliese caliente. Lo que se me ocurrió fue lavarle el pelo con una tetera”. ¿Se lo tomó bien? “Al principio se quedó mirándome con cara extraña, pero luego acabó asumiéndolo. A los dos días de la cena llamó al jefe de peluquería y le dijo: ‘Cuando vuelva a Islandia que me haga el color otra vez. Mientras tanto, ¿podrías enviarme la fórmula que me puso el español? Aquí en Los Ángeles no son capaces de hacerla’. Yo sigo diciendo que fue por la tetera”.

“Pase lo que pase, lo importante es salir airoso”, Luciano Cañete (Corta Cabeza, Madrid).

Corte de pelo en una barbería de Nairobi el pasado día 5 de mayo. El cliente debe estar en Fase 3 y el barbero en Fase 0,5. Getty

Antes de aterrizar en Madrid, donde hoy regenta hasta seis locales, Cañete ya había hecho sus pinitos por Castilla y León. La historia que comparte se remonta al poco de haber obtenido el título de peluquero. “Llevaría trabajando como mucho un mes”, recuerda. “A la peluquería venía un cliente que nos pedía el pelo cortísimo pero siempre con tijera, y un día le animé a que se hiciera la nuca con maquinilla. Él aceptó. ‘Eso sí, córtamelo con la medida más larga’, me dijo. El problema es que a mí se me olvidó ponerle el recalzo a la máquina y acabé afeitándole todo el cogote”. ¿Montó un escándalo? “Cuando mi jefa vio el panorama, y como ella era muy simpática y resolutiva, le comentó que ese día le íbamos a regalar el corte, y que no se preocupara que ella le iba a pintar los pelos de la nuca, uno a uno, con lápiz de ojos. Esto es real. No me quiero ni imaginar la cara que puso la pareja del chico cuando lo vio entrar en casa con las pintas que llevaba”.

“¿Por qué a mí?”, Alberto Hernández (Malditos Bastardos Barbería, Madrid).

Pasó de raparle el pelo a los militares de la base de Colmenar Viejo, habituales en la peluquería de Tres Cantos en la que Hernández trabajaba, a recortar barbas XL en los cuatro establecimientos que ahora dirige en el centro de la capital, y que él mismo fundó. “Recuerdo ya estando en Malditos Bastardos que me vino uno de los soldados. Me alegré de verle, no sabía nada de él desde hacía casi dos años”, recuerda. “Para caber por la puerta tenía que agacharse al entrar. Era muy fuertote, muy guapete, y empezó a venir cada quince días. A la cuarta vez me visitó con una señora mayor que se sentó a esperarle mientras yo le cortaba el pelo al uno. Le pregunté si había venido con su madre”. Y se equivocó, claro. “Sí, era su chica. El tío no se rio ni tampoco me hizo un mal gesto porque era muy correcto, pero a mí se me cayó el mundo encima, solo quería terminar el corte para que se largase lo antes posible. Y, de hecho, ya no ha vuelto a aparecer por aquí. Era un buen cliente”.

“Somos seres humanos, todos tenemos nuestras necesidades”, Naomí Gayoso (autónoma, Madrid).

“Me citaron para maquillar y peinar a Naomi Campbell en su habitación del hotel Villa Magna”. Lo cuenta por videollamada esta especialista en grooming, colaboradora en Cosmopolitan y Telva. “Después de pasar por varios controles de seguridad, porque aquello parecía que estuviese en medio de una aduana, me abrió la puerta ella misma. Se presentó dándome la mano con un: ‘Hola, ¿qué tal? Soy Naomi’. Al decirle mi nombre me hizo un gesto de desagrado. Hasta se puso a mirar alrededor a ver si había alguna cámara de seguridad por los pasillos. ‘Te acabo de decir que yo soy Naomi’, insistió. Lo que ella no comprendía es que yo también me llamaba así, se pensaba que había ido a vacilarla con mi pelo teñido de rojo. Pensé: ‘Ya está, aquí termina mi carrera, mañana me despiden fijo’. Pero al final las dos nos entendimos… a la tercera”.

Un empleado de una barbería en Tailandia se arregla el pelo mientras espera la llegada del siguiente cliente. Getty

Naomí, la española (y con acento en la i), vivió otra anécdota en el mismo hotel. “Era la promoción de una película y habían ocupado una planta entera. Yo tenía que estar en la sala de descanso de los actores por si alguno quería hacerse un retoque a lo largo del día. Al poco rato entró uno de ellos,  estadounidense y muy conocido [se omite el nombre por derecho al honor], y se metió directamente en el baño. No sé por qué se hizo un silencio absoluto en todo el hotel, como si de repente el mundo se hubiera callado para darme a mí el privilegio de escuchar a este hombre hacer pis, entre muchas otras cosas, y con un ruido de locos”. ¿Escapó? “Entre que decidía si me iba pitando de allí o no, y que iba correteando de un sitio a otro de la sala pidiéndole consejo por WhatsApp a mis amigos, a él le dio tiempo a terminar. Salió del aseo, nos miramos y yo hice el gesto de cerrarme la cremallera en los labios. Nada más”.

“Como me dijo mi maestro, los peluqueros, los médicos y las prostitutas somos los únicos que tocamos al cliente”, Roger Solé (autónomo, Barcelona).

De madre peluquera, se marchó de Juneda, un pueblo de Lleida, para continuar en Barcelona con el legado familiar (presente desde 1853) en el negociado de la barbería. Lo hizo de la mano de Pascual Iranzo, que en su día le diseñó al rey emérito el corte con ricitos a la altura de la nuca que todavía hoy luce. Historias con gente de bien no le faltan a Solé: “Cuando trabajaba con Iranzo, [Emilio] Botín venía de Madrid a propósito y nos pedía, pudiendo irse a un hotel de cinco estrellas, que le dejásemos echarse la siesta una media hora en el local”, recuerda.

Comparte un recuerdo más. “Tuve otro cliente que no fallaba ninguna semana. En diez años, que fue lo que duró la peluquería que monté después por mi cuenta, eché el cálculo y se había gastado 24.000 euros. Él se hacía manicura, pedicura… Había ocasiones en que incluso yo no sabía ya ni por dónde cortar. Lo suyo no era necesidad sino puro placer”.

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