El raphaelismo es una palabra que no está incluida en el Diccionario de la lengua española de la Real Academia. Sin embargo, cualquier hispanohablante la reconoce perfectamente desde hace seis décadas: un ídolo de la música, de brazos abiertos o con la chaqueta a la espalda, que desenrosca bombillas imaginarias que solo ve él. Una manera de vivir, una memoria que comparten, por lo menos, tres generaciones que admiran a uno de los más grandes cantantes de la música española. Raphaelismo (Movistar Plus+) es el retrato de alguien que se desnuda ante las cámaras sin tapujos y cuya infancia transcurrió en el humilde barrio madrileño de Cuatro Caminos, donde trabajaba vendiendo melones. Pero los sábados y los domingos, Rafael Martos ―aún no había creado al mítico Raphael― descollaba en el coro de la iglesia, no en el colegio, de donde le expulsaban una y otra vez porque no atendía perdido en las nubes de lo que deseaba ser: artista. Y el fraile director de la coral que no, que le volvieran a admitir, que era su mejor voz.
Y así nace Raphael, el hijo de una familia desahuciada que debe trasladarse a un barrio aún más humilde para hacer frente a la renta. Y él, mientras, acudiendo a todas las emisoras para convencerles de su valía, que le diesen una oportunidad. Hasta que llegaron Benidorm y Eurovisión. Luego todo fue imparable. “Di tú con quien compartía cartel, porque a mí me da apuro decirlo”, reclama en la serie sin querer mentar a Sinatra, Presley o Tom Jones. Y tras el éxito, Rafael Martos ―no Raphael― empieza a deslizarse hacia el declive impulsado por la bebida. “¿Quién inventaría los minibares de los hoteles?”, se le oye decir.
Uno de los ensayos de Raphaelismo.
Y en 2003 se presenta a las puertas de su infierno interior, que le muestra sus fauces en forma de enfermedad hepática. “¿Le mandamos a Houston, a Suiza…?”, se desespera Natalia Figueroa, su compañera inseparable. “Al 12 de Octubre, a la sanidad pública, donde están los mejores”, le responden. Pero Raphael no quiere que le abran el pecho, lo necesita para seguir cantando. Su amigo, el showman Pedro Ruiz, le exige que se someta a una intervención inmediata. “Dentro de un año”, se niega el genio. “Dentro de un año, ya no estarás”. Y Rafael Martos, no Raphael, cede y se salva.
El hombre que celebra anualmente dos cumpleaños vuelve entonces a los escenarios, pero nadie sabe si aguantará. Él sí. Y triunfa y se convierte en ídolo de música indie y rap. Los jóvenes le aclaman. “Es el recuerdo permanente de varias generaciones”, admite el cantante Enrique Bunbury.
Y entonces Rafael Martos, con 78 años, mira a la cámara y lanza con una sonrisa un esperanzador rayo en tiempos de la Covid. “Lo mejor está por llegar”, aunque eches de menos a los que ya no están, a los millones de personas que encendían cada Navidad el televisor para escuchar emocionadas El tamborilero. Maldita memoria, por lo menos queda el eterno Raphael. Una serie imprescindible para recuperar los recuerdos, la esperanza en la sanidad pública y el amor al trabajo.
‘Raphaelismo’. Cuatro episodios de 50 minutos. Movistar Plus. Directores: Charlie Arnáiz y Alberto Ortega.
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