Cuando el 31 de julio de 2006 Fidel Castro delegó provisionalmente la presidencia en su hermano Raúl debido a una grave enfermedad, los cubanos no podían entrar a los hoteles en su país, ni contratar una línea de teléfono móvil, ni vender o comprar sus casas, ni adquirir ordenadores en las tiendas del Estado, ni viajar al extranjero sin pedir permiso a las autoridades. Tampoco era posible en Cuba acceder a internet a no ser desde el centro de trabajo, y no existía ninguna ley o norma que impidiera a Fidel seguir siendo jefe del Estado y del Partido Comunista muchos años más, aunque llevase dirigiendo la isla desde 1959.
En la Casa Blanca mandaba entonces George W. Bush y las relaciones cubano-norteamericanas atravesaban momentos de gran tensión; EE UU era el enemigo imperialista, y nadie hubiera dicho entonces que Washington y La Habana podrían restablecer relaciones si antes el bloqueo norteamericano no era levantado.
La primera misión de Raúl Castro al sustituir a su hermano fue garantizar una sucesión ordenada y sin traumas, y más aún demostrar que la revolución podía sobrevivir sin Fidel al mando. En 2006 muchas cancillerías extranjeras creyeron que el fidelismo sin Fidel era imposible, y hasta cruzaron apuestas sobre cuánto tiempo tardaría la isla en convertirse en un país “normal”. Pero Fidel falleció diez años después sin haber regresado nunca a la primera línea política debido a su delicado estado de salud, y no pasó nada.
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Raúl, el eterno número dos y ministro de las Fuerzas Armadas durante casi medio siglo, fue nombrado formalmente en ese cargo en 2008 y tres años más tarde elegido Primer Secretario del Partido Comunista. Consciente de que el carisma de su hermano y su forma de ejercer el poder eran inimitables, desde que llegó al Palacio de la Revolución Raúl designó al Partido Comunista como “único digno heredero de Fidel” y promovió una forma de gobernar colegiada, acabando con el personalismo y reforzando la institucionalidad.
Raúl Castro dedicó al principio un tiempo considerable a que los consejos de Estado y de ministros recuperaran el protagonismo perdido, ya que en época de Fidel muchas decisiones importantes se decidían en el despacho del líder con un reducido grupo de colaboradores. Simultáneamente, junto a este esfuerzo institucionalizador, Raúl Castro emprendió una singular ofensiva para acabar con lo que llamo “prohibiciones absurdas” y “gratuidades indebidas”.
Los cubanos por fin pudieron hospedarse en los mismo hoteles que los turistas extranjeros, tener móviles, vender sus casas y coches, y poco a poco se fue extendiendo el uso de internet además de eliminarse la humillante ‘tarjeta blanca’, o permiso de salida, obligatoria para cualquier cubano cuando viajaba. Discretamente, el nuevo presidente cubano comenzó a desmontar también todo el andamiaje de subsidios, plantillas infladas y ayudas económicas a empresas irrentables que durante décadas apuntalaron el sueño de una sociedad igualitarista de Fidel, y así, una buena mañana salió la noticia de que en el sector estatal sobraban un millón de puestos de trabajo.
Promoción del sector privado
Raúl apostó por desarrollar el sector privado como modo de ayudar al país, salir de la crisis y reabsorber toda la fuerza laboral sobrante, después de haber experimentado con éxito el llamado “sistema de autogestión empresarial” en las corporaciones e industrias de las Fuerzas Armadas, una fórmula que daba mayores incentivos a los trabajadores y más autonomía a la dirección de las empresas buscando más eficiencia económica.
A diferencia de Fidel, que durante la crisis de los noventa autorizó el trabajo por cuenta propia pero siempre lo considero un “mal necesario” y lo asfixió cuando pudo, Raúl lo impulsó con más audacia -en 2008 había en Cuba unos 150.000 cuentapropistas; hoy los trabajadores autónomos son más de 600.000, el 13% de la población activa-. Desde hace casi una década, el establecimiento de pymes y cooperativas no agropecuarias ha estado encima de la mesa, pero esta medida reformista de calado, que ha sido reclamada en numerosas ocasiones por los economistas para reactivar el sistema productivo, todavía sigue sin materializarse. Es una de las muchas tareas pendientes que deja a sus herederos políticos en lo económico, donde la isla libra sus más acuciantes desafíos en el futuro inmediato.
Continuidad política
En sus diez años al frente del Gobierno (2008-2018), nada cambió sustancialmente en lo político. Cuba siguió siendo un país de partido único, de sistema estatista y planificación central, pero si cambiaron cosas en lo económico, aunque muy lentamente. En más de una ocasiones Raúl Castro clamó contra la “vieja mentalidad” instalada en lo más oscuro del Partido y el funcionariado, pidiendo que no se siguieran poniendo palos en la rueda de los cambios y que se “destrabasen las fuerzas productivas”.
O no pudo o no lo logró, pero lo cierto es que Raúl dejó abierta la senda de la reforma económica, que es clave para la supervivencia de la revolución cubana y uno de los temas principales del VIII Congreso iniciado este viernes. Habrá que ver hasta donde están dispuestos a llegar sus sucesores.
Otro momento importante de su presidencia fue la negociación de la normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. En 2016 Raúl Castro recibió en la isla una visita que parecía imposible, la de Barack Obama -quien, veladamente, fue criticado después por Fidel en un comentario de prensa-. Pero enseguida llegó Donald Trump a la Casa Blanca y el acercamiento voló por los aires. Antes de irse, fue también iniciativa suya establecer un límite máximo de dos mandatos de cinco años para los altos cargos, que en su caso se cumplen ahora. Si no hay sorpresas, durante el VIII Congreso del PCC que se celebra estos días en La Habana Raúl cederá la dirección del Partido Comunista al actual presidente del país, Miguel Díaz-Canel, a quien ya aupó en ese cargo en 2018. Es su apuesta personal para que la revolución sobreviva y continúe sin el apellido Castro, sin duda, el mayor de todos los desafíos.
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