Realidad y discurso político: Cuando AMLO parafrasea a Pinochet (Artículo)

En los hechos, discursos de emergencia y necesidad sin contrapesos, instituciones y resistencia en el espacio público, terminan en las peores formas de dominación.

Rodolfo Franco Franco*

Las descalificaciones moralizantes constantes del presidente Andrés Manuel López Obrador hacia actores e instituciones constitutivos del orden democrático, la separación de poderes, el estado de derecho, las organizaciones de la sociedad civil, los intelectuales y los saberes técnicos y científicos son todo menos una novedad en América Latina. Augusto Pinochet, en su discurso del 11 de octubre de 1973, a un mes de la constitución de la Junta de Gobierno, señalaba que las FFAA chilenas asumían el gobierno, “como fuerzas vigilantes de su seguridad interna y custodia de los más altos valores morales, intelectuales, sociales, políticos y económicos.”

Pocos podían imaginarse entonces que más de 60,000 personas tendrían que sufrir las consecuencias de un discurso —un pensamiento— siendo torturadas, desparecidas o ejecutadas durante la dictadura chilena. El riesgo de descartar el discurso político es monumental. El discurso es la esencia de lo político, es el único elemento que permite discernir la vida justa y deseable en una comunidad compuesta por iguales. El discurso es constitutivo de la política y no un producto residual de la misma. Descartar lo que dice el Presidente, porque ‘ni él mismo lo cree’, es prestarle una puerta de entrada a lo inimaginable. La manera en que se articula y construye un discurso político estructura, limita y permite la acción en el espacio público.

Por ejemplo, la cadena del discurso a la acción en la Cuarta Transformación es muy clara: 1) se designa la corrupción como el síntoma de la debacle moral del país; 2) esto permite proponer legislación que avala prisión preventiva para el delito de corrupción; 3) el discurso de la corrupción permite atacar todas las demás instituciones y personas; 4) ¿podría entonces comenzar la persecución política? El recurso a la corrupción moral del pasado o el otro no es particular de los gobiernos de izquierda, transformadores o revolucionarios. En el mismo discurso de octubre de 1973, Pinochet señalaba—de manera muy similar a como lo hace hoy Andrés Manuel— que no se había podido “medir en toda su magnitud el mal que se ha causado a nuestra patria [Chile], pero ya los chilenos hemos escuchado el estado…de la Nación…cada una de las oficinas públicas…cada Organismo del Estado, es una verdadera caja de sorpresas, que muestran…un proceso de corrupción moral y administrativa increíbles.”

La justificación política, la explicación y legitimación de las acciones políticas, siempre se esgrimen, sin excepción, a través de un discurso; y si estos discursos están ahí para encubrir intereses indecibles es entonces más claro que el discurso es la fuente del poder y no su efecto. Es en el discurso y luego en la acción que el Presidente amenaza no sólo las instituciones del procedimiento democrático sino, en última instancia, los derechos de los ciudadanos que aspiran a vivir en democracia. En el momento en que el Presidente descalifica la existencia de la sociedad civil y articula esta oposición entre el pueblo y las OSC, atenta contra el derecho a asociarse libremente que igual protege a sindicatos, partidos políticos, asociaciones civiles y empresas; cuando descalifica a los medios y a los científicos, ataca el derecho a la libertad de conciencia y expresión.

Las mafias de la sociedad civil y los científicos de Andrés Manuel se parecen mucho al “pequeño grupo de audaces” del que hablaba Pinochet en 1973, que contaba con “la tolerancia oficial para crear y practicar una filosofía de violencia”, en otras palabras, marxistas; y en el caso actual de México, neoliberales, asesores o expertos. Es posible que hoy estemos presenciando los efectos de aquel famoso ‘al diablo con sus instituciones’ del año 2006. Pero el riesgo es no advertir que los organismos gubernamentales, los procedimientos legales y los mecanismos de participación ciudadana, rendición de cuentas y separación de poderes no son fines en sí mismos, sino que son medios para proteger y garantizar unos fines expresados en libertades y derechos universales e inalienables. La extensión lógica del discurso del Presidente es que los derechos de las personas pasan a segundo plano cuando se trata de purificar a la nación. Pinochet mismo, pedía del pueblo “su abnegación y patriotismo”, así como de los militares “su propia entrega sin limitaciones en beneficio de la causa que han abrazado.” En la actual administración en México, basta verificar las enunciaciones sobre la austeridad republicana y los sacrificios que deben hacerse en pos del combate al robo de combustible, para advertir la similitud con los sacrificios que demandaba Pinochet a gobernantes y gobernados.

El lenguaje de la purga y la regeneración nacional no conocen distinción entre revolucionarios y reaccionarios. La purificación es la apología para la destrucción de todo lo que es otredad; se trata de que todos piensen igual; se trata de salvarles a todos, con la espada si es necesario. Pinochet declaraba que uno de los objetivos del golpe de estado en Chile era reestablecer la democracia, “que deberá renacer purificada de los vicios y malos hábitos” y combatir “una filosofía de violencia, que pretenda separar la unidad de los nacidos en este suelo [Chile], donde “el pueblo deberá ser el verdadero origen y destinatario del ejercicio del Poder”. Resulta desconcertante cómo las palabras de un dictador de derecha podrían fácilmente ser las palabras que justifican la descalificación de AMLO a las organizaciones de la sociedad civil, por no ser “el pueblo”. Pero también las descalificaciones que hace respecto a programas de subsidio de servicios que no sirven al pueblo o las instituciones que pagan a los funcionarios salarios que ofenden al pueblo. Andrés Manuel se constituye en el discurso como epítome del pueblo unitario, es su palabra encarnada.

El discurso de Andrés Manuel es interesante porque además revela prejuicios y estructuras que él mismo no se atrevería a confesar en público, pero que constituyen parte del pensamiento que comparte con sus más cercanos colaboradores. En su intento por descalificar a las organizaciones del a sociedad civil, el Jefe de Estado mexicano parafraseó la XI tesis sobre Feuerbach de Carlos Marx, diciendo que “la llamada sociedad civil se ha dedicado a analizar la realidad sin transformarla y ahora que el gobierno busca atender el problema de la inseguridad y la violencia está poniéndonos trabas”. Así el Presidente denuncia el carácter elitista y la desconexión con la realidad que él presume características de la sociedad civil y los expertos que no pueden ofrecer soluciones realistas a la crisis de seguridad en México. Irónicamente, Pinochet, en 1973, recurre al mismo recurso retórico para descalificar el pensamiento marxista, cuando señala que la Junta buscará para el sector obrero “una mayor participación plasmada en el realismo y sin teorizaciones abstractas”. El discurso que descalifica el pensamiento independiente, los argumentos contrarios y la crítica, puede articularse desde cualquier esquina ideológica, y su función sigue siendo la misma, excluir del espacio público las voces que amenazan al poder. Descalificar el pensamiento es el primer peldaño en un ascenso hacia la censura estatal, por ejemplo, y puede acabar en la persecución de la disidencia cuando sea necesario.

A estas alturas, es necesario abordar las inevitables críticas acerca del tono y conclusiones aparentemente exageradas que este contraste de discursos permite. Sobre la validez de contrastar la retórica de Pinochet con la de Andrés Manuel López Obrador, bastará decir que más allá de las consideraciones teóricas y las precisiones históricas, el ejercicio está basado en dichos, justificaciones y enunciaciones verificables y que las consecuencias de estos dichos, en el caso de la dictadura en Chile, son innegables. Sobre las conclusiones, que implican preguntarse si Andrés Manuel es o no un dictador y el permiso para especular hay que decir que: en el espíritu de la filosofía de la praxis que nos recuerda Andrés Manuel y la importancia de recurrir a la historia como un instrumento crítico en el pensamiento marxista, me parece que no hay impedimento alguno para señalar cómo en la historia el recurso a la descalificación moral de los otros, la constitución de una moralidad única, los esfuerzos de purificación, los grandes saltos hacia adelante, las revoluciones culturales o la refundación de las sociedades son fundamentalmente ejercicios de violencia retórica que terminan costando vidas y sacrificando libertades, ya sea en los campos de extermino en Camboya, en los centros de reeducación en China, en el estadio Nacional de Chile o el Helicoide en Venezuela.

Es decir, si las conclusiones que pueden desprenderse de esta comparación son exageradas—muchos dirán pura especulación—, debería advertirse que lo que no es especulación es que: en los hechos, en la historia, los discursos de excepción, emergencia y necesidad que no se enfrentan con contrapesos, instituciones y resistencia en el espacio público terminan creando las peores formas de dominación, y que muchas veces la resistencia no alcanza. Es una noción básica de prudencia política, histórica, la que debería permitirnos preocuparnos por estas conclusiones, aun si son o parecen exageradas. La alternativa es especular junto con el Presidente y creer, contra la evidencia histórica, que hay un solo pueblo y tiene una sola voz, que la buena voluntad de las personas puede sustituir las instituciones diseñadas para salvaguardar derechos y libertades, que todo se vale para purificar al país, incluso sacrificar la libertad. Ante esto, es preferible la prudencia de la exageración histórica al hubris presidencial de la esperanza infundada. Al Presidente le gustaría ver un pueblo unido que obedece. Sin embargo, debería encontrarse y contentarse, parafraseando a Walt Whitman, con unos pueblos, personas y organizaciones que resisten mucho y obedecen poco. El primer recurso de la resistencia, antes de combatir en silencio en un campo de detención, es el discurso y la posibilidad que ofrece de no permitir que el Presidente esgrima, sin consecuencia, argumentos, estructuras, recetas que han servido antes para justificar las formas, las formas más normalizadas de maldad organizada en el aparato estatal.

Director de Desarrollo Institucional de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos A.C. @francopolis




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