Nuestro náufrago en apuros de la semana pasada, para librarse del fuego, tiene que recurrir, paradójicamente, a más fuego: si provoca un incendio hacia el centro de la isla, el viento moverá los dos frentes de llamas en la misma dirección, por lo que entre ambos quedará una franja móvil segura, y cuando el primer fuego llegue a la zona arrasada por el segundo, se extinguirá por falta de combustible.
Es uno de esos acertijos del tipo “huevo de Colón”, que parecen evidentes cuando se conoce la respuesta, pero que solo son resueltos por quienes son capaces de pensar de manera contraintuitiva, ya que, a primera vista, parece que añadir más fuego al fuego es agravar la situación al provocar un aumento de la sofocante temperatura que ha de soportar el desventurado náufrago.
Y hablando de temperatura, volvamos a los grados Celsius. El conocido chascarrillo “Cero grados, ni frío ni calor” puede ayudarnos a caer en la cuenta (a menudo los chistes resultan reveladores) de que, al contrario de lo que ocurre con otras escalas, la de la temperatura no tiene como referente el cuerpo humano.
La famosa sentencia de Protágoras, “el hombre es la medida de todas las cosas”, halla su expresión más literal en las medidas de longitud históricas: palmo, pie, pulgada, codo, braza… Y también el tiempo se mide “protagóricamente”, pues el segundo se aproxima mucho al lapso de un latido de nuestros corazones. Siguiendo con el mismo criterio, los grados positivos deberían corresponderse con lo que para nosotros es sentir calor y los negativos con el frío, tal como sugiere el citado chascarrillo, y el 0, por tanto, debería situarse alrededor de los 20 ºC. Y, de hecho, algunos termómetros primitivos no indicaban grados, sino solo “frío” o “calor”, y el calor se determinaba poniéndolos en contacto con la piel humana.
Pero las escalas termométricas (Fahrenheit, Celsius, Réamur) se establecieron en el siglo XVIII, en un momento en que los científicos buscaban referentes más estables y precisos que las magnitudes corporales humanas, y los puntos de congelación y ebullición del agua eran los más fiables y accesibles.
Referente versátil
Como es bien sabido, el agua también sirvió como referente para definir el kilogramo como unidad de masa a partir del metro: un kilogramo es la masa de un decímetro cúbico de agua a 4 ºC y al nivel del mar (en realidad se definió primero el gramo, en 1795, como la masa de un centímetro cúbico de agua). Actualmente la definición de kilogramo, mucho más precisa, se basa en la constante de Planck; pero la definición “acuática” clásica sigue siendo una aceptable aproximación.
Obsérvese que, gracias al agua, referente -además de disolvente- universal, basta con definir una unidad de longitud para deducir casi todas las demás (con lo que, en cierto modo, volvemos a Protágoras, ya que el cuerpo humano contiene más de un 60 % de agua).
Incluso la unidad de tiempo, el segundo, puede deducirse del metro -y viceversa- de forma sencilla. De hecho, según la definición actual (atrás quedó aquello de “la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre”), el metro es la distancia recorrida por la luz en 1/299792458 de segundo. Pero hay una forma mucho más accesible de deducir el segundo a partir del metro (o viceversa). ¿Cuál es?
Y, para terminar, dos clásicos acuáticos:
En un vaso de agua colmado hasta el borde, flota un cubito de hielo. ¿Qué pasa al fundirse el hielo?
Tenemos dos vasos, uno con agua y otro con vino. Cogemos una cucharada de agua del primer vaso, la echamos en el segundo y removemos bien. Luego cogemos una cucharada de vino (ligeramente aguado) del segundo vaso y la echamos en el primero. Tras la operación, ¿habrá más agua en el vino que vino en el agua o viceversa?
Carlo Frabetti es escritor y matemático, miembro de la Academia de Ciencias de Nueva York. Ha publicado más de 50 obras de divulgación científica para adultos, niños y jóvenes, entre ellos ‘Maldita física’, ‘Malditas matemáticas’ o ‘El gran juego’. Fue guionista de ‘La bola de cristal’.
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