El exministro de Exteriores del PP José Manuel García-Margallo recurrió el miércoles al test del pato para calificar al régimen cubano: “Si anda como un pato, nada como un pato y parpa como un pato, es un pato. Si no hay derechos humanos, ni separación de poderes, ni multipartidismo, ni libertad de prensa, es una dictadura”, subrayó en Telemadrid.
Margallo nunca se refirió a Cuba como una dictadura mientras dirigió la diplomacia española, entre 2011 y 2016. Al contrario, siendo ministro hizo dos visitas a La Habana: la primera vez, en noviembre de 2014, dio una conferencia en la que puso la Transición española como modelo para Cuba. El símil no gustó a sus anfitriones y Margallo volvió a España sin que lo recibiera Raúl Castro, el hombre fuerte de la isla. En mayo de 2016 regresó, y esta vez sí fue recibido por el menor de los hermanos Castro. En ninguna de las dos ocasiones se reunió con los disidentes, pues, de haberlo pretendido, no se habrían producido las visitas.
Margallo fue el encargado de aplicar la realpolitik (la política de distensión con el bloque comunista durante la Guerra Fría) a la tormentosa relación del PP con La Habana. Tuvo que tragarse más de un sapo para que las autoridades cubanas aceptaran que el militante del PP Ángel Carromero, condenado por conducir el vehículo en el que murió el disidente Oswaldo Payá, cumpliera su pena en España.
Bajo su mandato se desmontó la posición común de la UE sobre Cuba, impuesta por José María Aznar en 1996, que condicionaba el diálogo con el régimen castrista a su democratización. Una década después estaba claro que no solo había sido inútil para debilitar a la dictadura, sino que había dejado a Europa sin voz sobre el futuro de la isla. Después de que los principales mandatarios del mundo (del papa Francisco a Obama) hubieran visitado Cuba, Margallo abrió el camino para el primer viaje del Rey, que se produjo en noviembre de 2019, ya con Pedro Sánchez en La Moncloa.
”Repita conmigo: Cuba es una dictadura”, emplazó el miércoles el líder del PP, Pablo Casado, al presidente del Gobierno. Casado sabe que Sánchez tendría muy difícil hacerlo, salvo que quiera poner en riesgo la liberación de la colaboradora de ABC detenida, la posibilidad de prestar asistencia a los 150.000 españoles residentes en Cuba o la de proteger los importantes intereses económicos en la isla, sobre todo en el sector turístico, según fuentes diplomáticas. “Eso sin tener en cuenta lo que supone perder la capacidad de interlocución con las autoridades cubanas ante los tiempos que se avecinan”, agregan.
Si el líder del PP busca abrir una grieta en el Gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos, vinculada a través del PCE con la revolución cubana, de momento ha pinchado en hueso. Las ministras Ione Belarra e Irene Montero evitaron el miércoles entrar al debate de si son galgos o podencos. Y pusieron el acento en los problemas provocados por el embargo de EE UU, que suscita la condena casi unánime de la comunidad internacional, como se vio el mes pasado en la ONU. Horas después de que la diputada de Unidas Podemos Aina Vidal dijera que “Cuba no es una dictadura”, Sánchez intentó zanjar el debate declarando que “Cuba no es una democracia”. El consenso se basa así en lo que no es, más que en lo que es.
Felipe González se trajo de su primer viaje a Pekín, en 1985, un refrán de Deng Xiaoping que sintetiza el pragmatismo chino: “Gato negro o gato blanco, lo que importa es que cace ratones”. Si la llamada razón de Estado puede justificar esta filosofía, más sorprendente es que lo haga la razón de partido: en 2013, la entonces secretaria general de los populares, Dolores de Cospedal, viajó a China para firmar un acuerdo de colaboración entre el Partido Popular y el Partido Comunista Chino (PCCh) que, al igual que su homólogo cubano, dirige con mano de hierro un país que tampoco es una democracia.
El día que Biden llamó “asesino” a Putin
Los mandatarios no suelen decir lo que piensan de sus homólogos extranjeros mientras están en activo. Eso lo dejan para sus libros de memorias. Por eso fue tan sorprendente que, en marzo pasado, el presidente estadounidense, Joe Biden, contestara con un “lo creo” a la pregunta de si creía que el líder ruso, Vladímir Putin, es un asesino. Tenía motivos para estar molesto tras leer el último informe sobre la injerencia rusa en las elecciones estadounidenses. Putin le contestó deseándole “buena salud”, una forma de insinuar que el inquilino de la Casa Blanca no está en plenitud de sus facultades, y retirando al embajador ruso en Washington. Solo regresó después de que, en junio, Biden celebrara una cumbre en Ginebra con Putin.
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