Desde que se supo que Rihanna sería la encargada de poner música al descanso de la Super Bowl LVII, las expectativas eran máximas. Tras siete años de parón, la de Barbados volvía a subirse a un escenario. Y no a uno cualquiera: el State Farm de Arizona acogía no sólo el partido, sino también el gran show.
Philadelphia Eagles y Kansas City Chiefs parecían los teloneros de lo que todo el mundo esperaba: la actuación de Rihanna. La expectación era máxima. Pero las expectativas estaban muy por encima de lo que realmente se vio en el estadio. Si bien empezó muy arriba (y nunca mejor dicho), la elección de las canciones provocó que la actuación fuera descafeinada.
La cantante se dejó por el camino algunos de sus temas más famosos y no convenció con la interpretación de ellos. Sin cambios en el vestuario, ni la llegada de otros artistas a escena, el show se hizo incluso pesado en ciertos puntos. 13 minutos que, si bien tendrían que haber sido cortos, pesaron en la retina del espectador.
Acompañada de decenas de bailarines vestidos de blanco, había momentos en los que ir de rojo no era suficiente. La marabunta de personas que estaba encima del césped del State Farm provocaba que incluso perdiéramos de vista a la protagonista de la noche.
Las miradas, centradas en su embarazo
El público necesitó pocos minutos para centrar la mirada en la barriga de Rihanna en la que parece crecer una nueva vida. La actuación quedó en segundo plano: con los teléfonos en la mano, los seguidores de la Super Bowl se preguntaban si, en efecto, la cantante está al que sería su segundo hijo tras el nacimiento en mayo de 2022 del primero.