Empecé a trabajar como corresponsal en Nueva York cuando terminaban la presidencia de Bill Clinton y los años noventa del siglo XX. Era una época de gran prosperidad en Estados Unidos y, en general, en el conjunto de los países industrializados. La criminalidad había descendido a niveles bajísimos. El fin de la Guerra Fría y la ausencia de grandes conflictos bélicos habían generado un debate sobre en qué gastar “los dividendos de la paz”. Las cosas parecían ir más que razonablemente bien.
Pero bastaba con abrir un periódico o entrar en una librería para adentrarse en una realidad distinta: el tema del momento era el miedo. El sociólogo Barry Glassner acababa de publicar La cultura del miedo, el lingüista Noam Chomsky había hecho del abuso del miedo su tema favorito y resultaba evidente que los estadounidenses vivían acongojados. Cuanto mejor estaban, más miedo tenían. Los grandes medios de comunicación de masas (por entonces las empresas televisivas) convertían cualquier incidente horrible en un fenómeno universal y el público reaccionaba en consecuencia. Había que protegerse.
Esa neurosis se difundió rápidamente por otros países ricos. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las calamidades posteriores ahondaron la ansiedad colectiva. Hoy en día existe incluso una corriente filosófica denominada “miedismo”: lea a autores como Michael Fisher y descubra las innumerables ventajas de vivir con el miedo metido en el cuerpo.
Ignoro si los psicólogos se han puesto de acuerdo en cuál es la causa y cuál el efecto. Si el miedo genera odio o el odio genera miedo. En el caso que nos ocupa, primero fue el miedo y luego el odio. Habrán notado que el gran negocio del momento es el odio. No hacía falta que se filtraran documentos internos para saber que Facebook descubrió hace tiempo la rentabilidad de fomentar el odio entre sus clientes. Odiar funciona igual de bien en política, como demuestra la nueva ultraderecha. Da lo mismo que no existan razones fundamentadas para detestar al prójimo. No hablamos de raciocinio, sino de otras cosas.
Si quieres apoyar la elaboración de noticias como esta, suscríbete a EL PAÍS
Suscríbete
En mi opinión, que no deberían compartir sin consultar antes con un especialista, la culpa última de tanta estupidez corresponde a la generación más numerosa de la historia. Que es la mía, la de los llamados boomers. Advierto de que en las siguientes líneas generalizo con cierta brutalidad.
Cuando éramos veinteañeros nos apetecían las drogas y el amor libre, y los tuvimos porque éramos muchos. Luego, a partir de los 30, nos interesó ganar dinero. Y nos regalamos a nosotros mismos las liberalizaciones, las privatizaciones y toda esa juerga que llamamos neoliberalismo. Fuimos haciéndonos mayores, y conservadores, y temerosos de arriesgar lo nuestro, y antepusimos nuestras manías a la realidad. Ahora, ya sin mucho futuro, nos importa un pimiento el cambio climático: completamente rincoglioniti (atontados, el término italiano resulta perfecto), lo que nos preocupa son nuestras pensiones. El egoísmo es humano, como el miedo y el odio. El problema consiste en que los egoístas miedosos somos mayoría y lo seremos hasta que muramos.
No creo que la historia se comporte piadosamente con nosotros, la generación más numerosa, más rica y más caprichosa que ha sufrido la humanidad. Es igual. Como al Emérito, no podrán juzgarnos en vida.
Suscríbete aquí a la newsletter semanal de Ideas.
Inicia sesión para seguir leyendo
Sólo con tener una cuenta ya puedes leer este artículo, es gratis
Gracias por leer EL PAÍS
Source link