Es otoño de viento y agua, y en Arrate, en la carretera que asciende a la iglesia, lo proclaman las hojas que salen volando de tantos árboles y se quedan pegadas en el asfalto, y Perico Delgado, que ha aparcado los cacharros de cocina, respira fuerte y disfruta de los olores, de los colores del bosque y la hierba húmeda. No están tan alegres las monjas de la Carmelitas Samaritanas, con el convento en el monte, que no pudieron vender sus dulces artesanales a los aficionados de las cunetas en primavera, porque se suspendió la Vuelta al País Vasco, que es la gran representación anual de la Subida a Arrate, y pensaban hacer su agosto en casi noviembre, tiempo de castañas, y, cuentan, habían aumentado la producción pensando en la llegada de la Vuelta, y una semana antes, con los hornos a plena producción, les avisaron de que llegaría la carrera, que goza de salvoconducto para recorrer la España que se confina, pero no los aficionados, y las religiosas, con hábito y toca, no sabían a quién colocarles sus productos.
Primoz Roglic ni lamenta ni sufre el otoño de pandemia. El esloveno es, como Tomás Moro, el hombre de todas las estaciones, de la primavera, del verano caluroso de Tour y Vuelta, del invierno de cuando de niño hacía saltos de esquí, del octubre de la Vuelta única, y comienza la carrera española con el dorsal número uno de ganador del año anterior y termina la etapa vestido de rojo, el color del líder, su color.
Es otoño en ciclismo, otoño en la carrera de algunos grandes, y lo entienden los ciclistas viejos, Alejandro Valverde, que se queda subiendo a Arrate, el puertecito de cinco kilómetros en el que siempre se ha sentido a gusto, y pierde 51s, y, sobre todo, Chris Froome, que dice basta antes de llegar a Éibar, donde sus metalúrgicos a comienzos del siglo pasado entendieron que la bicicleta es un arma cargada de futuro y con las mismas máquinas, moldes y hornos con que fabricaban tubos de hierro para hacer escopetas empezaron a producir tubos para soldar cuadros de bicicletas. Un año y cuatro meses después de destrozarse la cadera en la Dauphiné, y aún herido y dolorido, Froome, el ciclista de la década que acaba, cuatro Tours, dos Vueltas, un Giro ganados, regresa al gran ciclismo para hacer entrega pública del testigo del relevo a los más jóvenes de su equipo, el Ineos, a Carapaz, que toma el mando de la carrera. El ecuatoriano ordena acelerar a su fiel Amador en la subida a Elgeta y, símbolo de una época que acaba, como el sol que tan poco tarda ya en ponerse las tardes cortas, el inglés de Nairobi deja al pelotón que se aleje hacia el santuario, y asciende a su ritmo. Ha elegido para despedirse de su papel de líder (aunque no para siempre, le gusta precisar, pues asegura que el próximo año volverá más fuerte y ganará su quinto Tour a los 36 años liderando al Israel) el lugar preciso, la Subida a Arrate, una carrera que comenzó a disputarse en 1941 y en la que se han coronado Bahamontes, Julito Jiménez, Poulidor y Luis Ocaña. Algunos de los más grandes. Llega a 11m 12s se los mejores
La Vuelta se la jugarán otros, se la jugará Carapaz, que forma parte del grupo que, forjado por el tremendo Sepp Kuss, el yanqui de Durango (Colorado), tan escalador, tan espectacular como en el Tour cuando era el corazón de la banana mecánica de Roglic, parece que dominará una Vuelta tan montañosa. También está Enric Mas, el veterano de los más jóvenes, que en el Tour aguantó lo que pudo siempre a rueda, y terminó quinto, y en la Vuelta tiene chispa y sonrisa, y habla de que quiere ser protagonista, y más aún su equipo, el Movistar, que vuelve a gozar del placer de marcar el ritmo del pelotón, y los aficionados recuerdan al chaval de 22 años que hace dos años y medio les emocionó con su fuga y su victoria en la Vuelta del País Vasco. Ganó aquella Itzulia Roglic, pero Mas se impuso en Arrate.
Carapaz es rápido, pero más lo es Roglic, quien saca a todos de rueda, entra el primero en la última curva y vence con 1s de ventaja, toda una imagen, cinco metros en la foto entre él y los que le persiguen, y dice que ha ido a buscar la victoria no porque en la Vuelta solo le guste vestir de rojo, aunque también, ni por cargarse de moral después de la derrota del Tour, porque ya lo hizo ganándole la Lieja al campeón del mundo, ni por asustar a los rivales, aunque quizás, sino sencillamente porque se siente feliz ganando, y porque su equipo es muy bueno.
Los demás grandes nombres de la víspera, Dumoulin, Guillaume Martin, Pinot, Vlasov, se han quedado atrás.
Una carrera parece haberse librado entre los equipos en búsqueda del próximo Pogacar, Almeida, un ciclista de los de la generación del 98, la de más brillo, que triunfe en la Vuelta, y tal ha sido el empeño que la carrera española bate récords, con más del 33% del pelotón, 60 ciclistas, menores de 25 años, los que luchan por el maillot blanco de mejor joven, un máximo histórico en la ronda nacional, y, quizás en el ciclismo mundial. El Giro, también rejuvenecido el año de su disputa en otoño, cuenta con 50 jóvenes (28%), y el viejo Tour solo tuvo 26.
Y no solo son jóvenes, sino también novatos, pues la Vuelta cuenta este 2020 con 48 corredores que disputan por primera vez en su vida una carrera de tres semanas, Vuelta, Giro o Tour.
Un equipo, como el Sunweb, se toma tan en serio la excavación para dar con el próximo diamante en bruto que en su grupo de ocho solo Sütterlin supero los 25 años, y hay dos chavales de 20 años y uno de 21. Uno de ellos, Ilan van Wilder, belga, es el primer corredor nacido en el año 2000 en una grande. Su estancia ha sido, sin embargo, breve. Abandonó en el kilómetro 70.
Aunque el primer maillot blanco es Enric Mas, ya veterano, el premio al mejor jovencísimo se lo lleva por ahora el Deceuninck, con el italiano del 99 Andrea Bagioli, que llegó décimo.
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