Por el camino de Almáchar a los montes de la Axarquía, algarrobos y bandoleros, llega el pelotón en fuga y fugado se lanza en picado hacia Benagalbón y las playas caseras de arenas negras, peñascos con siemprevivas olorosas y chiringos de aquí te espeto en el Rincón entre promontorios, y lo goza más que nadie Michael Storer, que gana la etapa, la segunda que gana esta Vuelta, y, para celebrarlo con más gozo aún y más felicidad, la gloria merece música triunfal, podría exigir que le sonaran en el podio las fanfarrias de la sintonía de Eurovisión que tanto le ponía a Luis XIV hace más de 300 años, y que tanto gusto le dio escuchar al rey después de que el hábil cirujano manejara fino el escalpelo para sajarle una fístula de ano que le volvía loco y no le dejaba ni gobernar.
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Nada menos que 31 hay en la escapada, surgida después de 80 kilómetros pegados a la costa y una brisa que apenas agita la calima espesa y el calor, y en los que, en expresión colorida y precisa de Eusebio Unzue, que contempla las maniobras desde el carro del Movistar, unos a otros los ciclistas “se sacan los ojos”.
Los que se quedan detrás del pelotón huido, los mejores de la carrera, y Primoz Roglic de rojo, consienten y toman aire. Se preparan, ellos, para sacarse los ojos cuando llegue su turno, al final, cuando los protagonistas deben tomar la escena. Afila su bisturí Roglic.
Con 12 minutos de ventaja, entre los 31, marchan delante un par de ciclistas que están a menos de 10 minutos de la general y que, estima el esloveno, serán buenos depositarios temporales de un maillot rojo que pesa y desgasta a su equipo, el Jumbo, y a él.
Uno es Guillaume Martin, normando, dramaturgo y filósofo, a quien no le dan las piernas para la empresa.
El otro es un noruego de 25 años que no es sprinter, como han sido siempre los noruegos de los fiordos y el viento, Hushovd o Kristoff, sino medio escalador, medio hombre de etapas, medio chico para todo, y extrañamente se llama Odd Christian Eiking. Este, punta de lanza del nuevo ciclismo noruego, en el que se da una patada a una piedra y salen ganadores del Tour del Porvenir como si nada –dos Tobias, Foss y Johannessen, son los dos últimos ganadores de la grande boucle para jóvenes–, sí que está a la altura del desafío. Se viste de rojo en la meta, crea la duda del consumidor –¿dónde es mejor comprar, en el Intermarché, como pide el patrocinador de su equipo, o en el Carrefour, como exigen la Vuelta y su patrocinador?—y permite descansar a Roglic, quien, dejándose llevar por el instinto, y no por la necesidad, se concede un capricho y recibe el castigo del destino, que es rácano a veces, tacaño con el placer, tan cristiano viejo que maldice el impulso de quien lidera y bendice la prudencia de quien va a rueda.
Hacia Almáchar ataca delante Michael Storer, el mismo menudo escalador australiano del DSM que le pudo a la pared vertical del Balcón de Alicante entre pinos, barrancos y torrenteras. En un paisaje similar, el mismo calor, le puede al muro más largo que acaba en las casas enjalbegadas y hacia la victoria le puede al descenso, que pocos conocen y menos Roglic, a quien se le queda grabado en la piel el asfalto resbaladizo y las curvas insidiosas, sin salida. “Tened mucho cuidado bajando, ese descenso es mortal, peor que la subida”, advierte a sus muchachos Unzue, que, terminadas sus vacaciones en Estepona ha subido de Málaga a Granada en coche por la antigua carretera de la sierra y la Axarquía, y ha pasado por allí antes de llegar, ya tarde hasta Alhama de Granada, de donde salió hace mucho Juan Fernández, el español de bronce en los Mundiales, y pasa por la calle que se llama Juan Fernández y se acuerda de él, rival de batallas en la Vuelta cuando dirigía a Tony Rominger. Diligente, Enric Mas, el líder de Unzue, segundo en la general real, toma nota.
“Cuidado con el descenso”, se graba en el cerebelo el mallorquín y se lo calla, que no se entere nadie, e inicia la bajada, en compañía de Superman, Haig, pegajoso, y Kuss, vigilante, a 18s de Roglic, quien tras la exhibición estética, el placer para todos, de su subida tras el ataque –solo, manos abajo, aerodinámico y sprinter hasta escalando, espalda paralela a la barra de la bici paralela al suelo, la pelvis perfectamente girada–, se pelea con las curvas en la cuesta tortuosa hacia el mar tranquilo. Todo el ciclismo del esloveno es materia aprendida ya a partir de los 23 años, nada es innato como lo es para los ciclistas que aprenden a manejar la bici de niños recién destetados. Él, de niño, bajaba las montañas volando en unos esquíes que formaban plano en delta a sus pies; de más viejo, calcula y mide las curvas, los frenos, y patina hacia la derecha la rueda trasera y choca, con suavidad con el guardarraíl. “No tengo nada, tranquilo”, le dice a Mas, que, tras alcanzarlo le escolta hasta el final, colaborando como el domingo, porque Egan se ha vuelto a quedar atrás. “No queríamos decir nada antes de empezar, pero sabíamos que quien lo intentara y se pasara un poco resbalaría en alguna curva, porque el asfalto estaba muy, muy peligroso”, cuenta Mas luego. “De hecho, yo iba súpercuadrado, siempre perdiendo unos metros, detrás del resto, porque quería ir con mucho cuidado para no caerme”.
Ay, la cautela discreta, cuánta recompensa obtiene, y cuánto castigo la osadía.
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