Rústicos en Dinerolandia

Su propio mito fundacional lo repite con tenacidad: Estados Unidos es una sociedad igualitaria, donde todo el mundo tiene la misma oportunidad de prosperar al desembarcar en sus orillas. Como si, al cruzar el Atlántico, los padres fundadores hubieran tirado por la borda los rancios abolengos de la vieja Europa. Una certeza que, como tantos aforismos sobre la vida estadounidense, se revela falsa si uno practica un examen riguroso. En realidad, la desigualdad social ha existido desde el primer asentamiento colonial, como sostiene la historiadora Nancy Isenberg en White Trash, monumental ensayo que penetra en la historia oculta de los blancos pobres, que fueron marginados en el plano territorial, desterrados a recónditas zonas rurales e infames trailer parks, y también en el simbólico, víctimas de un desdén que se ha traducido en un sinfín de burlas e injurias culturalmente toleradas.

“La ideología del igualitarismo se usa para neutralizar la existencia de una estructura de clase. Y, pese a todo, en cada época este asunto resurge como problema político”, afirma Isenberg desde Baton Rouge, donde es profesora de la Louisiana State University. Su libro forma parte de una oleada de nuevos ensayos que se centran en el declive de los blancos de clase obrera, un electorado clave en el ascenso de Donald Trump: en 2016, el 63% de los caucásicos sin estudios votaron por el actual presidente, frente al 26% que apostó por Hillary Clinton. Su polémico discurso sobre los electores de Trump, a quienes trató de “deplorables”, bien pudo ser la causa real de su derrota. “Se refería a los supremacistas blancos, pero escogió mal sus palabras: invocó insultos históricamente dirigidos a los más modestos”, añade la autora, en alusión a términos como escoria y morralla, entre otras lindezas.

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“Bien avanzado el siglo XX, la expulsión de los parias o incluso su esterilización eran propuestas que se antojaban racionales para quienes ansiaban reducir la losa que representaban los perdedores para la economía”, afirma Isenberg, a quien no le tiembla el pulso a la hora de desmontar la ideología oficial. Puesta a desmitificar, propone una historia alternativa de la fundación de esta imperiosa nación, a la que compara con una colonia penal como Australia, cuya mitología es bastante menos petulante. Entre los primeros colonos ya había delincuentes y clases empobrecidas. “En las filas de los trasplantados figuraban salteadores de caminos, malvados vagabundos, rebeldes irlandeses, prostitutas confesas y un amplio abanico de condenados arrojados a las colonias por hurtos”, escribe Isenberg. A todos ellos se les ofrecía la emigración como un indulto para librarse de la horca.

Su análisis parece equiparar, de manera tan inusual como valiente, el durísimo destino de los afroamericanos y el de los blancos pobres: ambos serían tratados como subclases. Isenberg observa de cerca la cultura popular, desde la novela Matar a un ruiseñor y la película Deliverance hasta Rústicos en Dinerolandia o incluso Here Comes Honey Boo Boo, reality sobre una familia modesta y obesa de Georgia, ejemplos a los que cabría añadir otros más recientes como Tiger King o la serie Ozark, donde esa escoria blanca es tratada con la poca dignidad que ya sugiere su apelativo. “A menudo, los blancos pobres son usados como símbolos en los que podemos proyectar nuestro odio. Y, a diferencia de negros e inmigrantes, para ellos no existe un pasado glorioso que puedan reivindicar”, señala la autora. Ese grupo social de extracción humilde sufriría, igual que las minorías, de un problema de representación, noción central en las identity politics. “En realidad, la mayoría de la clase obrera hoy se encuentra en los servicios, y buena parte de ellos son mujeres y afroamericanos. La imagen del obrero como hombre blanco con gorra que va a los mítines de Trump no es lo suficientemente precisa”, confirma Isenberg.

De esa nueva fotografía de la clase obrera también habla País nómada, admirable crónica de la periodista Jessica Bruder, que siguió durante tres años a decenas de trabajadores errabundos que, tras el cierre de fábricas y minas derivado de la crisis de 2008, se reconvirtieron en mano de obra barata en el sector terciario. El libro acaba de inspirar la película Nomadland, que ganó el León de Oro en Venecia y ya está en pista para los Oscar. Sus protagonistas son hombres y mujeres sexagenarios que pierden sus casas durante la gran recesión y deciden irse a vivir a sus furgonetas y caravanas, con las que recorren el país empalmando contratos temporales en campos de remolacha o “centros de tramitación” de Amazon, que pone terrenos de acampada a disposición de esos nómadas y los contrata como auxiliares de almacén durante la temporada alta.

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En su libro abundan los vaivenes entre el pasado reciente y la Gran Depresión, cuando el sufrimiento social de miles de personas tuvo un efecto paradójicamente positivo: la aprobación, en 1935, de la primera Ley de Seguridad Social, impulsada por Roosevelt. La última crisis provocó, en cambio, “un torrente de ira, xenofobia y otras reacciones emocionales que provoca el miedo”, como afirma Bruder desde su domicilio en Brooklyn. “En mi país no tenemos una gran conciencia de clase. Apostaríamos más por una sociedad igualitaria si no creyéramos en el dogma de la prosperidad, que te hace creer que algún día tú también estarás ahí arriba”, opina la autora, que propone “un nuevo new deal, una toma de conciencia de que, si no protegemos a los más vulnerables, todos podemos terminar en su misma posición”. Su libro, que ya era lo suficientemente pertinente, cobra todavía más relevancia en la actualidad: su relato sobre esa crisis del pasado reciente presagia las que ahora se avecinan.

La fuerza de su reportaje reside en el carácter ambivalente de sus protagonistas, a la vez víctimas de la injusticia social y pioneros redivivos que buscan una oportunidad en la inmensidad de esta tierra de la supuesta abundancia. “Hay algo de psicología positiva en su actitud. Creer que es una elección propia les permite seguir adelante y recobrar la integridad”, añade sobre su obra, un estudio implacable sobre la erosión del sueño americano. “Esa idea siempre fue un mito para varios segmentos de la sociedad, pero ahora lo es para cada vez más personas. Supongo que eso es lo que explica la actual avalancha de libros sobre el tema”.

Lecturas

White Trash. Nancy Isenberg. Traducción de Tomás Fernández Aúz. Capitán Swing, 2020. 720 páginas. 27 euros

País nómada. Jessica Bruder. Traducción de Mireia Bofill. Capitán Swing, 2020. 328 páginas. 20 euros.

El manifiesto redneck rojo. Trae Crowder, Corey Ryan Forrester y Drew Morgan. Traducción de Javier Lucini. Dirty Works, 2020. 408 páginas. 25,50 euros.

Hombres (blancos) cabreados. Michael Kimmel. Traducción de Daniel Esteban Barlin, 2019. 416 páginas. 21 euros.

White Fragility. Robin DiAngelo. Penguin Random House, 2018. 192 páginas. 22 euros.

Extraños en su propia tierra. Arlie R. Hochschild. Traducción de Amelia Pérez de Villar. Capitán Swing, 2018. 448 páginas. 23 euros.

Hillbilly, una elegía rural. J. D. Vance. Traducción de Ramón González Férriz. Deusto, 2017. 256 páginas. 19,95 euros

 


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