Saharauis condenados al infierno de la hamada


Una vieja maldición beduina dice: “Que Alá te condene a vivir en la hamada”. En la cultura de los pueblos nómadas del Sáhara, la hamada, el lugar donde el desierto se olvida del mar y de las dunas y se convierte en un erial pedregoso, es el infierno. Y no es una metáfora. En la hamada de Argelia, donde se encuentran los campamentos de refugiados de Tinduf, a unos 1.700 kilómetros al suroeste de Argel, las temperaturas alcanzan los 60 grados en verano. En ese lugar inhóspito y aislado del mundo donde apenas nada crece, subsiste desde hace ya 46 años una de las poblaciones de refugiados más antiguas del mundo: la saharaui.

Naciones Unidas calcula que 173.000 personas viven en los cinco campos de refugiados bautizados con los nombres de sendas ciudades —Bojador, Dajla, El Aaiún, Auserd y Esmara— de la tierra que dejaron atrás en la antigua colonia española del Sáhara Occidental, cuyo territorio controla Marruecos en un 80%. Desterrados a un lugar tan hostil para la vida y para cualquier actividad económica como la hamada de Tinduf, esta población depende casi exclusivamente de la ayuda humanitaria para sobrevivir: el 94% de los saharauis de los campos de refugiados come gracias a las raciones del Programa Mundial de Alimentos de la ONU. Su dieta consiste en cereales (arroz, cebada y harina de trigo), legumbres, aceite vegetal, azúcar, pasta y algo de leche. Pocas veces carne; huevos, también pocos al mes; y apenas verduras ni fruta fresca, pues las pequeñas explotaciones agrícolas promovidas por los donantes internacionales y las ONG son poco productivas a causa del clima extremo y la carencia de agua.

Sometidos a este régimen, la mitad de las mujeres y niños de esta población tiene anemia, según la Unión Europea. La última encuesta nutricional de la ONU, de 2019, alertó además de que la tasa global de desnutrición aguda entre los niños saharauis de entre 0 y 5 años pasó del 4,7% en 2016 al 7,6% en 2019. En 2018, el 30% de los saharauis refugiados padecía inseguridad alimentaria, y un 58% más corría el riesgo de padecerla.

Mal alimentados, sin agua corriente –la mayoría depende del reparto de agua en camiones de Naciones Unidas-, viviendo en precarias casas de adobe –el 90%- o en jaimas, cuya única dotación de saneamiento son rudimentarias letrinas, los saharauis afrontan un mal para algunos peor que la precariedad material: la nostalgia y la esperanza cada día más lejana de volver a su tierra.

La doctora Benda Obad, de 31 años, forma parte del 50% de refugiados saharauis que nacieron ya en los campamentos y que nunca ha conocido la patria que sus padres aún recuerdan. Esta médica residente en España—acaba de obtener la nacionalidad española— explica cómo algunos saharauis conservan aún las llaves de sus casas en el Sáhara. Su madre, nacida en 1968 en El Aaiún, llegó a pie a Tinduf a los siete años. Tantos años después, esta mujer aún atesora la memoria del mar, del pescado del rico caladero saharaui. “Mi madre odia los campamentos”, explica la doctora, cuya familia quedó separada por el exilio: una parte permaneció en El Aaiún y la otra huyó hacia Argelia. La historia de los refugiados saharauis es también la de muchas familias rotas.

En Tinduf han nacido ya “hasta tres generaciones de saharauis” marcadas por esta herida. A juicio de Obad, la peor parte se la llevan los ancianos. Mayores como sus abuelos, que “forman parte de esa generación que tanto luchó por la independencia y que se está muriendo sin verla”. Una de sus abuelas falleció y está enterrada en los campamentos. La otra aún vive y no quiere marcharse “porque allí están sus muertos”. La anciana, precisa la joven saharaui, “dice que solo saldrá de allí para volver a su país”. La paradoja es que para muchos saharauis ese lugar, la hamada, el infierno de los nómadas, se ha convertido en el bastión de su resistencia. Permanecer allí es su forma de demostrar que los saharauis no renuncian a recuperar su tierra. Es también una manera de recordarle al mundo lo que la propia UE ha calificado de “crisis de refugiados olvidada”.

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El frustrado anhelo de los mayores saharauis no es mayor que el de los jóvenes que no conocen la tierra de sus antepasados y además carecen muchas veces de futuro. Incluso cuando logran estudiar –pueden hacerlo gratuitamente en las universidades de Argelia aunque deben pagarse la manutención-, la imposibilidad de ejercer la mayor parte de las profesiones en los campos de Tinduf les fuerza en muchos casos a partir al extranjero o a conformarse con trabajos poco cualificados. Muchos jóvenes refugiados tienen poca opción más que pasar el tiempo mirando al horizonte y, desde hace poco más de un año, partir a luchar contra Marruecos en unas hostilidades definidas por la ONU como de “baja intensidad” que Rabat ni siquiera reconoce. El 13 de noviembre de 2020, el Frente Polisario dio por roto el alto el fuego vigente desde 1991, después de que Marruecos desalojara a un grupo de saharauis de una zona neutral de la franja de Guerguerat, en la frontera de la excolonia española con Mauritania.

La doctora Obad fue también una de esas niñas refugiadas a las que la falta de condiciones sanitarias le impuso un doble exilio: al de nacer en Tinduf se añadió el de tener que vivir parte de su infancia con una familia de acogida en España pues un problema de salud tan banal como el estrabismo le impedía acudir al colegio en los campamentos. Desde entonces, “la asistencia sanitaria ha mejorado”, pero sigue habiendo “un solo cirujano general para todos los refugiados de Tinduf”, precisa. En esos campamentos no es posible tratar un cáncer o una disfunción renal que requiera diálisis, explica. Los enfermos graves, si no consiguen ser tratados en Argelia o en otro país, afrontan una muerte casi segura. La mayoría de saharauis ni siquiera tiene pasaporte. Tampoco son apátridas, pues carecen de ese estatuto legal. Para salir de Argelia precisan de una especie de salvoconducto expedido por las autoridades de ese país. Sus documentos, emitidos por el Frente Polisario, no sirven como título de viaje.

Los saharauis del otro lado

En la tierra a la que anhelan volver los refugiados de Tinduf viven otros muchos saharauis. Son quienes se quedaron en el Sáhara cuando Marruecos se lo anexionó tras la salida definitiva de España en 1976. Nadie sabe cuántos son, pues desde los años 90, Rabat ha fomentado la inmigración de marroquíes al territorio ofreciéndoles todo tipo de subsidios y prebendas. Se da por hecho que los saharauis son ya minoritarios. Ghalia El Djimi es una de ellos.

El Djimi sobrevivió a una larga desaparición forzada. En 1981 y entre 1987 y 1991 estuvo secuestrada “en los calabozos de Marruecos” durante 3 años y 7 meses, explica por teléfono desde El Aaiún. Esta activista relata cómo en los “territorios ocupados no hay ninguna ruptura con el pasado de violaciones de derechos humanos de los saharauis” por parte de Marruecos. En el Sáhara bajo control marroquí, las condiciones materiales distan mucho de la precariedad de Tinduf, si bien “los saharauis son más pobres que los marroquíes”, dice El Djimi. Sin embargo, recalca, de lo que más carecen los pobladores autóctonos que aún viven en lo que fue la provincia española número 53 es de libertad.

“¿Cómo nos vamos a creer ese argumento de la autonomía marroquí? Marruecos ni siquiera permite inscribirse a las asociaciones saharauis de derechos humanos; no permite que nos manifestemos pacíficamente y a quienes no asumimos sus tesis nos siguen acosando. A mi hijo y a los hijos de otras cuatro defensoras de derechos humanos les han quitado las becas de estudio [todos los universitarios del Sáhara están becados por el Estado marroquí]”, lamenta El Djimi.

“Cuando [la también activista] Aminetu Haidar y yo creamos la Instancia Saharaui contra la Ocupación Marroquí, el 20 de septiembre de 2020, estuvimos varios meses bajo vigilancia constante, con dos coches que nos seguían a todas partes, de noche y de día”, recuerda. Otro conocido activista saharaui, Hmad Hmad, vicepresidente del Comité de Defensa del Derecho de Autodeterminación del Pueblo del Sáhara Occidental, confirma “el acoso” contra los saharauis “que alzan la voz contra la ocupación marroquí”. “A cualquiera que esté en contra de sus tesis, no le dan trabajo ni vivienda”, asegura por teléfono desde Canarias. Y concluye: “Aquí sigue habiendo desapariciones, secuestros y presos políticos”.

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