Al cielo por asalto
Por Agustín Ramos
[Editado por vez primera por Era a finales de la década de los setenta del siglo XX, Al cielo por asalto constituyó en su momento una sorpresiva novedad literaria por la osadía del novelista Agustín Ramos (Hidalgo, 1952), quien aún continúa dando de qué hablar en cada libro suyo. En Al cielo…, que escribiera a sus 25 años de edad, dedica un capítulo, el 14, a una pandemia que irrumpe aterradoramente descontrolando a las sociedades. Con autorización del autor, publicamos un fragmento de dicho episodio…]
Las cabezas de los advenedizos de la tierra serán fijadas en los muros; será el término de su codicia, el término del sufrimiento que causan al mundo.
Chilam Balam, 8 Ahau Katún
Era demasiado temprano y aún no había luz en la fábrica como para que mi prima Ana comenzara a trabajar, así que aprovechando la ausencia del supervisor que contabilizaba los ritmos de rendimiento se atrevió a estornudar a trapo tendido. Al abrir los ojos encontró que la instantánea oscuridad del estornudo había absorbido el tiempo y ya era la hora de salir.
El hecho de que bastara con un estornudo de cierta clase para consumar una jornada laboral corrió por cada línea de producción, se diseminó a los departamentos contiguos, a toda la planta, a las diversas ramas del complejo, a los demás consorcios y centros de servicio, a una y otra ciudad, a todo el campo, como en una secuela de fisiones nucleares cuya velocidad se incrementó hasta llegar al estallido.
Sobrevino entonces una epidemia de gripe cronófaga. El tiempo había desaparecido sin más: bueno, no todo el tiempo, claro, sino aquel gracias al cual sobrevivía la civilización.
Las ciudades aparecieron semivacías –en ellas deambulaba un silencio amenazante, algo así como el Purgatorio entre el Paraíso y el Infierno, tierra política de nadie–, sin legiones de jornaleros en las esquinas con maletines de herramientas y diarios deportivos en el sobaco, sin mujeres con suéteres al hombro y morrales en el brazo, sin autobuses saturados de caras somnolientas. Apenas mellaban el silencio algún motor de auto privado o el estornudo de quien se propusiera evadir sus tareas rutinarias.
Aún era de madrugada, aún no había luz. Las propietarias de edificios, de comercios o de certificados profesionales, los especialistas incrustados en la parte más jugosa del erario, los jubilados por motivos de salud política, los rectores de cualquier institución escolar o de servicios estaban desayunando, leyendo o escuchando los noticieros cuando la transmisión radiofónica se interrumpió debido a los estornudos, a saber si voluntarios o involuntarios, de los operadores en las cabinas, en las instalaciones transmisoras y en las centrales de energía. No obstante, los locutores alcanzaron a informar lo suficiente como para que las avenidas se poblaran de autos conducidos por gente acomodada cuyos choferes no se habían presentado a laborar, y ni modo que fueran a cruzarse de brazos ante la desaparición del tiempo, si era gente con aspiraciones, aparte debían aprovisionarse, cargar gasolina y retirar sus ahorros de los bancos/operaciones de pánico, les dicen. Sin embargo, para su azoro, esa gente de buena posición, prestigio bien ganado y virtudes ciudadanas sólo encontró cortinas bajadas, portones sellados y servicios suspendidos.
En cambio los dinámicos y previsores hombres de negocios, los militares de alto rango y los altos funcionarios sí que madrugaron; se abstuvieron del masaje matinal, de la sesión de yoga o análisis u otro cualquier ejercicio espiritual; se privaron de la dietética delicuescencia de sus jugos y del chapuzón tras el juego de squash con sus dulces cómplices. Se privaron, también, de salir en el Mercedes custodiados por guardaespaldas y no leyeron las reseñas de la bolsa de valores y del mercado de cambios. El deber era el deber y se imponía una reunión de alto nivel. Ellos, emprendedores, ejecutivos, personajes cuerdos, centrados primogénitos y primogénitas, miembros fundadores de clubes exclusivos, egresados de la misma Universidad donde sus hijos estaban por graduarse; ellos, pues, no podían darse el lujo de dormir en sus laureles y –resignándose a la estrechez de los autos deportivos de sus dichosos herederos–, salieron volados al paso de la crisis, quizá demasiado volados, porque al llegar a la reunión de alto nivel, aún estaba oscuro.
¿Fue eso o fue que casi no había tránsito? Qué más daba, así se presentaron más pronto y dieron una lección de economía, había que ser previsores y estar alertas ante la inminente escasez que sobrevendría si los pozos petroleros, ¡atchís!, o las refinerías, ¡atchís! Ellos, con seguridad casi genuina, serenos y sin resentir el desvelo, ocuparon sus lugares en el salón donde todo era cuero, caoba, terciopelo y cristal. Ninguno encendió puros y todos tomaron una sola taza de café, frío y sin azúcar, porque aun siendo temprano ya los cañeros, ¡atchís!, los pizcadores, ¡atchís!, y la crisis de energéticos, ¡atchís!, estaba en pleno apogeo.
Fue lóbrega la junta convocada para proponer, analizar y discutir proyectos que pusieran fin al escamoteo de las jornadas laborales. Agregar horas negras, ampliar con disimulo los turnos normales, eliminar vacaciones, fines de semana, días feriados y días de guardar (esto último con las debidas bendiciones cristianas, musulmanas y sionistas que también tenían vela en el entierro). Pero nada de eso a la larga sería la solución, primero porque las exigencias aunque se cumplieran resultarían insuficientes para compensar las pérdidas, la atonía de los flujos, el nerviosísimo mercante; después, porque todo lo que constituyera tiempo de trabajo era susceptible de esfumarse con un estornudo, del que los ahí reunidos, menos mal, estaban a salvo, al menos por el momento. La productividad no era problema de ellos, aunque por ahora tuvieran que descender por las escaleras en ausencia de los elevadoristas, ¡atchís!, y momentáneamente se vieran forzados a conducir sus automóviles y abrir las puertas con sus propias manos.
Convencidos de seguir siendo el sector productivo, acudieron en caravana al palacio de gobierno, donde encontraron bien dispuestos y despiertos a los funcionarios principales. Éstos, avatares de los próceres patrios, estadistas de tiempo completo, usufructuarios –legítimos o ilegítimos, qué importaba eso ahora– del honor y la libertad, no conocían el descanso cuando de ejercer su vocación de servicio se tratara (por más que los ardidos e insidiosos los tacharan de inescrupulosos y entreguistas), así que la patria y los deberes que de ella emanaran siempre los encontrarían despabilados, atentos a cuanto atentara contra los valores, la historia, el orden, el progreso, la razón y la justicia.
–Ya, ya, ya, señores, menos palabrería y más eficacia contra los defenestradores del tiempo.
En otras palabras: soluciones al peligro y reparación absoluta e inmediata del daño que a esas alturas ya causaba la pérdida del tiempo. Firmeza, señor presidente; disposición al diálogo constructivo, señores parlamentarios. Equilibrio y paz social sin reparar en ningún recurso, por extremo que fuese, incluidos la fuerza y los empréstitos, por más que aquélla significara un siempre lamentable derramamiento de sangre y éstos hincharan la deuda de la deuda de la deuda pública, al igual que otros sacrificios, imprescindibles y ciertamente módicos en comparación con las ventajas evidentes a la luz de experiencias pasadas y trances similares antaño afrontados. Así, en esa sala alumbrada con mecheros que parecían no consumirse, estadistas y hombres de negocios refrendaron su santísima unidad.
Y mientras ellos determinaran soluciones y establecieran acuerdos, sus familias intentarían abandonar el barco con (todas) las más preciadas pertenencias; pero no podrían hacerlo porque los empleados de ventanilla, los pilotos, los aduaneros, los estibadores, los radiotécnicos y el personal de los cabos de lanzamiento, ¡atchís!, Ignorando que afuera de la sala se frustraba toda fuga o caución de las sagradas familias, ignorando los futuros saqueos de la turbamulta, porque todavía no ocurrían o porque aunque hubieran ocurrido no había telefonía, ¡atchís!, ¡atchís!, los dinámicos amos en conciliábulo, todavía considerándose capaces de controlar, neutralizar y resolver el contratiempo, hablaban de garantías y alicientes para la inversión, de vuelta al orden y de restablecimiento de la armonía. El tiempo era oro y no había tiempo que perder. No, no dejarían que su desaparición (temporal, por Dios, temporal) los doblegara: aún faltaba el as bajo la manga en la cada vez más ensombrecida mesa de negociaciones.
En tanto, se estudiaron otras varias salidas: disponer de la plaga burocrática para que desquitara verdaderamente el sueldo y se transformara de gasto público en fuente de ingresos, que ciertas secretarias de ornato suplieran a las agricultoras, a las destajistas y a las maquiladoras, que el Ministerio de Salud atendiera (bien) a los enfermos de cronofagia, que los científicos mercenarios, hasta entonces desvividos por engrosar el currículum y reforzar los avances tecnocráticos se dedicaran exclusivamente a la investigación y al exterminio del virus causante de aquella influenza paralizadora, que los ministros de culto y demás artistas comprometidos con la estabilidad emocional y financiera, junto con los dirigentes sindicales, le entraran con fe a la labor de convencimiento para que las masas depusieran su manía estornutatoria, que las fuerzas armadas reemplazaran en las industrias y los servicios básicos a los asalariados agripados. Sin embargo, todas esas soluciones comportaban trabajo, trabajo de otros que requería de tiempo, trabajo que no era compatible con los bufones ni las rémoras, trabajo que desde el momento de postularse podría sufrir el sabotaje de un estornudo.
Ante tal naufragio de ideas los hombres de negocios se preparaban para abandonar las negociaciones cuando aparecieron en las puertas de la sala otros dinámicos y previsores y agresivos hombres, los aristócratas financieros de incultura culta y cultivada. Ellos no llegaron a ofrecer préstamos a deudores insolventes ni tampoco estaban ahí para arriesgar su devaluada liquidez a cambio de nulos incentivos y precariedad retributiva.
–Señoras, señores, notables todos que se dignan atendernos, sépanse que la fuerza conjunta de seguridad interior no va a esperar invitación para este convite, pues ya cuenta con nuestra más que suficiente y solvente invitación, así como con la aquiescencia de los socios multinacionales y sus gobiernos (siempre dispuesto a proteger los intereses de sus súbditos), hemos dicho.
Los empresarios aplaudieron congratulados y reconciliados con la vida. Los gobernantes quisieron sacar a relucir su mejor risa de carnaval, pero cuando los militares que permanecían detrás de los banqueros invitaron a los gobernantes a abandonar el recinto, sus figuras se fueron derritiendo con prisa y todo como la cera que escurría en los candelabros. Y aunque todavía fuera demasiado temprano y aún estuviera oscuro, la sala magna del palacio se hizo más acogedora, no porque la calefacción volviera a funcionar sino por el brindis en honor del triunvirato temporal encargado de convocar a elecciones.
Ellos, los militares, más agresivos y sobre todo más fuertes que los hombres de negocios, más previsores que los financieros, enriquecidos por las prebendas, los plantíos y las regalías otorgadas y ganadas a pulso contra campesinos y estudiantes; ellos, que habían canjeado la labranza, el tugurio arrabalero o el chirrión de capataces por una beca en el Colegio Militar; ellos, doctorados en geopolítica y ciencias marciales, posgraduados en West Point, aleccionados por los Peace Corps, adiestrados por la Alpro y programados en los institutos clandestinos del Pentágono; ellos sí impondrían el orden.
Pero, ¿cómo? ¿Cómo? Si los centros de abasto, subsistencia y combustible estaban paralizados. Y, tanto para que los refuerzos aliados como para que ellos con sus propias botas pudieran sitiar las poblaciones, necesitarían carreteras ahora obstruidas por la maleza, anclar en puertos cuajados por la falta de dragas y barreminas y rompehielos, orientarse entre cantiles y bajos espesos de niebla y carentes de balizas, boyas y faros, atravesar cordilleras de basura sembradas de explosivos y trampas colocadas por aborígenes, trazar estrategias a lo loco, maniobrar a grito pelado porque, ¡atchís!, radiotécnicos, ¡atchís!, empleados de limpia y saneamiento, ¡atchís!, ¡atchís!, maquinistas, ¡atchís!, ¡atchís!, sin contar con que la tropa se había contagiado de la influenza cronófaga. Además, los gendarmes del mundo libre estaban en las mismas y en las miasmas, sin nadie que tripulara portaviones, submarinos, reactores; sin nadie que activara misiles ni proporcionara apoyo log¡¡atchís!tico.
¿Entonces qué estaban haciendo ahí los falsos redentores? El triunvirato aclaró dudas y disipó temores.
–Hemos dado con la apátrida, traidora y exaltada terrorista que comenzó este sabotaje. ¡Háganla pasar!
Estaban dispuestos a torturarla ahí mismo, sobre la mesa llena de portafolios de cuero, libretas de papel cebolla, estilográficas con chapa de oro.
–Amigos, hela aquí –la mano del general señaló a mi prima Ana.
Los asistentes se levantaron para distinguir mejor en esa media luz a la diminuta mujer. No los sorprendió su insignificancia sino que osara sostenerles las miradas…, ¡igualada!