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Salah Abdeslam, el chaval “impregnado de valores occidentales” que se hizo yihadista

Salah Abdeslam, este martes en el juicio que se celebra en París.BENOIT PEYRUCQ (AFP)

Tras las víctimas, los victimarios. El proceso por los atentados yihadistas del 13 de noviembre de 2015 en París ha entrado en un momento crucial este martes, con el comienzo de los interrogatorios de los acusados por la muerte de 130 personas. En esta fase inicial se trata sobre todo de analizar la personalidad de los imputados, no los detalles de los ataques. Pero tras cinco semanas en las que más de 300 víctimas y familiares han contado, durante largas horas, día tras día, lo que sufrieron la trágica noche de hace seis años y las terribles secuelas que muchos arrastran aún, se abre la posibilidad ahora de empezar a hallar una respuesta a algo que buscan todos: un porqué, qué lleva a alguien a planificar y ejecutar una matanza así.

Desde el principio, la principal clave la ha tenido uno de los 20 acusados (aunque seis son juzgados en rebeldía): Salah Abdeslam, el único superviviente de los comandos que sembraron el terror en París aquella noche. Como los interrogatorios siguen un estricto orden alfabético, el primero en testificar fue precisamente este hombre de hoy 32 años, de origen marroquí y nacionalidad francesa, pero nacido y educado en Bélgica.

En la mente de muchos estaba aún ese comentario chulesco que realizó al poco de comenzar el juicio en septiembre. En los ataques no hubo nada “personal” contra las víctimas, aseguró entonces. “Atacamos a Francia, fuimos a por la población, a por civiles, pero no era nada personal (…) solo atacamos a Francia”, dijo antes de que le cortaran el micrófono.

Pero si alguien buscaba un indicio, una pista clara de dónde o cuándo se torció definitivamente su camino, en qué momento decidió que quería destruir la sociedad en la que había pasado toda su vida, no la encontró con certeza en las casi dos horas de declaración. Y eso que Abdeslam, que desde su detención en marzo de 2016 se había negado reiteradamente a hablar, respondió ahora con paciencia y hasta sarcasmo —”si hubiera estado en Ucrania, no habría vuelto”, replicó al negar haberse desplazado a ese país poco antes de su arresto en Bélgica— a casi todas las preguntas que le hicieron jueces, fiscales y abogados.

Quizás son precisamente esa calma y esa ausencia clara de un detonante concreto, la banalidad de la infancia y juventud que describió, lo que más choca y demuestra, una vez más, lo difícil que resulta detectar y evitar la radicalización de jóvenes que crecen entre los que acaban queriendo —y a veces consiguiendo— matar.

Porque Abdeslam, que en el primer día de juicio se había reivindicado como un “combatiente del Estado Islámico”, tuvo una infancia “sencilla” y hasta feliz en el seno de una familia inmigrante en Molenbeek, el municipio de Bruselas de donde surgieron parte de los terroristas del 13-N. Vestido con una camisa clara, chaqueta gris de punto y luciendo una poblada barba, este hijo de un conductor de tranvía y un ama de casa se describió ―con una voz suave y hasta educada, muy alejada de su tono desafiante del comienzo del proceso― como un niño “tranquilo” y “amable” que recuerda un “buen ambiente” en el seno de una familia numerosa: tres hermanos mayores, entre ellos su “preferido”, Brahim, uno de los terroristas inmolados del 13-N, y una hermana pequeña. En el colegio “era un buen alumno”, al que le gustaban sus profesores y que se empleaba “a fondo” en las asignaturas que le gustaban, aunque no tanto en las demás, contó. Estudió hasta los 18 años, cuando se diplomó como mecánico y empezó a trabajar en la misma empresa que su padre, “reparando trenes”. Tenía una novia con la que quería casarse en una “boda grande” y para la que había empezado a ahorrar. Le gustaba practicar deporte —”fútbol, musculación, combate”— y salir de bares y discotecas, aunque rechazó ser un juerguista y haber consumido droga más allá de un porro “de vez en cuando”. También frecuentaba, de tanto en tanto, salas de juego, pero no era un adicto, puntualizó.

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“Nací en Bélgica, fui a un colegio público, estaba impregnado de valores occidentales, vivía como me enseñaron a vivir aquí”, se justificó en uno de los raros momentos en los que se hizo transparente su actual radicalismo religioso. ¿Qué significa vivir como un occidental?, quiso saber algo más tarde uno de los abogados de la acusación civil. “Vivir como un libertino, sin temor de Dios, haciendo lo que uno quiere”, contestó sin dudar.

Punto de inflexión

Las cosas se torcieron en 2011, cuando fue imputado por tentativa de robo y pasó cinco semanas en detención preventiva. Un “error” de juventud tras el cual nunca volvió a encontrar un trabajo estable, dijo este martes un Abdeslam que buscó en todo momento minimizar su posterior largo historial judicial, plagado sobre todo de condenas por infracciones de tráfico (“me gusta la velocidad”, ironizó). Que fuera detenido esa primera vez junto a un amigo de infancia llamado Abdelhamid Abaaoud, el futuro cabecilla de los comandos terroristas del 13-N, es algo en lo que Abdeslam no quiso abundar, como tampoco quiso hablar sobre sus presuntos brotes de ira —en prisión habría llamado a los vigilantes “basura de la sociedad”, “SS”, “perros” e “infieles” en varias ocasiones— ni confirmar que los viajes que emprendió antes de los atentados —a Turquía y Egipto, entre otros— tuvieran otra intención que el “turismo”.

Está previsto que los interrogatorios de personalidad a los acusados duren cuatro días. Después, probablemente habrá que esperar hasta el próximo enero para volver a escuchar de viva voz a los acusados y encontrar, quizás ahora sí, una respuesta a las preguntas que desde hace seis años se hacen las víctimas y todo el país.

“Vida de perros”: celda de aislamiento y vigilancia 24 horas

S. A.

Salah Abdeslam admite que estaba “colérico” cuando, al comienzo del juicio del 13-N, calificó como “de perros” el trato que le dispensan en la cárcel. De lo que no se retracta es de haber denunciado unas condiciones que, asegura, no le desea a nadie. 

Desde el 27 de abril de 2016, el principal sospechoso de los atentados en la capital parisina permanece en una celda de aislamiento de nueve metros cuadrados en la cárcel más grande de Europa, Fleury-Mérogis, al sur de París. Dispone de una televisión, un frigorífico y una ducha propios, pero está vigilado las 24 horas del día por dos cámaras que lo filman “haciendo nada”, porque asegura que no le han dejado ni estudiar. Abdeslam es el primer preso en Francia sometido a vigilancia constante, algo que se justificó para evitar su suicidio y que no pudiera ser juzgado.

Solo puede salir dos horas al día a un patio de 30 metros cuadrados donde “casi no se ve el cielo” por los barrotes y alambradas. “Una vez al mes” lo visitan su madre, su hermana o una tía, y también habla por teléfono con sus hermanos tres veces por semana. Pero no puede hablar con otros presos porque cada vez que alguien le dice bonjour, lo meten “dos semanas en la celda de castigo”. Pueden pasar “días”, asegura, sin que pronuncie una sola palabra. 

“Hasta los animales son tratados mejor”, dijo el martes. “Jamás me he quejado de mis condiciones de prisión porque no me gusta quejarme”, agregó. “Bueno, el primer día se quejó un poquito, ¿no?”, le contestó el presidente del tribunal, Jean-Louis Périès. ¿Y por qué nunca ha solicitado la libertad condicional?, quiso saber un abogado. “Porque es difícil que me vayan a soltar”, replicó con sorna.

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