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Salud mental, el gran reto de la sociedad actual



Lalalimola

Llega un mensaje a dos grupos de Whats­App de amigos treintañeros: “¿A alguien que esté en terapia le apetece participar en un reportaje sobre salud mental?”. En pocos minutos hay respuestas:

Ana: “Yes”.

Sandra: “Yo me quiero casar con mi psicóloga [emoji con ojos con corazones]. Venga, me apetece”.

Guillermo: “Puedes darle mi teléfono”.

Cris: “El mío se lo puedes dar, pero no he sido muy constante con la terapia, no sé si vale”.

Teresa: “Ja, ja, ja, pues en este grupo de locas, igual le sale la media un poco pa’yá, pero vale, I’m in [estoy dentro]”.

De los 14 mileniales que reciben el mensaje, 10 han pedido alguna vez ayuda psicológica. Cinco de ellos no tienen reparo alguno en contárselo a un desconocido que quiere publicar sus testimonios. ¿Anecdótico? Quizás, pero refleja bien que algo está cambiando en el ámbito de la salud mental: no solo es cada vez más frecuente ir a terapia, sino que contarlo ya no supone un tabú para mucha gente. Y esto es una buena noticia, pero también puede convertirse en un arma de doble filo: existe el riesgo de frivolizar la enfermedad mental y saturar servicios clínicos con problemas que no son patológicos.

Sandra, la que se quiere casar con su psicóloga, reconoce que cuando empezó a ir a terapia, hace año y medio, tenía miedo a que la gente pensase que estaba “loca”, que se quería suicidar o algo parecido. “Incluso mi pareja lo miraba con recelo. Pero con el tiempo lo he normalizado. Cuando vuelvo de terapia, estoy contenta y se lo comento a mis amigos”. Guillermo, que convive con la ansiedad desde hace una década, lo tiene normalizado desde siempre: “Ya con mis padres íbamos a psicólogos desde pequeño. Para mí es un bastón en el que apoyarme y que me ayuda a resolver los problemas que se van presentando”.

Hay tantos problemas emocionales como personas. Pero detrás de muchos se esconden historias parecidas. Los de Sandra son comunes a buena parte de su generación, que está encadenando en su salida al mercado laboral tres crisis con pocos precedentes: la financiera, la pandemia y, ahora, una guerra. “Creo que lo principal tiene que ver con el trabajo y la precariedad. Acabo de cumplir 30 años, no me puedo permitir un alquiler sola, cobro 1.000 euros, es imposible tener una vida propia, no puedo crear mi propio hogar”, lamenta. Decidió ir a terapia después del primer año de pandemia: “Acababa de empezar unas oposiciones, me habían bajado el sueldo por recortes y me di cuenta de que discutía con todo el mundo. Tenía un humor horrible, todo me parecía mal, empezaron los problemas con mi pareja. Estaba triste y enfadada todo el rato. No sabía gestionarlo”.

En encrucijadas como estas, acudir a un profesional que aporte herramientas es una salida cada vez más frecuente. También útil. Pero, como advierten varios psicólogos y psiquiatras consultados, no hay que confundir estas situaciones con enfermedades mentales. Ahí está el arma de doble filo. Es indudable que cada vez resulta más natural hablar de salud mental, y algunos opinan que si no se enfoca adecuadamente puede llevar a la gente a confundir un episodio puntual de tristeza con un problema clínico.

Molo Cebrián, creador del podcast Entiende tu mente, el más escuchado en español sobre psicología, cree que “está muy bien” el hecho de que la salud mental pierda el estigma: “Expresar la tristeza es muy terapéutico, muy liberador. Pero existe el peligro de que la gente a tu alrededor comience a darte consejos, y eso puede ser problemático. Tenemos que acostumbrarnos a acompañar a quien sufre, pero ser muy cuidadosos con los consejos que le damos”. Esto llega al extremo en personas con verdaderas enfermedades mentales, como una depresión profunda, para quienes consignas del tipo “tú puedes” o “tienes que ser fuerte” pueden ser muy perjudiciales. “Pueden pensar que no se sienten bien porque no son suficientemente fuertes y que en lugar de empujarlos hacia adelante, lo hagamos hacia atrás”, reflexiona Cebrián.

El psiquiatra Eduardo Villalobos explicaba recientemente en sus redes sociales por qué un enfoque erróneo o no acudir al profesional adecuado puede incluso acabar de forma trágica. Se focalizaba en los coaches, una profesión de moda que a menudo se ejerce sin ninguna titulación oficial: “Quien sufre depresión puede no tener energía ni para levantarse de la cama, así que mucho menos para ponerse a buscar qué especialista es el más adecuado para ayudarle. Suele pasar con frecuencia que acude al que primero le recomiendan o al que vio en redes con un marketing maravilloso. Pone toda su confianza en que esa persona que se vende como una maravilla verdaderamente le ayude. Imaginemos que es un coach sin un mínimo de idea de lo que está haciendo y le dice: ‘Todo lo puedes si lo deseas y lo intentas’, ‘no hay excusas, tú lo puedes lograr’, ‘saca el tigre que hay en ti’ o cualquier tontería. El paciente sale de esa consulta y surge en su mente la siguiente pregunta: ‘¿Si este doctor es el que sabe, le pagué esta consulta tan cara y me dice que depende de mí, pero yo ya lo he intentado tanto, entonces, yo no tengo remedio?’. El paciente queda con el bolsillo vacío, con una idea totalmente errónea de su problema, sin esperanza, y sin duda alguna, con empeoramiento de su cuadro clínico”.

Carlos Mañas es una de esas personas que tienen un problema de salud mental. Acaba de publicar el libro Mi cabeza me hace trampas. Vivir con trastorno bipolar (Kailas), donde narra su vida con esta enfermedad. Saluda con cierto optimismo que baje el estigma que tradicionalmente se ha asociado a personas con problemas mentales y cree que las cosas están cambiando: “La gente te empieza a escuchar. Antes ponían cara de escuchar, pero ahora ves que quieren entenderte, saber más. Es positivo que haya más espacio en los medios. Sucede también con el suicidio: era tabú, pero se ha visto que, si se trata de forma rigurosa, sin mofas y sin que sea escabroso, hablar de ello puede ayudar”. Pero, a la vez, asegura que ni mucho menos está todo el camino andado. Queda mucho. “En la tele se ve a uno diciéndole a otro que es un bipolar, cuando es simplemente un hortera”. Y también le preocupa la frivolización. “La moda de la salud mental está sirviendo para que muchos se lucren, famosos escriban libros, haya quien venda resiliencia para problemas de salud muy graves. Las flaquezas y las preocupaciones no se pueden comparar con una persona que escucha voces a diario. Eso no se soluciona con una taza de Mr. Wonderful”, zanja.

¿Cuál es el límite entre la enfermedad mental y los problemas emocionales que pueden resolverse con las herramientas que proporciona un psicólogo no clínico? Lógicamente, es un especialista el que tiene que determinarlo en cada caso. Pero, como regla general, Juan Antequera, de la Asociación Nacional de Psicólogos Clínicos y Residentes (Anpir), se guía por el impacto que el problema tiene en la vida de la persona afectada: “Si sientes que no puedes levantarte de la cama, que salir de casa te genera una angustia, que no te merece la pena hacerlo, si escuchas voces, está dentro de lo patológico. Si, por ejemplo, estoy muy triste porque me ha dejado mi pareja, pero sigo viendo amistades, tengo ratos pensando en otras cosas, no dejo de trabajar… Las emociones están ahí, son útiles, pero me permiten funcionar. Ahí estaríamos hablando de algo que no necesita intervención de la clínica, quizás se podría actuar desde la prevención o desde otros ámbitos de la psicología, que lo pueden hacer perfectamente”.

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La persona afectada no siempre sabe distinguir esa frontera. Sandra acudió directamente a un psicólogo privado. “Con los centros de salud como estaban por la pandemia, ni siquiera me planteé otra cosa”, reconoce. Pero otros muchos acuden a su médico de cabecera, que al fin y al cabo es la puerta de entrada al sistema público para los problemas de salud. También la mental. Y cada vez tienen menos tiempo. Más allá de la saturación aparejada al coronavirus, España tiene un millar de médicos de familia menos que en 2018. Se han jubilado o prejubilado porque no aguantaban más; se han marchado fuera, a la privada o a trabajar en Urgencias, que están mucho mejor remuneradas. Las agendas, que ya antes de la covid les permitían pocos minutos por paciente, están aún más apretadas.

“A los médicos de familia llegan personas con problemáticas gigantescas y tienen poco tiempo para valorarlas”, cuenta Juan Antequera, quien recuerda una anécdota que ejemplifica bien las disfunciones del sistema. “Un médico de familia me dijo: ‘Te he derivado a una familia porque anteayer hubo un accidente de tráfico y fallecieron tres miembros’. Después de dos días yo no puedo valorar nada desde el punto de vista técnico. Estarán destrozados, con razón. En algunas ocasiones, por la propia angustia que generan los problemas, el médico de familia quiere ayudar con los recursos que tiene a mano. Apoyar el dolor y aprender a manejarse con él requiere mucho tiempo y formación”. Por eso, Anpir reclama más presencia de psicólogos en la atención primaria. “Si hubiera uno en cada centro de salud, seguramente podría atender ese tipo de casos y valorarlos, aliviando la atención especializada”, concluye Antequera.

Cataluña, por ejemplo, está empezando a dotar a los centros de atención primaria de una nueva figura: el referente para el bienestar social y emocional. “Es de muy reciente creación. No son psicólogos clínicos, sino que su propósito es hacer sobre todo prevención y prescripción social para intervenir en síntomas en un nivel subclínico”, explica Antoni Sanz, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona. Desde octubre, la Generalitat ha contratado a 230 profesionales, lo que cubre más de la mitad de los centros de salud de la comunidad; pretende llegar a 350 este año. “Están más enfocados a problemas cotidianos, gestión del estrés, cuadros psicológicos que no llegan a ser severos y en los que no son imprescindibles los servicios sanitarios especializados, que están muy saturados”, añade Sanz.

Lo están en toda España, donde hay 6 psicólogos clínicos por 100.000 habitantes en la red pública, tres veces menos que la media europea. Cada año salen unas 200 plazas de psicólogos internos residentes (PIR), y para llegar a estos estándares harían falta más del doble. También escasean los psiquiatras: 11 por cada 100.000 personas, casi cinco veces menos que en Suiza (52) y la mitad que en Francia (23), Alemania (27) o Países Bajos (24). “Es muy importante sensibilizar, pero también dotar de medios. Si sensibilizas a alguien para pedir ayuda y no tiene dónde acudir, no sirve de mucho”, se queja el psicólogo clínico Carlos Losada, también miembro de Anpir.

Esto redunda en que la atención clínica, la de los problemas más graves, sea insuficiente. “Se calcula que entre un 25% y un 30% de la población tiene patologías de salud mental, si incluimos las drogas. Nosotros no somos capaces de llegar ni siquiera al 3%”, señala Diego Palao, psiquiatra y director de Salud Mental del Hospital Universitario Parc Taulí. Son datos de antes de la pandemia. Muchos indicadores muestran que la situación ha empeorado desde entonces, como el aumento de los suicidios: 2020, último año del que hay datos, es el que se registró un mayor número de la serie histórica, 3.941, un 5,7% más que el anterior. El consumo de tranquilizantes también se ha disparado: en 2021 se alcanzaron las 93 dosis diarias de ansiolíticos e hipnóticos por 1.000 habitantes, un 6% más que en 2019. “Cada semana recibimos una media de 20 derivaciones de primaria. Veinte primeras visitas cada semana es imposible de asumir. Y muchas no son realmente dolencias clínicas”, subraya Palao.

Más allá de dotar con más recursos todos los niveles asistenciales, Palao y sus colegas consultados coinciden en que la prevención tiene que comenzar antes y no ceñirse exclusivamente al sistema sanitario. Su especialidad es la prevención del suicidio. “Una estrategia esencial es formar sistemáticamente a los jóvenes en los institutos sobre lo que es la enfermedad mental y cómo afrontar la adversidad. Enseñar recursos para resolver los problemas de la vida, para no lesionarse si tienen frustraciones. Está demostrado que esto previene conductas suicidas y ayuda al reconocimiento de la enfermedad mental por parte de la gente. Una buena implantación haría que vinieran a buscar ayuda clínica cuando realmente hubiera una enfermedad”, señala. Es una estrategia reconocida por la Organización Mundial de la Salud que parte de cinco horas de formación en los institutos y que todavía no se imparte en la mayoría de ellos en España.

Está dentro de lo que la psicóloga Inmaculada Aragón llama “factores de protección”. Son especialmente valiosos en la infancia y la juventud, pero se pueden aplicar a cualquier momento de la vida. “Incluye hábitos de higiene del sueño, comer bien, hacer deporte, cuidar las relaciones sociales. En momentos como la pandemia, o ahora con la guerra, un factor de protección sería no estar todo el día conectado a la televisión viendo noticias porque, según la persona, quizá llegue un momento que no pueda más. Es importante que los ciudadanos incorporen en sus rutinas actividades placenteras que les permitan desconectar”. Esta especialista en psicología infantil y juvenil pone el ejemplo del acoso escolar: “Un factor protector sería proporcionarles a los chicos espacios para hablar y gestionar sus emociones con la familia, ahí se pueden ver señales de alerta”.

Esto es más fácil de decir que de hacer. Tanto los hábitos como las relaciones interpersonales tienen un enorme condicionante socioeconómico. El sustrato de buena parte de los problemas emocionales y de salud mental, expone James Davies en su libro Sedados (Capitán Swing), tiene mucho que ver con las condiciones laborales y económicas de los ciudadanos. No es igual de sencillo aplicar estos factores de protección que menciona Aragón en una familia con recursos que en otra que no los tenga.

La correlación entre el nivel socioeconómico y problemas como la obesidad infantil está bien documentada. La Fundación Gasol ha constatado su influencia directa con problemas de salud mental. Santi F. Gómez, responsable de Investigación y Programas, explica que es una relación bidireccional y que se retroalimenta: “Niños con mucha ansiedad, con desequilibrio emocional, tienen más riesgo de dormir mal, de alteraciones metabólicas. Por otro lado, hay mucha evidencia de que, una vez que presentan obesidad, tienen mayor probabilidad de sufrir ansiedad o depresión. Porque es una condición con mucho estigma social”.

Aquí entra en juego de nuevo la resiliencia, una palabra a veces manida, denostada si no se aplica bien, pero que tiene su papel en el momento adecuado. Y que hay que aprender y entrenar. Como decían varias voces al principio de este reportaje, no se le puede pedir resiliencia a una persona con una enfermedad mental porque probablemente sea contraproducente. Pero adquirirla puede servir de escudo de defensa cuando surjan los problemas emocionales y disminuir el riesgo de una enfermedad mental.

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