Miembros del grupo Marcha por Nuestras Vidas, supervivientes del tiroteo de Parkland, en una marcha en Washington, en marzo de 2018.JIM WATSON (AFP)
Aunque la instalación de arcos detectores de metales y la adopción de otras medidas de seguridad como cámaras de vídeo o el registro de mochilas han contribuido a la disminución del número de tiroteos en centros educativos, la matanza que este martes ha perpetrado Salvador Ramos en un instituto de Uvalde (Texas), que ha dejado al menos 19 niños y dos adultos muertos, lleva la firma de una tragedia anunciada. Los tiroteos masivos se han convertido en una siniestra cadencia en escuelas, institutos y universidades de EE UU. Solo en el mes de septiembre pasado se registraron dos, también en el Estado de Texas, después de que el cierre total o parcial de los centros por la pandemia frenase temporalmente la sangría. El último día de noviembre, la tendencia se reanudó con un ataque mortal en Oxford (Míchigan), cuando un alumno de 15 años mató a cuatro compañeros de aula en una escuela secundaria. El chico usó un arma que había sido comprada legalmente por su padre, y las autoridades anunciaron que a partir de entonces los progenitores o tutores serían acusados y juzgados por la actuación criminal de los menores a su cargo.
El de Míchigan no fue en absoluto el más grave; los casos de Sandy Hook o Parkland, escenarios de sendos tiroteos con un estremecedor reguero de víctimas mortales, han quedado en la memoria tanto de los padres, temerosos de un baño de sangre en los centros a los que acuden sus hijos, como de aquellos que defienden una regulación mucho más estricta del acceso a las armas, una batalla política e ideológica muy enconada pese a los llamamientos a la acción por parte, por ejemplo, de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes.
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El 14 de diciembre de 2012, un joven llamado Adam Lanza mató en la escuela elemental de Sandy Hook, en Newtown (Connecticut) a 26 personas, veinte estudiantes, la mayoría niños pequeños, y seis profesores. Al balance hay que sumar las vidas de Lanza, que se suicidó, y su madre, a la que había matado antes de emprender la masacre como si debiera desembarazarse de un obstáculo. Era un viernes, en medio de la expectación habitual que precede al fin de semana. Lanza usó una nueve milímetros, como el asesino de Oxford, aunque también disparó un rifle propiedad de su madre a modo de preámbulo contra las puertas de entrada al centro. Su acción, premeditada según la Fiscalía, se convirtió en el tiroteo más mortífero en una escuela de primaria o secundaria en EE UU, y el cuarto cometido por una sola persona. En el centro había más de 450 niños matriculados y los protocolos de seguridad —una cámara de vídeo— se habían actualizado poco antes de la masacre.
El 14 de febrero de 2018, día de San Valentín, un exalumno huraño y obsesionado con las armas mató a 17 personas (dos más que en Columbine, en 2009, incluidos los dos asaltantes, adolescentes) en un instituto de Parkland (Florida), un centro con 3.200 alumnos que había expulsado un año antes al asesino por indisciplina y conducta problemática. El tirador lanzó bombas de humo para generar confusión, disparó con un fusil de asalto y fue detenido fuera de la escuela tras una desasosegante hora de espera. Nikolas Cruz, de 19 años, había iniciado un programa de entrenamiento militar junior tras salir del instituto, según informaron en su día fuentes del Pentágono.
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Cruz disparó fuera y dentro del recinto educativo, indiscriminadamente, a pequeños y a profesores o personal auxiliar. Había amenazado a sus compañeros en los últimos meses que acudió al instituto, y sus responsables le habían prohibido entrar al centro con mochila, según medios locales. A ninguno de los supervivientes le extrañó sobremanera que Cruz, por su comportamiento problemático, fuera el autor de semejante carnicería: “Muchos lo habían dicho anteriormente. Todo el mundo lo había previsto”, dijo una alumna amparada en el anonimato. Cruz había colgado en las redes mensajes amenazantes, pero nadie reparó en el potencial riesgo que suponía su enfado con el mundo.
Según registros del FBI, desde la masacre de Columbine en 1999 hasta 2016 se contabilizó medio centenar de atentados o intentos de atentado con arma de fuego en escuelas de EE UU, con un saldo de 141 muertos. Incluyendo el tiroteo de Parkland, en el primer mes y medio de 2018 se registraron 18 incidentes con armas de fuego en centros de enseñanza repartidos por el país.
El ataque de Parkland marcó un punto de inflexión, para bien y para mal. Lo segundo, porque meses después del suceso dos supervivientes terminaron suicidándose, en la misma semana. Se popularizó entonces la etiqueta #17plus2 para recoger a las víctimas postreras, aquejadas según los psicólogos del síndrome de culpa del superviviente. Fueron una joven cuya amiga más cercana murió en el tiroteo, y el padre de uno de los alumnos asesinados. La única consecuencia positiva de la tragedia fue la constitución y movilización de un grupo activista, Marcha por Nuestras Vidas, formado por estudiantes del instituto y que aún sigue activo, como recordó el pasado 14 de mayo al manifestarse críticamente por el escaso control de armas que, según el grupo, hace posible estos sucesos, tras el tiroteo en un supermercado de Búfalo, con diez muertos.
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En las últimas dos décadas ha habido demasiados casos. Desde el primero de consideración, la matanza de Columbine, pasando por el de Virginia Tech en 2007, cuando un estudiante, Seung Hui Cho, mató a 32 personas, entre estudiantes y profesores, antes de suicidarse. Nueve muertos en un colegio de una reserva india de Ojibwe, dos años antes; siete, incluido el asesino, en una universidad de Illinois en 2008; otros siete en 2012, en una universidad privada en Oakland; diez personas, atacante incluido, en Oregón en 2015; un instituto de Santa Fe, el mismo año que la tragedia de Parkland. Muchos casos aún colean, como persiste el dolor de supervivientes y familiares de las víctimas, y la recua de acciones legales que les sigue. El fabricante de armas Remington indemnizará a familiares de víctimas de la masacre de Sandy Hook tras llegar a un acuerdo en febrero por importe de 73 millones de dólares con nueve familias que perdieron a seres queridos en el tiroteo. El motivo de la indemnización fue su responsabilidad por vender un fusil de asalto a civiles.
Entre los testimonios recabados después de un suceso de este tipo, siempre destacan las frases que los alumnos supervivientes dedican a la instrucción que reciben periódicamente para saber cómo afrontar y repeler un ataque con arma de fuego. Meterse debajo de las mesas, acantonarse en aulas con la puerta trancada, encerrarse en los baños… la protección es ya una asignatura obligatoria en EE UU y los niños estadounidenses participan habitualmente en simulacros de tiroteos. Un protocolo que los supervivientes se ufanan de haber aprendido y que, en Uvalde, no ha podido salvar la vida de 19 niños y dos adultos.
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