Los tanques del ejército colombiano avanzan a oscuras por un camino de tierra. La noche se ha echado encima. Las siluetas que se proyectan amenazantes entre los arbustos ponen a prueba el temple de los soldados.
—Acá se ha producido la mayoría de asesinatos— dice el general Diego Ducuara, de fuerzas especiales, señalando un punto negro de la madrugada.
Saravena tiene uno de los mayores índices de homicidios del mundo (181 por 100.000 habitantes). Desde principios de año, la última guerrilla activa en Colombia, el Ejército de Liberación Nacional, y las disidencias de las FARC libran una batalla cuerpo a cuerpo por todo el departamento de Arauca que tiene su foco principal en esta ciudad petrolera situada en la frontera con Venezuela.
En esta urbe de 43.000 habitantes no hay indigentes ni ladrones. Un taxista puede dejar la ventanilla bajada que nadie le va a robar la radio. En Bogotá, la capital, no tardarían ni dos segundos en llevársela. A nadie le van a quitar aquí el móvil mientras hace una llamada por la calle. El que se atreviera a hacerlo aparecería muerto al día siguiente con un cartel encima: ladrón.
Reten militar en medio de la noche en una carretera de Saravena. Camilo Rozo
Sin embargo, en este 2022 se ha convertido uno de los lugares más violentos del planeta, estadísticamente solo por detrás de Ciudad Obregón, en México. Las autoridades han informado de 78 asesinatos en el municipio. Es probable que haya alguno más que se le ha escapado a la burocracia de la muerte: la policía, la fiscalía y la funeraria. Casi todos tienen el mismo modus operandi: dos hombres en moto disparan a quemarropa a alguien que camina desprevenido por la calle. No se dejan mensajes sobre los cadáveres, ni falta que hace. Todo el mundo sabe que se deben a la guerra entre los grupos armados.
—Coronel, ¿cuántos asesinatos se han resuelto?
—Ninguno.
Ducuara se sube con el casco y el chaleco antibalas puesto a un todoterreno. Detrás, los tanques y más vehículos con soldados armados con fusiles y granadas de mano. Así arranca una patrulla nocturna de una hora que demostrará que en Saravena existe una realidad superficial, la que está a la vista y se refleja en ese niño que lame un helado en una terraza mientras ve las tanquetas pasar; y otra oculta, la de los difuntos a cuyos velatorios no va nadie por miedo a que vengan a rematar el cadáver. En Saravena te matan solo y te entierran con discreción. Sobre esa verdad oculta se extiende un manto de silencio, como ocurre en Europa con la ‘Ndrangheta, la mafia del sur de Italia.
El coronel y sus hombres detienen al conductor de un coche renqueante que iba sin luces por el centro de la ciudad.
—¿Adónde se dirige?
—A casa. Vengo de trabajar. Yo solo trabajo, trabajo y trabajo y me callo la boca.
El hombre hace el gesto de sellar sus labios como si cerrara una cremallera.
Ducuara arquea las cejas.
Sabe que la población no le va a revelar nada por miedo a aparecer muerta al día siguiente con un letrero encima que diga: “Sapo (soplón)”.
Saravena se fundó hace 50 años cuando aquí se instaló el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria. El lugar es tan reciente que uno ve caminar por la acera de enfrente a un cincuentón que fue el primer bebé que nació. O al señor más viejo de los primeros que llegaron, que se reconocen entre sí como una tribu. La violencia todavía no es historia en los libros, sino que forma parte de la cotidianidad: en ese callejón mataron a cuatro, en esa vereda a siete y en esa otra a once más. Los carros bomba que alguna vez han colocado los grupos armados para aterrorizar a la población siguen ahí, carbonizados en un descampado, como piezas de museo.
Saravena es un pueblo militarizado. En ciertas zonas hay soldados cada una o dos cuadras. Camilo Rozo
A través de la ventanilla del todoterreno en el que va sentado muy derecho el coronel se suceden terrazas de bares, discotecas con luces fosforescentes, restaurantes, tiendas abiertas a deshoras y un campeonato de voleybol que dura toda la noche. Saravena tiene el aire de una ciudad cosmopolita. Nadie se inmuta con la presencia imponente del ejército, forma parte del paisaje. Los vecinos saben que no les van a robar, una paranoia recurrente en el resto del país, pero que es bastante probable que sean testigos de un tiroteo.
Para los grupos delincuenciales, controlar la ciudad supone tener acceso privilegiado a los pasos ilegales hacia Venezuela. En Arauca no se cultiva la hoja de coca, pero por ella pasan toneladas de cocaína cada año que acaban en el otro lado de la frontera. Desde allí se distribuye al resto del mundo. El ELN, la guerrilla marxista-leninista que ha cultivado aquí una presencia histórica, tuvo durante muchos años ese control sin que nadie se lo cuestionara. Las FARC, cuando se dispararon las exportaciones de droga, tenían tanto poder que se podían permitir amenazar el dominio del ELN. Cuando esa guerrilla firmó la paz en 2016 desmovilizó a la inmensa mayoría de sus hombres. Algunos grupos díscolos no depusieron las armas y continuaron con el negocio de la droga. Un tiempo convivieron los del ELN y los disidentes con relativa normalidad.
Los disidentes controlaban la prostitución y los locales de juego de Saravena. Extorsionaban a los comerciantes de unos barrios muy concretos. Los dos grupos se repartían los pasos fronterizos por donde pasa la cocaína. El acuerdo entre ambos, sin embargo, se quebró a comienzos de este año y convirtió la ciudad en un tanatorio. El ELN, cuentan fuentes militares colombianas, está barriendo del mapa a los exFARC, que se han refugiado en la sabana para ganar tiempo. El tercer actor en conflicto es el ejército, que combate a los dos con helicópteros, tanques, armamento de Estados Unidos y más de 8.000 soldados, una fuerza muy superior a la de los insurgentes. Pero el ELN está tan enraizado en la sociedad que no resulta nada sencillo de extirpar: administra justicia castigando a criminales, media en divorcios, establece pensiones de paternidad y resuelve herencias conflictivas. Si en Saravena alguien tiene algún problema no llama al teléfono de emergencias.
El militar al mando de todo este avispero es el mayor general Jorge Eduardo Mora López, también entrenado en las fuerzas especiales. Saluda con un fuerte apretón de manos y un golpe en el hombro pese a que en la pared de su despacho cuelga el lema de su unidad: “La confianza mata”.
“El ELN tiene un manejo político de las masas muy bien estructurado. Sabe manipular a las masas, juega con el corazón y la mente y tienen mucho apoyo. Son un grupo organizado muy especial, como ETA”, explica.
Soldados patrullan, con la ayuda de un dron, uno de los oleoductos que pasan por Arauca. Camilo Rozo
Las FARC perdieron su ideología por el camino, continúa Mora, mientras que el ELN no lo hizo. De hecho, aprovechó que el Gobierno durante la época de Álvaro Uribe se enfocaba en las FARC para crecer sin llamar mucho la atención. Ahora mismo son una auténtica autoridad en la sombra. Su negocio está en Saravena y sus alrededores, y sus mandos viven resguardados en Venezuela.
La presencia del Estado es aparatosa en Arauca, una región que produce el 17% del gas del país, 284 kilómetros de oleoductos la atraviesan. No queda muy claro hasta qué punto es eficaz el aparato gubernamental. La ciudadanía tiene que lidiar con los impuestos y las leyes del Gobierno colombiano a la par de soportar la jurisdicción paralela del ELN. Y, si tienen muy mala suerte, contentar también a las disidencias. “Quien controla Saravena controla Arauca para los grupos armados”, añade Mora.
Desde el inicio del conflicto han visto a los grupos matarse entre ellos. En total, 169 homicidios. Hay entre los muertos 29 venezolanos y 20 cadáveres más sin identificar que aguardan en neveras frigoríficas. Un día se cumplirá el plazo legal y los enterrarán en tumbas sin nombre.
—Mayor general, ¿de esos muertos cuántos pueden ser de ciudadanos comunes que no tengan nada que ver?
—La mayoría de homicidios están relacionados con el ELN. ¿Caídos de manera inocente? Sí, quizá alguno, pero diría que son pocos.
Los mandos resaltan que los militares se juegan la vida en este combate cruzado. En el pequeño hospital del regimiento del coronel Ducuara descansan dos soldados jóvenes —apenas tienen barba— heridos de bala hace dos días. Fueron emboscados por un grupo que asesinó a dos compañeros del batallón. “¡Hola!”, saludan sonrientes los muchachos, asombrados por el milagro de seguir vivos.
Las ciudades colombianas a menudo son malinterpretadas, y Saravena no es un excepción. A Bogotá le dicen la nevera, pese a que nunca hay que llevar ropa de verdadero invierno. Medellín, metrallo, por su época del cártel de Pablo Escobar, cuando en realidad es también una ciudad llena de cultura. Saravena…. Sarabomba. Los estigmas marcan la cotidianidad en Colombia.
Yehin Cañas lucha por combatirlos.
Soldados heridos en el cuarto de hospital de la base militar de Saravena.Camilo Rozo
Cañas se desplaza a toda velocidad en moto: por las mañanas trabaja en su tienda de juguetes eróticos; por la tarde es presentadora en Araucana de Televisión. Y una vez al mes organiza algo que ha llamado Cultura al Parque, una feria de emprendedores.
Días antes del evento de mayo, un niño de unos 10 años se acerca a ella. Primero, le ofrece empanadas que hace su abuela. Después sospecha por su identificación de periodista que cuelga del cuello:
—¿No será usted de bienestar familiar (los encargados de perseguir el trabajo infantil)?
El control social de los grupos armados permite a los niños salir de noche sin miedo. Los adultos dejan abierta la puerta de casa. Pero Yehin, como el niño, se mueve en un ambiente de sospecha. Nunca sabes con quién estás hablando en realidad.
Cañas organiza el evento desde enero. Pretendía convertirlo en un mensaje de paz. Sin embargo, el día de su inauguración en los alrededores mataron a dos personas. Ahora es puramente un evento de jóvenes empresarios donde se venden desde arepas venezolanas hasta artesanías fabricadas a base de residuos de bolsas plásticas. “En medio de un conflicto absurdo, y con el olvido del Gobierno, es una forma de demostrar que queremos paz, tranquilidad y armonía, que queremos lograr por medio del diálogo y espacios culturales”, dice.
Ella de joven se fue a Bogotá para tratar de ser actriz. Hace unos años que ha vuelto a Saravena aunque esté en llamas. Está convencida de que la gente tiene que construir espacios que produzcan normalidad. Las fronteras de los grupos armados es incierta, su presencia resulta gaseosa. Pero la realidad es que están ahí y contaminan el aire que se respira.
El día sucede a la noche. Los tanques se han ido a dormir y el escenario de guerra que parecía Saravena se esfuma. Lo que los soldados veían a oscuras era el barrio de Hugo Chávez. Las autoridades creen que por aquí se esconden muchos de los milicianos del ELN. Sus habitantes, en cambio, consideran que se trata de una estigmatización de unas fuerzas armadas que tienen la lógica del enemigo interno, es decir, la de ver a los propios colombianos como una amenaza.
—Nos preguntan: ¿De dónde viene? Uno da la dirección, el nombre del barrio, y de una lo tildan de guerrillero.
Monchi, un líder social, cuenta que el barrio fue levantado hace diez años en unos terrenos ilegales por desplazados del conflicto armado. La pobreza, la falta de estudios y oportunidades hacen que los adolescentes del barrio tengan la tentación de agarrar las armas.
El carril bici de Saravena termina donde empieza Hugo Chávez. A partir de ahí no entre, recomiendan las autoridades y los habitantes de otros barrios. Territorio comanche. Monchi, desde dentro, considera que la desconfianza es mutua. Nadie de aquí va a levantar el brazo para parar al todoterreno en el que viaja Ducuara y pedirle ayuda.
La noche anterior los soldados los veían a ellos como sombras sospechosas agazapadas entre las sombras. Visto desde el otro lado, los vecinos contemplaban las sombras de hombres con fusiles. Una mampara separa ambas realidades.
Este reportaje en vídeo y texto se ha producido en colaboración entre y FRANCE 24.
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