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Se puede amar a las vacas y, luego, matarlas. Es lo que defiende la investigadora Jocelyne Porcher



Jocelyne PorcherLuis Grañena

La ingeniera agrícola Jocelyne Porcher (65 años) dispara críticas con cañón doble: por un lado, contra la ganadería industrial, a la que califica de “fábrica sin piedad” en la que los animales no son más que “cosas”, y por otro, contra los animalistas, a los que acusa de alejar a los humanos del resto de los seres vivos y de poner en peligro a la ganadería tradicional. Directora de investigación en el INRA (Instituto Nacional de Investigación Agrícola de Francia), publica artículos en la prensa francesa que no pasan inadvertidos. Eso, en los últimos 10 años. Antes, predicaba en el desierto.

Sus argumentos contra los animalistas son afilados y están recogidos en el primer libro que ha publicado en español: Vivir con los animales. Contra la ganadería industrial y la “liberación animal” (Ediciones El Salmón, 2021). En él ataca al mismísimo Peter Singer, el filósofo que afirmó que los animales, como seres que sufren, tienen derecho a que los protejamos. “Es un pensador occidental que no conoce la crianza”, afirma. “Lo que escribe son solo teorías”.

La investigadora cree que la liberación de los animales nos haría peores personas, pues el trato con nuestros compañeros vivientes nos nutre mutuamente. Sostiene que los argumentos de este colectivo cada vez más nutrido beneficia a la industria de los sucedáneos de la carne, que no son más que productos altamente procesados. Pero va aún más allá: afirma que los animalistas pueden vulnerar el derecho a la alimentación de las personas.

Las animalistas reconocen la labor de Porcher ante la industria intensiva, pero critican que sea tan fiera contra ellos mismos. La activista Brigitte Gothière, de la ONG L214, señala que es difícil dialogar con la investigadora una vez se le señala la muerte de los animales para nutrirnos. “Se pone muy agresiva y se olvida de que la vida sin comer carne es posible”. Una pena, afirma esta activista, puesto que podrían pelear conjuntamente contra la ganadería industrial. A su juicio, Porcher dedica demasiada energía a criticar al movimiento antiespecista en vez de pelear contra un modo de crianza que mantiene encerrados a ocho de cada diez animales en macrogranjas.

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Hija de un solador y una funcionaria, fue una niña distinta, alejada del patrón femenino, ella usa el adjetivo “marimacho”. Dice que en su adolescencia lo que más añoró fue “ser libre”. Es tímida pero con grandes convicciones, según un compañero del INRA. Trabajó ocho años como secretaria, pero acabó cambiando París por el campo. Crio pollos y conejos, empezó a cogerle el gusto y sumó a su pequeña granja ovejas y cabras. Más tarde quiso ir más allá y estudió ingeniería agrícola, hasta que logró su sueño de ser investigadora.

Sus comienzos en el INRA fueron difíciles. Sus ideas estaban muy despegadas de la mirada sobre la ganadería industrial que preponderaba en aquella época. Atacaba el sufrimiento de los animales en la ganadería intensiva y defendía la pequeña y mediana ganadería, un oficio que, afirma, está en peligro desde el siglo XIX. “Es un empleo precioso, pero hay que querer a los animales apasionadamente. Se puede amar a las vacas e igualmente matarlas”, sostiene. Si la muerte de un animal tiene sentido, argumenta, es porque ha tenido una vida digna, sana, cuidada y su muerte genera más vida.

La dirección del INRA no veía con buenos ojos las reflexiones de Porcher, cuenta su compañero el investigador Jean-Marc Touzard, pero poco a poco la situación fue cambiando. Los libros que ella publicaba iban teniendo más impacto y académicamente fue ganando prestigio. Hasta que los responsables se dieron cuenta de que lo que ella defendía era una tercera vía, una línea de pensamiento que permite sobrepasar el enfrentamiento entre la industrialización y la liberación de los animales.

Porcher no solo cree que las macrogranjas causan miedo y sufrimiento a los animales, sino también a los humanos que trabajan en ellas. “Querrían relacionarse con los animales de otra forma. Y eso les genera dolor moral”, dice, y subraya que lo ha visto con sus propios ojos. También ha puesto en marcha un proyecto que acaba de dar sentido a sus teorías: “Quand l’abattoir vient à la ferme” (cuando el matadero llega a la granja), un matadero portátil que se desplaza hasta las granjas, ahorrando a los animales su doloroso traslado hacia su final. Por ahora solo una ganadera ha obtenido el permiso para usar este método, y otra veintena de ganaderos están en plenos trámites para lograrlo. “El Estado ha estado en contra de este sistema durante mucho tiempo. Se hacían matanzas en las granjas, pero de forma ilegal”.

En los últimos años se ha puesto a desarrollar nuevos sellos de calidad alimentaria, como un certificado para unos huevos que, al terminar el ciclo reproductivo de la gallina, no acaban en la muerte del animal. O la carne de unos cerdos que han llevado una vida con libertad y agradable. A la pregunta de si come mucha carne, afirma que una media de dos veces a la semana. Y luego añade que lo que no come ni comerá son hamburguesas vegetales. “No entiendo por qué disfrazar al vegetal de lo que no es”.

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