No sé nada de fútbol, pero tengo la impresión de que cuando el Barcelona dejó marchar a Neymar en plena pretemporada el año en que entraba un nuevo entrenador cavó una fosa honda en su autoestima. Y algo peor, dejó a Messi sin alegría en la banda. Lo saben muy bien los grupos de rock, sin un componente alegre, no se puede salir a la carretera. La otra cosa que rebajó la energía de Messi tuvo que ver con la búsqueda de un rival para medirte a diario. Sin Cristiano Ronaldo en Madrid, Barcelona perdía estímulo. Los orientales dicen que aun la piedra más hermosa se pule golpeando contra otra piedra. A veces uno está huérfano porque no tiene a nadie enfrente. Esta es la teoría que sustenta la democracia. Lo acabamos de ver en Bielorrusia. Se pueden celebrar elecciones, pero eso no significa que haya democracia. El sistema obliga a medirte con rivales, conceder espacio a las minorías, asumir instituciones sin controlarlas y fijar límites a tu propia codicia de poder. Incluso dentro de los partidos, las corrientes discordantes ejercen un milagroso equilibrio. Cada día vemos más partidos consumidos por un núcleo intransigente, abrasivo y férreo que no permite otra voz. Su final es previsible. El líder manda mucho, pero no tiene partido.
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