Gabriel Boric tiene 35 años. En marzo se convertirá en el presidente más joven de la historia de Chile. Su carrera política se forjó en la calle, durante las protestas estudiantiles de 2011, y lejos de los políticos tradicionales de la izquierda chilena, como los expresidentes Ricardo Lagos o Michelle Bachelet. Su figura creció incluso enfrentándose a ellos, pese al acercamiento que hubo por necesidad electoral en la segunda vuelta. El derrotero de Boric es original, pero no es el único joven político que busca abrirse paso. Hay nombres que ya suenan con fuerza, como Andrónico Rodríguez en Bolivia o Guilherme Boulos en Brasil. En Argentina, los jóvenes chocan con el peronismo y todavía necesitan para crecer la venia de los fundadores, o la fundadora: Cristina Fernández de Kirchner aún dice quien tiene derecho a asomar la cabeza hacia el poder. En Colombia, los jóvenes políticos la tiene más complicada. En ese país, el descontento social que en Chile hizo crecer a Boric fue capitalizado por un veterano referente de la izquierda, Gustavo Petro, de 61 años. En México, la ruptura con el pasado impulsada por Andrés Manuel López Obrador no coincidió con un cambio generacional y los jóvenes políticos con más proyección no provienen de la izquierda.
Boric pasó de la primeras fila de las protestas al Congreso, y desde allí saltó en tiempo récord a La Moneda. Pero no está solo. El nuevo presidente tendrá a su lado a dos figuras tan jóvenes como él y de gran proyección política. Su futuro dependerá de la suerte de la gestión, pero si todo sale bien Boric tendrá herederos en un país que no permite la reelección consecutiva: el diputado Giorgio Jackson y la jefa de campaña para la segunda vuelta, la médica Izkia Siches. Jackson pudo, incluso, ser Boric, pero en el momento de inscribir la candidatura del Frente Amplio no alcanzaba por meses la edad mínima que exige la ley chilena. Siches, quien el 4 de marzo cumplirá 36 años, es otra figura en ascenso. Tras la primera vuelta del 21 de noviembre, se echó al hombro la campaña electoral y recorrió el país junto a su hijo recién nacido. A ella se atribuye el apoyo arrollador que Boric tuvo entre las mujeres jóvenes.
La relación con los padres fundadores de la izquierda es la vara que mide la proyección de estas nuevas figuras. Si en Chile rompieron con ellos, en una experiencia absolutamente original, no ha sido tan fácil en el resto del continente. El caso de Brasil es evidente. El veterano activista Guilherme Boulos, de 39 años, es sin duda la figura más destacada entre la nueva generación de la izquierda brasileña, pero la resurrección política de Lula da Silva cortó en seco su proyección. Fue como si apareciera un pichichi que lo mandó de vuelta al banquillo después de haber ilusionado a la hinchada al marcar un buen tanto.
Este profesor universitario y líder de movimientos sociales por la vivienda fue candidato a la Presidencia en 2018 y, dos años después, se convirtió en la sorpresa de las municipales al pasar a la segunda vuelta en la carrera por la alcaldía de su ciudad natal, São Paulo, la más rica y poblada de América Latina. Que un activista conquistara el Ayuntamiento hubiera sido una gesta. En cualquier caso, con Lula encarcelado, aquel resultado lo colocó como el líder más prometedor de una izquierda que vivía sus horas más bajas.
Guilherme Boulos habla durante un seminario sobre tecnología e inclusión digital con otros aspirantes a la alcaldía de Sao Paulo, Brasil, en agosto de 2018.Andre Penner (AP)
Pero el 8 de marzo de 2021, cuando nadie lo esperaba, una decisión judicial lo cambió todo: la Corte Suprema anuló las condenas contra Lula. Un tsunami que movió todas las piezas del tablero político. En un instante, cualquier expectativa en torno Boulos quedó pulverizada. La izquierda brasileña recuperaba a su gran líder, el más carismático, el que nunca permitió que germinara en el Partido de los Trabajadores (PT) ningún sucesor que le hiciera sombra. A sus 76 años, Lula no pierde la ocasión de recordar que es más joven que Joe Biden, presidente de EE UU. Y las encuestas lo colocan hace meses como el favorito para las elecciones de 2022.
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Boulos nunca militó en el PT. Pertenece al PSOL (Partido Socialismo e Libertade), una escisión a la izquierda de la formación de Lula a la que también pertenecía la asesinada concejala Marielle Franco. Resulta llamativo el parecido físico de Boulos con el Lula sindicalista de los ochenta. Misma barba, atuendo similar. Siempre ha tenido una relación ambivalente con el expresidente. Reconoce su liderazgo entre los progresistas brasileños, pero sus partidos compiten por este segmento de votos que ha menguado en los últimos años. Sin embargo, en los momentos importantes siempre acompaña a Lula. Los planes de Boulos de presentarse, en las elecciones de octubre de 2022, a gobernador de São Paulo lo colocarán en clara confrontación con el PT, que aspira a su propio candidato.
La juventud tiene enormes dificultades para destacar en la política brasileña, que sigue fuertemente dominada por hombres blancos que peinan canas, tanto en la derecha como en la izquierda. Junto a Boulos, se podría anotar otra promesa inclinada al centro izquierda. Tabata Amaral, de 28 años, diputada federal. Adorada por la prensa por su frescura y oratoria, es producto de movimientos que han encontrado un filón en Brasil ante el descrédito de los partidos políticos tradicionales. Se dedican a reclutar aspirantes con talento (y una buena historia vital), y formarlos para disputar elecciones. Amaral, de familia humilde y huérfana de un padre drogodependiente, fue una brillante estudiante que con esfuerzo y becas llegó a estudiar en Harvard. Ahora da la batalla en el Congreso.
En Argentina, en tanto, cualquier figura ascendente de la izquierda debe pasar por el filtro ideológico y político de Cristina Fernández de Kirchner. La expresidenta tiene un delfín, Axel Kicillof, y un hijo con aspiraciones, Máximo Kirchner. Pero si alguna vez fueron jóvenes promesas, el primero cumplió los 50 años en septiembre, y el segundo tiene 44 años. Kicillof carga con el lastre de la gestión, porque como gobernador de la provincia de Buenos Aires, la más grande y poblada del país, su figura política pierde fuelle al calor de la interminable crisis argentina. La gobernación no es un buen sitio, además, para hacer amigos. Responsable de repartir el presupuesto, Kicillof está en el centro de todas las tensiones con los alcaldes peronistas de los diferentes distritos y no puede escapar de las peleas internas del partido.
El diputado Máximo Kirchner, en el centro, hace un gesto de victoria en el Congreso mientras espera la llegada del presidente, Alberto Fernández, en Buenos Aires, el 1 de marzo de 2020 MARCOS BRINDICCI (AP)
Máximo Kirchner, en tanto, carga con el apellido. Sus padres se esforzaron por agrandar su figura poniéndolo al frente de La Cámpora, la agrupación juvenil del kirchnerismo, y hoy es jefe del bloque oficialista en Diputados. La exposición pública lo encuentra en la primera línea de fuego, como a Kicillof. Su carrera discurre entre la necesidad de tomar distancia de su madre y ser, a la vez, alfil de la vicepresidenta en la Casa Rosada, donde las relaciones con el presidente, Alberto Fernández, no son buenas. En cualquier caso, su capital es ya el de la vieja política y no el de la renovación.
Bolivia es otro ejemplo claro de un joven ungido como sucesor por un padre político. Andrónico Rodríguez tiene 32 años y es la sombra de Evo Morales. Los medios bolivianos lo llaman sin vueltas “el heredero”. Rodríguez es desde 2020 el presidente del Senado, tercero en la línea de sucesión, y vicepresidente de las seis federaciones cocaleras del trópico de Cochabamba, la plataforma sindical desde donde Evo Morales saltó al Palacio Quemado en 2006. El joven dirigente cocalero se licenció en Ciencias Políticas con 22 años y desde 2018 acompaña a Morales en cada acto público donde participa en Chapare, corazón territorial del MAS. “El Presidente nos dice que todos estamos en la ruta, pero no todos llegamos a la meta. Los dirigentes mayores nos han puesto trabas, pero el Presidente nos aconseja”, dijo Andrónico en 2019, cuando Morales era aun jefe de Estado y aspiraba a la reelección.
Andronico Rodriguez Ledezma recibe las credenciales de senador, el 27 de octubre de 2002 en La Paz, Bolivia.DAVID MERCADO (Reuters)
El senador boliviano tiene una ventaja, que también es su lastre. Si al MAS le va bien, su proyección es inmensa, pero su futuro todavía depende de los mayores. Estos mismos mayores son los que, al menos por ahora, son un muro para los jóvenes políticos colombianos. Colombia, como Chile, también viene de un estallido social sin precedentes. Allí, las protestas se dirigían contra el Gobierno de Iván Duque, a sus 45 años el presidente más joven de la historia reciente del país, pero de corte conservador y proveniente del establecimiento político, a diferencia de Boric. En la oleada de protestas que ya había sacudido al país antes de la pandemia, a finales de 2019, el movimiento estudiantil tuvo un papel protagónico, con estudiantes de las universidades públicas y privadas.
En términos políticos no fue un joven salido de las revueltas quien capitalizó el descontento, sino el izquierdista Gustavo Petro, de 61 años. Petro es el candidato presidencial mejor posicionado para las presidenciales de 2022. En una campaña muy concurrida, con más de una veintena de aspirantes, los sondeos de sus respectivas alianzas también lo encabezan figuras conocidas como el exgobernador Sergio Fajardo (65 años), de centro, o el exalcalde Federico Gutiérrez (47), de derecha. Sin embargo, entre los precandidatos de la Coalición Centro Esperanza, que incluye a Fajardo, también está Carlos Amaya, de 37 años, un antiguo líder estudiantil que en 2010, con 25 años, fue el congresista más joven de Colombia, acompañó a los campesinos en los paros agrarios de 2013 y después se desempeñó como gobernador del departamento de Boyacá.
A las presidenciales de mayo las anteceden las elecciones legislativas de marzo. En las listas al Congreso hay más rostros jóvenes como opciones de renovación política. Algunos vinculados a las manifestaciones, como el de Jennifer Pedraza, candidata a la Cámara de 26 años, que fue una visible representante estudiantil de la Universidad Nacional y miembro del Comité del Paro que agrupaba a las organizaciones que convocaban las protestas. “Llevamos años de gobiernos represivos, con un paradigma demasiado ortodoxo de la economía”, le decía Pedraza a este periódico en mayo, cuando la mecha del estallido social ya había prendido en Colombia. “Eso no nos ha hecho a las generaciones actuales la vida más fácil sino cada vez más y más difícil”.
Desde México el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador celebró la victoria de Boric como un triunfo de la democracia en América Latina. Pero la sintonía política no coincide necesariamente con el fenómeno de renovación que se dio en Chile. El presidente mexicano, un veterano dirigente de la izquierda, encarnó con su llegada al poder en 2018 una ruptura con el pasado que no supuso un relevo generacional en las filas del progresismo de ese país. Los principales aspirantes a sucederles son políticos con una dilatada trayectoria, de la alcaldesa de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, de 59 años, al canciller Marcelo Ebrard (62) o el senador Ricardo Monreal (61). Y la incapacidad del mandatario para comprender las reivindicaciones, por ejemplo, del movimiento feminista ha contribuido a agrandar la brecha con los más jóvenes.
Las figuras con más proyección en las nuevas generaciones de políticos no proceden precisamente de la militancia de izquierda, aunque tampoco se ubican claramente a la derecha del tablero. El alcalde de Monterrey, Luis Donaldo Colosio, hijo del excandidato presidencial del PRI asesinado en 1994, es uno de ellos. Samuel García, gobernador del Estado de Nuevo León, es otro de los nombres con más presencia, con un estilo más populista y un discurso regionalista que busca ser un contrapeso a López Obrador desde el norte de México. Ambos proceden de Movimiento Ciudadano una formación opositora que se propone ocupar el espacio de las fuerzas tradicionales -PRI, PAN y PRD- y convertirse en un símbolo de la nueva política.
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