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Señal de alerta

La plaza de Sant Jaume, en Barcelona, y sus alrededores han sido escenario de enfrentamientos.Quique Garcia / EFE

España se había librado hasta la fecha de episodios significativos de violencia en estos tensos meses de pandemia, pero los conatos que se han vivido en los últimos días en varias ciudades deben ser observados como una señal de alerta de máxima importancia. Recién empezado un estado de alarma que en principio durará seis meses, estos disturbios contienen una miscelánea de lemas que nos avisa del salto que pueden dar a la calle los mensajes tremendistas y mentirosos que proceden de la arena política. La brutal tensión que ha afectado a Estados Unidos en los últimos meses, y especialmente ahora en vísperas de unas trascendentales elecciones, es un recordatorio del daño enorme que provoca la política polarizadora. No es Donald Trump quien ha saqueado en los meses pasados o se ha armado en las últimas semanas en un clima creciente de crispación y hasta temor a un estallido violento, pero es su retórica incendiaria la que ha instigado la polarización, la confrontación, la definición del otro como enemigo y una atmósfera irrespirable que enfrenta a clases sociales, orígenes e ideologías. En un caldo de cultivo como es el malestar social y económico por la pandemia, es evidente que los mensajes tóxicos son gasolina en un fuego.

En España, algunos violentos claman consignas contra la “dictadura” de Pedro Sánchez y a favor de la “libertad”. Se trata de mensajes muy parecidos a los latiguillos habituales de Vox, que alienta las manifestaciones de protesta y luego culpa de los disturbios a los inmigrantes, como hizo en el caso de los altercados de Barcelona. El director de los Mossos d’Esquadra, Pere Ferrer, atribuyó sin embargo los desórdenes a infiltrados “de extrema derecha”. Vox debería controlar su retórica radical, porque las consecuencias de la misma son imprevisibles.

En otro plano, otros actores políticos también tienen importantes responsabilidades. El PP ha protagonizado en los últimos meses un discurso muy duro y no ha dudado en descalificar la presidencia de Sánchez como falta de legitimidad y en considerar algunas de sus medidas como propias de un régimen autoritario. Convendría contención. El presidente Sánchez, por su parte, debería extremar los esfuerzos para responder en el Parlamento a las inquietudes generalizadas, cosa que no ha hecho adecuadamente en la prórroga del estado de alarma.

El derecho de manifestación no puede cuestionarse. En un interesante fallo, el Constitucional alemán obligó en abril a las autoridades de Giessen, en Hesse, a dar marcha atrás en la prohibición de una protesta que creían dificultaba la lucha contra la pandemia. Las manifestaciones tendrán que adoptar las cautelas correspondientes a esta época, pero no deberían prohibirse. Que los afectados por los confinamientos manifiesten su descontento es comprensible. Que la ciudadanía pueda expresar su oposición en general es necesario en una sociedad democrática. Pero la violencia, obviamente, es inadmisible. En Barcelona, Madrid, Burgos y hasta una veintena de ciudades, grupos violentos de muy diverso tipo han quemado contenedores y mobiliario urbano y se han enfrentado a la Policía sin contemplaciones en las últimas noches.

En un clima de creciente inquietud social, lo ocurrido es una señal de alarma que debe poner en marcha la mayor firmeza contra la crispación gratuita.


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