Por Héctor Tajonar
Lord Acton se quedó corto. El aforismo “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente” sintetiza un complejo fenómeno político cuyas consecuencias suelen ser aun más graves de lo que expresa esa acertada frase convertida hoy en lugar común. El poder sin contrapesos es como una droga. Crea dependencia, devora a los autócratas nublando su capacidad de juicio, cancelando la autocrítica y exaltando el narcicismo autocomplaciente. Todo ello, claro, con efectos devastadores para naciones y gobernados.
En su tratado Dictators and Disciples from Caesar to Stalin, Gustav Bychowski muestra que los rasgos de personalidad de políticos autoritarios están influidos por factores sicológicos colectivos que favorecen el ascenso de la dictadura. En el proceso, los líderes infunden en las masas sus propios deseos e ideales, odios y resentimientos, como si tuvieran poderes hipnóticos sobre ellas. Después de estudiar a los dictadores desde la Roma antigua hasta el totalitarismo soviético, el historiador y sicólogo polaco concluye que los autócratas tienen tres características en común: un excesivo narcisismo, un odio agresivo y un deseo lujurioso por el poder.
En el contexto de la emergencia sanitaria, económica y social que asuela el mundo entero, la reflexión acerca del ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo en México durante la presente administración adquiere especial relevancia. Para ello son necesarias herramientas conceptuales y metodológicas multidisciplinarias: política comprada, sociología de la comunicación de masas, psicología de la personalidad autoritaria, economía, derecho, historia y filosofía política. Lo que sigue es una síntesis muy apretada de una investigación en curso.
A pesar de la aguda polarización ocasionada por la campaña y el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, existe consenso entre sus defensores y críticos respecto a una percepción generalizada: el poder del progenitor de la bautizada Cuarta Transformación es igual o mayor al ejercido por sus antecesores incluso durante el apogeo del autoritarismo presidencial. Ese ha sido uno de los propósitos centrales de su gobierno y el haberlo logrado le produce una inmensa satisfacción que se trasluce todas las mañanas durante sus conferencias de prensa.
La confirmación cotidiana de ser él el único y supremo mandamás del país le infunde un placer inconmensurable. Pero ello no basta, es necesario ejercerlo y hacerlo sentir para que a nadie se le olvide el axioma fundacional de la 4T. Ello incluye romper el equilibrio de poderes y minimizar a las instituciones autónomas, suprimir aeropuertos e imponer proyectos faraónicos de dudosa viabilidad financiera, arremeter contra sus críticos e intimidar a adversarios, someter a empresarios y, sobre todo, tener en sus manos las llaves de la procuración e impartición de justicia. Determinar a quién se le aplica la ley a secas y quién merece ser cubierto con el manto de la impunidad es la mejor arma para intimidar al más pintado. Que nadie dude quién manda aquí y muchos menos ose retar dicha supremacía.
Cuando se llega a tener tal dominio se suele olvidar que la insensatez es hija del poder. En La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya hasta Vietnam, Bárbara Tuchman muestra cómo el poder político excesivo ha generado locura a lo largo de la historia. “El poder de mando impide pensar que la responsabilidad de dicho poder se desvanece conforme aumenta su ejercicio”. Es claro que la mayor responsabilidad de quien ejerce la autoridad es gobernar de la mejor manera posible en interés del Estado y los ciudadanos. Ello requiere mantener la mente y el juicio abiertos para evitar caer en “el insidioso encanto de la estupidez”. Es preciso estar alerta, darse cuenta de que una determinada política puede perjudicar en vez de servir a la sociedad e incluso al propio interés. Tener la suficiente seguridad en sí mismo para reconocerlo y la necesaria prudencia para cambiar las decisiones equivocadas constituye “el summum del arte de gobernar”, concluye la historiadora estadounidense. Sabia visión.
Ante la crisis económica y social que se vislumbra como consecuencia de la pandemia del Covid 19, la polarización política es el mayor obstáculo para acometer con visión de Estado y eficacia el más grave reto que haya padecido el mundo y México desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hoy más que nunca la sensatez debe ser el imperativo primordial del gobierno y de la sociedad en su conjunto. En lugar de agudizar la división, es responsabilidad del Presidente convocar a todos los mexicanos a un gran acuerdo nacional para enfrentar este enorme desafío con la mayor fortaleza posible.
Como a todos los habitantes del planeta, el virus maligno tomó por sorpresa al mandatario que vio en él una amenaza a la viabilidad de la 4T así como a su propio liderazgo. Ello explica que haya tratado de minimizar los riesgos de la pandemia así como sus efectos socioeconómicos y que haya hecho todo lo posible para tratar de aprovechar la desventura en beneficio de su proyecto y su dominio políticos. Es ineludible aceptar que continuar por esa línea de pensamiento y acción tendría consecuencias nefastas para el país además de echar por tierra su propósito de pasar a la historia como un buen presidente de México.
El informe presentado el domingo 5 de abril en la soledad de Palacio Nacional demostró que el mandatario aún no era consciente de la gravedad de la coyuntura actual ni de la adversidad que se avecina. Su discurso careció de una visión integral del problema, en lugar de soluciones de fondo nos espetó un optimismo miope plagado de inexactitudes y autoelogios. Demagógica y obsoleta, la oratoria presidencial provocó desconcierto, decepción e indignación en amplios sectores de la ciudadanía, incluso entre sus correligionarios. En los comentarios posteriores al informe en la transmisión especial de Aristegui Noticias, la diputada de Morena Tatiana Clouthier puso el dedo en la llaga al destacar una de las grandes omisiones del soliloquio presidencial: “El gobierno federal debe apuntalar a la clase media que es el principal sector social que sostiene la economía”, declaró la ex vocera de la campaña de AMLO.
Por supuesto la polarización no se hizo esperar. En la mesa política del lunes en el noticiero de Carmen Aristegui se expresaron dos posturas antagónicas acera del tema. Lorenzo Meyer salió en defensa de López Obrador y Denise Dresser respondió con una crítica contundente al discurso presidencial. A quien no lo haya escuchado le recomiendo que lo haga, es un documento muy importante por la calidad de los dos analistas y de sus argumentos, en un momento crítico del país que demanda la expresión sin cortapisas de los diversos puntos de vista sobre el presente y el futuro inmediato de México, tal como lo ha hecho Carmen en su noticiero.
La teleconferencia organizada por el Consejo Coordinador Empresarial, presidido por Carlos Salazar Lomelin, el mismo lunes 6 con la participación de los doce organismos que lo integran no tiene precedente en el país y pienso que marcará un hito no sólo en las relaciones entre el sector empresarial y el gobierno sino en la presencia de la sociedad civil en el proceso de toma de decisiones que le atañen en el contexto de la 4T, del supuesto “cambio de régimen” y de las consultas patito. Las propuestas del sector empresarial deben ser escuchadas discutidas y, en su caso, atendidas en un clima de respeto, colaboración y responsabilidad compartida. El monólogo autoritario debe dar paso a la conciliación razonada. De ello depende la recuperación y el crecimiento de la economía, la creación de empleos, así como el bienestar y la estabilidad social.
En este momento de emergencia nacional nadie debe pensar en obtener un beneficio personal -sea empresarial o político- a costa del bien común como ha ocurrido en otras situaciones de crisis. Obviamente nada justifica otro Fobaproa, pero tampoco puede utilizarse ese argumento falaz para dejar de apoyar a las pequeñas y medianas empresas (PYMES), que aportan el 42% del PIB y generan el 78% del empleo en el país. También resulta inadmisible que quince grandes empresas tengan adeudos fiscales por un monto total del 50 mil millones de pesos, según datos del SAT dados a conocer por el Presidente.
Para evitar ser víctima del exceso de su propio poder, el presidente López Obrador tiene la oportunidad de convertirse en un verdadero estadista que piense en la futuras generaciones en lugar de las próximas elecciones. Pero acaso para ello tenga que “vencerse a sí mismo¨ (Lao Tsé) en lugar de pensar en derrotar, someter o ignorar a sus interlocutores.
Aún es tiempo de rectificar.
El jefe del Estado mexicano tiene ante sí el mayor dilema ético y político que haya enfrentado en su vida pública: optar por la sensatez o privilegiar la lujuria del poder.
*La opinión aquí vertida es responsabilidad de quien firma y no necesariamente representa la postura editorial de Aristegui Noticias.