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“Si a los niños se les explica bien y de forma adaptada son los que mejor cumplen las normas”


La rabia es una emoción de defensa fundamental para la adaptación. Como el resto de emociones, son básicas para nuestra supervivencia, puesto que nos aportan una información útil. El problema viene cuando la rabia, o cualquier otra emoción, tienen una intensidad, duración o frecuencia por encima de lo que consideramos normal. Esto hace que la persona no esté adaptada en sus diferentes contextos y sufra excesivamente. En estas situaciones, decimos que la emoción se convierte en disfuncional.

Posiblemente una de las emociones que más sufrimiento conllevan y que peor gestionamos los padres y los maestros sea la rabia. De hecho, es uno de los motivos de consulta más frecuentes en centros de psicología infantil. En ocasiones, somos los propios padres los que pretendemos y exigimos a nuestros hijos que controlen y gestionen sus modales, su mal humor, su impulsividad y la manera de hacer determinadas cosas. En definitiva, tenemos la expectativa de que sean nuestros hijos quienes calmen su propia rabia (total, ellos se la provocan, ellos tendrán que dar con la solución, ¿no?). Nada más lejos de la realidad, señores.

Cuando un niño (o un adulto) siente rabia se activan sus amígdalas cerebrales, sede cerebral de las emociones de defensa. Estas amígdalas, que nada tienen que ver con las amígdalas que nos han extirpado a la mayoría de nosotros de pequeños, su ubican en el sistema límbico, también conocido metafóricamente como cerebro emocional. Esta estructura cerebral tiene tres características: involuntaria, automática e inconsciente. Esto hace que esta parte del cerebro reaccione en vez de responder, de lo que se desprende que el niño no tiene ningún control sobre la emoción en cuestión. No hay nada que podamos hacer para evitar que un niño pequeño o un adolescente sientan rabia ante determinada situación. Lo que sí que podemos (y debemos) hacer es ayudar y enseñar a nuestros hijos a que vayan desarrollando su corteza prefrontal para que, el día de mañana, puedan tener mayor control sobre la conducta asociada a la emoción, aunque no sobre la emoción en sí. Me explico.

El objetivo es que, con el paso de los años y las diferentes experiencias, nuestros hijos puedan controlar la conducta de querer agredir pero no las ganas de querer hacerlo, ya que la emoción y el impulso no se pueden eliminar, pero sí que podemos educar la capacidad para ser conscientes de nuestras emociones e impulsos para frenarlos. Consiste en enseñar a nuestros hijos a que filtren y anticipen las consecuencias de sus actos, pero esto solo se puede hacer desde una corteza prefrontal suficientemente desarrollada. Los padres, los maestros y los profesionales debemos hacer un esfuerzo para diferenciar entre la emoción de rabia y la conducta asociada a la rabia. El enfado, la rabia y la frustración son legítimas siempre, pero empujar, insultar, faltar al respeto y vulnerar los derechos de los demás no es legítimo ni admisible. No es lo mismo comprender que justificar: Juan, comprendo que estés muy enfadado (emoción) pero eso no te da ningún derecho a empujar a tu hermano (conducta).

El objetivo es que, con el paso de los años y las diferentes experiencias, nuestros hijos puedan controlar la conducta de querer agredir pero no las ganas de querer hacerlo

Por este motivo, creo que conviene que diferenciemos y expliquemos a nuestros hijos que no es lo mismo la emoción que la conducta asociada a la emoción. No es necesario que enseñemos a nuestros hijos a poner cara de enfado ni aumentar el ritmo cardiaco cada vez que sientan rabia, pues es algo que viene de serie en nuestra genética. En cambio, el control y la regulación de la rabia son algo que se aprende y, por lo tanto, debemos enseñar.

Son muchas las situaciones que nos pueden provocar rabia, pero las podemos agrupar en tres grandes grupos:

1. Cuando sentimos que algo es injusto porque se han vulnerado nuestros derechos o los de otras personas

2. Cuando no hemos alcanzado una meta u objetivo, bien porque no teníamos los recursos para lograrlo o bien porque alguien o algo nos lo ha impedido

3. Cuando algunas de nuestras necesidades básicas no están siendo cubiertas (hambre, sed, cansancio, etcétera).. Ante estas situaciones, tanto niños como adultos activamos de manera inconsciente las amígdalas cerebrales, lo que es señal de que nos sentimos rabiosos.

Ahora bien, ¿qué ocurre en el cuerpo y en el cerebro de un niño que está sintiendo rabia o está en plena rabieta mientras estamos haciendo la compra en el supermercado? Aumenta la frecuencia cardiaca y la tensión muscular, se activa el tren superior del cuerpo porque nos estamos preparando para atacar. Todas las emociones tienen una dirección muy clara y definida en nuestro ADN. En el caso de la rabia nos prepara para la acción: nos defendemos atacando. Por esta razón decíamos antes que la rabia es tremendamente eficaz y funcional, pero en “dosis altas” puede ser muy perjudicial y desadaptativa. El miedo también nos prepara para la acción, pero no para atacar sino para huir. En cambio, la tristeza, otra emoción de defensa, nos invita a desactivarnos para reflexionar y asumir la pérdida.

Cuando un niño pequeño (o no tan pequeño) siente rabia de una manera muy intensa, pongamos un ocho o un nueve sobre diez, las amígdalas cerebrales se hiperactivan y comienzan a liberar adrenalina y cortisol. El responsable de que tengamos ganas de agredir y luchar cuando sentimos rabia es la adrenalina, mientras que el cortisol, más conocido como la hormona del estrés, nos impide pensar, razonar y tomar decisiones. ¿Os resulta familiar que vuestros hijos en plena rabieta no son capaces de escuchar, atender, razonar y dominar su emoción? Los responsables de esto son la adrenalina y el cortisol. ¿Qué podemos hacer para ir disminuyendo, poco a poco, estos niveles tan elevados de adrenalina y cortisol? Lo mejor que podemos hacer es:

Mientras dure la rabieta:

  • Permitir y legitimar la emoción de rabia.
  • Recordar que el menor no tiene el control sobre su emoción ni sobre su conducta.
  • Aunque te gustaría que expresa la rabia de otra manera, es la mejor (¿y única?) manera que tiene de decirte que se siente rabioso.
  • Si quiere y se deja, abrázale.
  • A veces, lo único que podemos hacer es esperar (ya es mucho).
  • Asegúrate de que no se pueda hacer daño con nada ni que pueda herir a nadie.
  • En definitiva, acompaña.

Después de la rabieta:

  • Sigue mostrándote cariñoso.
  • No te lo tomes como algo personal.
  • Etiquétale o nómbrale la emoción que ha experimentado.
  • Puedes señalarle y criticarle su conducta inapropiada, pero nunca su emoción.
  • Trata de ejercer de su corteza prefrontal (piensa por él y pon orden en su cerebro).
  • Conecta su cerebro pensante con su cerebro emocional.
  • Llegad a acuerdos sobre qué cosas se pueden hacer si en un futuro vuelve a ocurrir lo mismo o algo similar.
  • Refuérzale que ya tiene el control sobre su conducta, antes no lo tenía.
  • Dale una narrativa adecuada y que le empodere sobre lo ocurrido.

Si llevamos a cabo estas sencillas pautas ante la rabia que está experimentando nuestro hijo, no solo conseguiremos reducir los niveles de adrenalina y cortisol en el cerebro, sino que aumentaremos los niveles de oxitocina. Solo cuando unos bajen y otros suban alcanzaremos el equilibrio y el niño o la niña dejará de ser una emoción andante para volver a ser Juan, María o Julia. Ha estado durante unos minutos, quizá durante un par de horas, secuestrado por las amígdalas cerebrales. Lo positivo de todo esto es que una buena parte de la resolución de la rabieta depende de nosotros, los adultos. Si les miramos incondicionalmente y les aportamos calma, la vuelta a la normalidad estará más cerca. Solo podemos tranquilizar desde nuestra propia calma. Los estudios llegan a la conclusión de que cuando el adulto es capaz de tratar con cariño y amor a su hijo, ya sea este un recién nacido o un adolescente rebelde, se reducen los niveles de cortisol provocados por la rabia. Las caricias, los abrazos y la mirada incondicional de los padres o los profesores de este niño enrabietado aumentan los niveles de oxitocina, más conocida como la hormona del amor.

El lado positivo de las rabietas, porque tienen lado positivo, es que si somos capaces de encauzarlas y gestionarlas bien, aportan un gran aprendizaje a nuestros cachorros

Las rabietas pueden ser muy frecuentes en nuestros hijos entre los dos y cinco años aproximadamente. Desde luego que hay niños que tienen más rabietas y otros tienen menos, así como que pueden ser más frecuentes debido a factores externos (nacimiento de un hermanito, cambio de colegio o domicilio, necesidades no cubiertas, falta de límites, no ser visto, etcétera).. Ahora bien, seamos conscientes de que es una etapa normal en el desarrollo evolutivo de los niños. Todos los niños pasan por ahí, con mayor intensidad o duración o con menor, pero todos pasan. El lado positivo de las rabietas, porque tienen lado positivo, es que si somos capaces de encauzarlas y gestionarlas bien, aportan un gran aprendizaje a nuestros cachorros. Uno de estos aprendizajes es que son imprescindibles para que se den cuenta de que no todo es posible en esta vida, les ayuda a aumentar su tolerancia a la frustración y fomentan el apego seguro. No hay adulto con un estilo de apego seguro que de niño no haya pasado por esta fase.

La clave está en que estos padres supieron gestionar adecuadamente estas rabietas, mirando a sus hijos de manera incondicional, respetando y legitimando su rabia, acompañándoles en esos difíciles momentos, etcétera. Una vez transcurrida la tempestad, no criticaron la conducta, sino que les ayudaron a integrar y entender lo ocurrido, de tal manera que unían sus cerebros calientes (emocionales e instintivos) con sus cerebros fríos (racionales y ejecutivos). En conclusión, dejad que vuestros hijos muestren la rabia de la única manera que saben, a través de las rabietas, porque, a pesar de que a nosotros nos incomoden y nos parezcan absurdas e innecesarias, si las gestionamos bien ayudarán a construir en ellos un apego seguro. ¡Benditas rabietas! 😉

Rafa Guerrero es psicólogo y doctor en Educación. Director de Darwin Psicólogos. Miembro de la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia. Autor de los libros “Educación emocional y apego. Pautas prácticas para gestionar las emociones en casa y en el aula” (2018), “Cuentos para el desarrollo emocional desde la teoría del apego” (2019), “Cómo estimular el cerebro del niño” (2020) y “Educar en el vínculo” (2020).

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