Una pulsera controla el tiempo que un operario en un almacén de Amazon tarda en localizar un paquete y alerta si es más de lo esperado. Un algoritmo decide las subidas de sueldo en Google. Departamentos de atención al cliente analizan la voz del teleoperador para conocer su estado de ánimo: venden más los comerciales felices. Sensores, girómetros, tarjetas de identificación, cámaras, apps corporativas o herramientas que monitorizan nuestros ordenadores y móviles han convertido el trabajo en el epicentro de eso que Shoshana Zuboff llama el “capitalismo de vigilancia”.
Empleados convertidos en una cantidad ingente de datos. Nada importan esas variables “no numerables” que para Deleuze y Guattari eran el patrimonio de las minorías y los diferentes. El trabajador no es sustituido por un robot, es convertido en uno. El espacio de trabajo es el nuevo panóptico de Foucault y se extiende hasta el salón de nuestras casas gracias a la magia del teletrabajo. Pero esas mismas herramientas que hoy su jefe utiliza para controlarle puede que mañana le dejen sin empleo.
Explicaba el antropólogo David Graeber en su brillante Bullshit jobs (que podríamos traducir como trabajos de postureo para evitar nombres más escatológicos) el enorme crecimiento de puestos de trabajo que no sirven para absolutamente nada. Incluye aquí Graeber a coaches, asesores aduladores, solucionadores de problemas que ellos mismos crean y, cómo no, jefes que gestionan a gente que no necesita ser gestionada. Si la tecnología es capaz de medir el trabajo, repartirlo, optimizarlo y agregarlo, ¿quién necesita un jefe?.
Como cantaba Facundo Cabral, “Pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo”. Claro que ese algoritmo que sustituirá a tu jefe también tendrá uno y probablemente peor que el tuyo. ¿Quién vigila al que vigila? ¿Quién manda a ese algoritmo que te manda?
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