Tenían a los mejores talentos cómicos de Estados Unidos, tanto en la sala de guionistas como ante las cámaras; su bandera y presentador era Dana Carvey, una de las caras más populares y queridas de la tele, y les habían programado en el prime time de la cadena en abierto más vista de Estados Unidos, que les dio carta blanca. Habría que remontarse a Orson Welles y al contrato que firmó con RKO para filmar Ciudadano Kane para encontrar otro ejemplo de confianza tan rotunda de la industria del entretenimiento con el talento de alguien. Y, sin embargo, The Dana Carvey Show solo aguantó siete programas en antena en 1996. El octavo se grabó, pero ni siquiera se emitió, rematando uno de los fracasos más sonados de la historia de la tele.
Lo cuentan los protagonistas del fiasco en Too Funny To Fail (en Filmin hasta fin de mes, dentro del festival Serializados): en los primeros cinco minutos del primer programa perdieron seis millones de espectadores. Prácticamente todo el mundo apagó la tele, asqueado. El primer sketch mostraba a Bill Clinton con ocho pechos amamantando un muñeco y media docena de perros y gatos.
No importa lo geniales que fueran: el mejor de los chistes explota como una bomba nuclear si cae en el sitio incorrecto. Hay una consigna de la tele en abierto que dice “know your audience!”, conoce a tu audiencia. Estos chicos no solo no la conocían, sino que ni siquiera se habían parado a pensar que había una audiencia al otro lado.
A la larga, su fracaso fue providencial y pedagógico, pues abrió nuevas posibilidades a un público adocenado y asustadizo, y todos los cómicos que participaron tuvieron carreras impresionantes que cambiaron la tele. Pero en 1996 demostró que los límites del humor los imponía un padre de familia con su mando a distancia.
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