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Símbolos y raspas de pescado

El presidente de EE UU, en una imagen de archivo.CARLOS BARRIA / Reuters

Si las primeras semanas de Donald Trump en la Casa Blanca dieron numerosas muestras de ser caóticas, las últimas se están demostrando sombrías y peligrosas. En un contexto de irresponsable erosión de las instituciones democráticas con falsas acusaciones, de polémicas decisiones en política exterior y de violencia política fruto natural de años de retórica polarizadora, se suma la decisión, sin antecedentes en la historia reciente, de llevar a cabo ejecuciones durante el periodo de transición tras la derrota electoral y antes de que tome posesión Joe Biden. Trump rompe así una larga tradición, después de haber acabado en julio con la moratoria que se mantuvo durante 17 años a las ejecuciones de presos condenados a muerte en el circuito federal —que no depende de los Estados—.

La semana pasada, en apenas dos días, dos hombres fueron ejecutados. El jueves, Brandon Bernard, de 40 años, el preso más joven al que la justicia federal ha aplicado la pena de muerte en las últimas siete décadas, recibió una inyección letal. Al día siguiente, Alfred Bourgeois, de 56, murió por el mismo procedimiento. Un tercer preso fue ejecutado en noviembre; y otras tres sentencias de muerte emitidas por tribunales federales deberían llevarse a cabo antes del 20 de enero. De ser así, Trump se convertirá en el presidente que más condenas a muerte ha permitido en más de un siglo y lo habrá hecho en 13 casos desde julio de este año.

Se trata de una verdadera tragedia por muchas razones. La primera, la inhumanidad de un castigo ampliamente restringido, cuando no completamente abolido, en la mayor parte de las democracias del mundo. Pero además rompe una tendencia de descenso de aplicación en EE UU de la pena capital que ha durado 18 años. En la actualidad, unas 2.500 personas aguardan en el llamado corredor de la muerte de las cárceles estadounidenses. De ellas, medio centenar lo hace en prisiones federales. En las prisiones estatales el gobernador puede conmutar hasta el último segundo la ejecución como medida de gracia, pero en las federales este privilegio le corresponde al presidente. Trump no solo no lo ha ejercido, sino que ha consentido que las penas de muerte se ejecuten sabiendo que el electorado ya ha elegido a otro presidente que —tras haber sido durante largo tiempo partidario de la pena de muerte— es ahora contrario a la condena capital.

No puede extrañar esta actitud del mandatario. Coherente con su política de tierra quemada, Trump está causando todo el daño posible a las instituciones y a la convivencia en EE UU, donde se están produciendo episodios de violencia política —como los enfrentamientos del sábado por la noche en Washington— inauditos. Pero mientras las instituciones y la convivencia pueden restaurarse, las vidas de los ejecutados son insustituibles.


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