Egan Bernal son mil caras y un solo cuerpo, un solo corazón. Mil ciclistas y una cabeza, lúcida e inteligente. Y una maglia rosa del Giro de Italia que parece complicado que no llegue sobre su cuerpo a la meta de Milán el domingo por la tarde.
Pasado el trago de Alpe di Mera, a falta de dos días –tres montañas en las alturas que le gustan, a más de 2.000m, y una contrarreloj de 30 kilómetros–, el único colombiano que ha ganado el Tour aventaja en la general en 2m 25s al segundo, el siciliano Damiano Caruso, que se agarra, que se agarra, y en 2m 49s, al tercero, al Simon Yates que siempre que ataca hace daño al colombiano y que alcanzó el viernes uno de sus objetivos, ganar una etapa.
Más información
Vuela Simon Yates, gaseoso como un alcotán el aguilucho de Bury, Manchester, y del United, en las montañas soleadas y los pastos de ganado, las cabañas de vaqueros, sobre Trento, el miércoles, y Bernal, el adolescente impulsivo que se niega a quedarse atrás, le salta a la rueda con ganas de morderle y acaba reventado en dos pedaladas. Ataca de nuevo el viernes Yates, el esperado, en la montaña que da sombra a las plácidas aguas del Lago Mayor, donde los veleros, los paisajes de tarjeta postal y los palacetes de aristócratas del pasado, nuevos ricos del ahora, y Egan, el mismo Egan, el niño maravilla de Zipaquirá que aún no ha cumplido los 25 años, ni se inmuta. Es otro. Ya no es el ciclista que duda porque le hacen dudar, y el cuerpo le duele, que borra las incógnitas que le acongojan ganando feliz en el Campo Felice de los Abruzos. Ya no es el chaval juvenil que se divierte haciendo abanicos en la montaña un día de lluvia y frío camino de Ascoli Piceno en compañía de su osito preferido, el gigante Pippo Ganna, tan achuchable como duro. Ya no es el niño que se divierte en la bicicleta picándose con los colegas, con el otro niño del pelotón entonces, con Remco Evenepoel, a quien le disputa una volante como si le fuera la vida en ello.
Tampoco es el Egan sentimental, a lo Julian Alaphilippe, que pierde varios segundos el día de su mejor triunfo, en la lujosa y olímpica Cortina d’Ampezzo, porque quiere salir guapo en la foto de la victoria, quiere salir de rosa porque nunca ha ganado con el jersey del líder, y para eso tiene que quitarse el chubasquero negro de invierno que le ha calentado en la heladora ascensión al Giau (y ese día, el lunes pasado, entre la niebla y el aguanieve a más de 2.000m que odia, Yates, el inglés que ama el sol, pierde 2m 47s y pierde el Giro).
Ya no es siquiera la pura emoción, la rabia, el apetito devorador de comerse los recuerdos de un año triste, y es Bernard Hinault en Montalcino, agresivo, destructor, romántico: hay que destruir para construir.
No es nada de eso y es, quizás, más Egan que nunca, más ciclista. “Quizás he hecho el Giro al revés”, dice. “Mi idea era empezar flojo, incluso perder tiempo, para terminar ganándolo. Y casi sin querer, la adrenalina, la emoción, empecé atacando y ahora estoy defendiendo”. Egan es, ya tan cerca de Milán, Miguel Indurain, el impasible. Frío, calculador, alérgico a las emociones. Lo es desde el golpe que recibió el miércoles. El jueves comió muy bien, recargó carbohidratos. Cumplió al milímetro con todos los protocolos de recuperación, como el Indurain en los calurosos Tour solo bebía agua del tiempo, para que no se le enfriara la garganta, e iba siempre en manga larga, para que los aires acondicionados no le resfriaran.
Vuela Yates en busca de la victoria de etapa, por lo menos, y Egan no mira sino que escucha. Le habla por el pinganillo Jonathan Castroviejo, su fiel capitán de ruta, el ciclista que acompañó a Nairo en sus victorias en el Giro y en la Vuelta, el mismo que acompañó y guió a Egan en su Tour victorioso, y con él sigue en el Giro. “No ha sido tan fácil no reaccionar al ataque de Yates”, explica el líder del Giro, “pero tengo un compañero con tanta experiencia como Castroviejo que me ha dicho que tranquilo, que él marcaba el ritmo, que no me inmutara, que no me equivocara como en la Sega di Ala, cuando reventé saltándole a Yates, que no me asustara, que Yates cogería rápido 20s, 30s de ventaja, pero que no iría a más. Ahí se estabilizará. Y como yates está más fuerte que yo no podía hacer otra cosa”.
Quedan poco más de seis kilómetros de ascensión. A siete del final, había atacado Almeida, el portugués que no parará hasta ganar una etapa, aunque sea la contrarreloj. Quinientos metros más tarde saltó Yates, tan pimpante como siempre, tan fácil, con la pedalada tan ligera que parece que no cuesta, y en un kilómetros ya sacaba 20s a Egan, quien, protegido por Castroviejo, aguanta la tormenta, y los movimientos de todos los que le rodean, Carthy, Vlasov, Caruso que quiere proteger su segundo puesto. Dos kilómetros más adelante, alcanza Yates los 30s previstos. Castroviejo deja su puesto a Dani Martínez a quien rápidamente aparta Egan para solo, de rosa brillante, irse él a por Yates. Y por un momento parece que el Egan helador se derretirá y sucumbirá al deseo, a la emoción, al ansia de convertir el final en un duelo, de alcanzar a Yates y ganar él la etapa. “Pero no, pero no. Pensé, pensé. Levanté un poco el pie. No quise ir a tope”, dice el colombiano. “Calculé: mejor perder hoy 30s que llegar a la contrarreloj del domingo con menos fuerzas”.
Habla Egan como un ganador desconfiado. Habla Yates como un derrotado acabado. “Uff, me saca mucho tiempo Egan para pensar en ganar el Giro”, dice el inglés que ganó la Vuelta del 18 después de perder ante Froome un Giro que dominó a lo grande, con 13 días de rosa y tres victorias de etapa. “Quizás terminar segundo y ganar una etapa sea a todo a lo que pueda aspirar”. Y, por supuesto, nadie se fía. Todos los campeones tienen mil caras.
Puedes seguir a EL PAÍS DEPORTES en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.