Tony Soprano no quería ser Tony Soprano. No el Tony Soprano que le gustaría a James Gandolfini, el actor que inmortalizó uno de los personajes más legendarios de la ficción. David Chase, creador de Los Soprano, peleó con él durante todo el rodaje para tratar de modelar, entre los dos, la figura brutal del capo de Nueva Jersey (EE UU) donde se sitúa la acción de la serie. “Jim”, dice Chase en The Soprano Sessions a los críticos Alan Sepinwall y Matt Zoller Seitz del The Star-Ledger, el periódico real que Tony recoge cada mañana, con la bata abierta y en camiseta de asas, en su jardín, “rechazaba las ideas de mis historias todo el rato”. ¿Por qué? El debate es interesante: por la brutalidad de su personaje. Por la brutalidad concretamente contra las mujeres, el estrangulamiento a medias de su madre o la violencia contra su amante. “Esa escena nos llevó todo el día porque no quería hacerla; no sabemos cómo es recoger a una mujer y tirarla: quiero decir, espero que no lo sepas. Y él no quería que lo vieran de esa manera, no quería experimentarlo. Tienes que ser creíble, y en realidad tiene que hacerlo”, explica Chase.
Ese conflicto de Gandolfini con su personaje movió la serie hacia delante. En muchas escenas consiguió emplear la violencia de forma menos brutal y sin embargo más terrible, como cuando Chris Moltisanti le cuenta sus sueños de Hollywood porque, si escribiera su vida en forma de guion, valdría mucho dinero. Tony debería darle una bofetada y decir algo así como: “¿Conoces a muchos mafiosos que se hayan metido a guionistas de la vida de sus amigos?”. Lo que hizo en contra del guion, cuenta Chase, fue levantarlo del suelo cogiéndole de la pechera. Como un animal salvaje. “Daba miedo, mucho más miedo que si le hubiera arreado un bofetón”.
The Soprano Sessions fue un libro best seller mundial que escribieron al alimón Sepinwall y Zoller Seitz, críticos de tele a finales de los noventa (“éramos molestos y pretenciosos”), cuando se dieron cuenta, tras innumerables visionados y estudios sobre la obra, de que sus conversaciones casi siempre giraban sobre las mismas referencias del universo Soprano. De ese libro ha salido un documental de tres capítulos —disponible en Filmin hasta el 30 de octubre— que no le hace justicia al libro (algo esperado), a la serie (más esperado) pero tampoco al espectador que no haya visto las siete temporadas de Los Soprano en el último año. Es decir: es café para muy cafeteros.
A palo seco, sin imágenes de la serie, el primer capítulo consta de una conversación entre Sepinwall y Zoller Seitz salpicado de anécdotas en un escenario emblemático, el Holsten’s. Un restaurante de Nueva Jersey plagado de fotos de Los Soprano porque, entre otras razones, es el lugar en que la familia se dispone a cenar cuando alguien entra, giran la cabeza para ver quién es, y la serie da carpetazo a siete temporadas históricas sin saber qué pasa. Muchos fans montaron la de San Quintín, claro.
Hace poco a David Chase se le escapó que era la escena de la muerte de Tony, si bien la duda sigue en el aire. “Cuando emitieron el capítulo”, dice Zoller Seitz en el documental apretándose unos aros de cebolla, “primero me reí por la valentía de hacer algo así, una jugada propia de Chase. Y después me convencí de que era un final brillante. Trata de la paranoia. [Chase] Intenta ponerte en la cabeza de Tony Soprano para que entiendas cómo es ser un jefe de la mafia y la presión de sentir que en cualquier momento te pueden matar. ¡Pero no es eso!”. Porque una de las “miles de veces” que vieron la serie para escribir el libro, evidenciaron que Tony Soprano no está preocupado, sino pasándolo bien en Holsten’s. Y que el montaje está hecho para ponernos paranoicos a los espectadores, no a Tony, que ya no tiene enemigos: los liquidó a todos.
Nostalgia irreparable
La segunda parte de The Soprano Sessions es una entrevista de los autores a David Chase muchísimo peor que las incluidas en el libro (“¿qué le parece que la gente se acuerde de Los Soprano?”, “¿qué se siente al saber que a Mick Jagger le gusta su serie?”). La última parte de The Soprano Sessions sienta a la mesa a comer pasta a Vincent Pastore (Sal Big Pussy Bonpensieri), Vincent Curatola (Johnny Sack), Federico Castelluccio (Furio) y Arthur J. Nascarella (Carlo Gervasi) para desmenuzar curiosas historias del rodaje y la personalidad, sobre todo, de Gandolfini y Chase. “No lo conocía de nada”, reconoce Castelluccio; “fui para un capítulo”, dice Curatola; “los ensayos de guion todos ahí sentados es un ejercicio de vanidad para los guionistas, no hacen falta en absoluto”, resuelve también Curatola. Hay un aire en el documental a nostalgia irreparable, el daño de los recuerdos en los que uno se queda a vivir sin ser capaz de que su cuerpo se ralentice como su cabeza.
David Chase lo resume de la mejor manera en boca de Tony Soprano, palabras que cita en el documental: “Siento que he llegado cuando todo ya ha acabado”. Y cita la decadencia del imperio americano en el siglo XXI, cita las cosas que empezaban a ir mal para Estados Unidos en el siglo XX. Llegó el 11-S (“la gente notó que a partir de ahí la serie se volvió más oscura”) y Chase, que creció con pánico a la III Guerra Mundial, vio llegar la guerra de Afganistán y de Irak, y recordó el papelón de Vietnam, y sintió que Estados Unidos acabaría tarde y temprano en manos del extremismo de Trump.
Todo, por una serie monumental que tuvo la idea de que Steve Van Zandt fuese Tony Soprano porque la serie, de este modo, sería una especie de Los Simpson sin dibujos. Pero no. No porque cuando Gandolfini llegó al rodaje, paradójicamente, no quiso ser tan brutal pero era el paradigma del tipo violento y despreciable con el que uno, inquietantemente, podía empatizar en muchos momentos. “Procurábamos que no se olvidase la gente de quién era, por eso era tan violenta”, dijo Chase en referencia a las quejas por la muchísima violencia en alguna de las temporadas. No, también, porque el sublime punto de partida (jefe de la mafia, devoto de la omertà, necesita sesiones de psiquiatría tras una crisis de ansiedad porque los patos de su piscina han volado y, más allá, la relación con su madre es puramente freudiana) ofrecía tantas posibilidades que el fallecido Gandolfini (murió a los 51 años) le dio tal relieve al personaje que Los Soprano no podía limitarse a una serie de episodios, sino a desarrollar una trama legendaria que abordase el gran asunto de la humanidad desde su creación: el mal, quién lo inventó y por qué se disfraza tan bien que nadie cree ser malo. Y, más profundamente, estén vivos o muertos, la relación de un ser humano con sus padres: por qué quererlos, y por qué querer matarlos.
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