Sin Messi en sus filas y con Xavi en el banquillo, el Barça aplastó al Madrid. Y lo hizo en el escenario perfecto. Aunque el ojo televisivo determine sus modelos de economía y arbitraje, el latido esencial del fútbol se escucha en los estadios abarrotados, no en el paisaje desierto que la pandemia decidió. No significa lo mismo este resultado en el Bernabéu que en Valdebebas. Esta diferente percepción agrega un enorme contenido a la victoria del Barça y al papel de Xavi en la crecida del equipo. Venció el Barça y triunfó Xavi.
La fecha coincidió exactamente con el cuarto mes de Xavi al frente del Barcelona. En pocas ocasiones, el fútbol ha depositado un peso tan bestial sobre un entrenador, cargo que se le quedaba corto para el trabajo que le correspondía desempeñar. Hundido en la clasificación, la economía del club en cueros y su gente desmoralizada, el Barça quedó en manos de un mito como jugador, sin experiencia alguna como técnico en el fútbol europeo.
En aquellos días de noviembre y durante al menos tres meses, Xavi ofició de entrenador, escudo defensivo del presidente y portavoz institucional. Un paso por detrás, el abismo. Ya no estaba Messi, que recabó toda la atención en los momentos mágicos del Barça y concentró después las críticas en el colapso del equipo. Este paraguas formidable se marchó a París, donde tampoco escampa.
A Xavi le correspondió la tarea de cargar sobre sus espaldas un club gigantesco, pero en ruinas. Tampoco le convenía la instantánea comparación con Guardiola, el mito que ha empequeñecido a todos sus sucesores. Guardiola, que también pechó como líder y portavoz oficioso del club después de la fallida moción de censura contra Laporta, ganó seis títulos en su primera temporada, sin experiencia previa en Primera División. Su impacto fue radical en el Barça y en el planeta fútbol, pero su obra comenzó sobre una base bastante más sólida que la actual.
Aquel Barça contaba con numerosos futbolistas en el cenit de sus carreras, o muy cerca, y alguien capaz de exprimirles todo el talento. Sus nombres han dejado huella: Víctor Valdés, Puyol, Márquez, Abidal, Yaya Touré, Xavi, Iniesta, Messi y Eto’o. A ellos se añadieron Alves, Piqué y Busquets, un mediocentro que haría época. El Barça que recogió Xavi no transmitía la misma impresión. Se criticaba a los más veteranos por demasiado vistos, se dudaba de los más jóvenes y se desconfiaba de los fichajes. Ninguno apuntaba a figura mundial.
Si algo identifica a Xavi con Guardiola es la obsesión por una idea y su voluntad de perfeccionarla. Son febriles garantes del cruyffismo, modelo que tiene una ventaja en el Barça: resuelve pronto las crisis que a otros equipos les resultan casi insuperables. En el peor de los casos, es más conveniente disponer de una hoja de ruta a mano que dar palos de ciego.
Un modelo por sí mismo vale muy poco si no está dirigido por entrenadores que lo entienden, lo mejoran y lo defienden con una convicción fanática. La secuencia Cruyff-Guardiola-Xavi es tan evidente como el mensaje que el Barça envió en su victoria en el Bernabéu, éxito de grandes consecuencias, tanto en el capítulo interior —mayoría de jugadores formados en la cantera, varios de ellos muy jóvenes— como en el exterior.
En un partido que siempre reclama la atención mundial, el Barça recuperó la respetabilidad perdida. Le había abandonado su capacidad de atracción. No ha sido en los dos últimos años un destino prioritario entre los mejores futbolistas del planeta. Venció con autoridad, belleza y goles. Desplegó la clase de actuación que apetece a los grandes jugadores. En el Bernabéu, Xavi les formuló la invitación perfecta.
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