Pau Luque es un joven filósofo que ha cometido la osadía de adentrarse en la investigación sobre dos conceptos cuya ambigüedad suele provocar serios dolores de cabeza: el arte y la moral. Si ya es difícil definir con un sentido unívoco cualquiera de los dos vocablos, la combinación de ambos genera un mar de dudas e incertidumbres, que por lo mismo incitan nuestra capacidad de asombro. ¿Debe el arte someterse a principios morales? ¿Y qué persona o institución determina en ese caso cuáles deben ser? ¿Podemos imponer la censura a nuestra imaginación? ¿Y a nuestra fantasía? Durante siglos la autoridad religiosa, política o militar ha ejercido una caución moral e ideológica sobre las manifestaciones artísticas, cubriendo genitales de estatuas, silenciando letras de canciones, tachando frases malsonantes, prohibiendo blasfemar y censurando incluso el mal gusto, cualquier cosa que eso signifique. Ahora, cuando las jerarquías tradicionales ven debilitada su capacidad represora, la sedicente voluntad popular y los sentimientos identitarios vienen a reemplazarlas. La protección de la infancia, la igualdad de género o el respeto a las creencias religiosas son, por ejemplo, valores democráticos en los que se ampara una cierta oleada de corrección política e incluso de nuevo puritanismo. Lo que equivale a sugerir la imposición de límites morales a la exhibición y distribución de determinadas obras.
La Manchester Art Gallery se permitió hace un par de años esconder una pintura que representaba a unas jóvenes adolescentes desnudas porque no quería contribuir a la cosificación de la imagen de la mujer; por las mismas fechas la feria Arco ordenaba descolgar la obra de Salvador Sierra Presos políticos en la España contemporánea, y se iniciaban acciones judiciales contra un par de raperos por incitar al odio con sus canciones. Ni la obra de Sierra ni los raps censurados habrían tenido mayor repercusión en la opinión pública, pero la bulimia censora logró lanzarlos a la fama.
Luque hace al respecto un excurso inteligente, basándose en la ciencia (¿o el oficio?) de la apicultura para describir lo que denomina el arte himenóptero, en el que el núcleo de su mensaje es la miel de la imaginación. Frente a él estarían las obras en las que la realidad lo invade todo y la inventiva se utiliza solo para rellenar los huecos que aquella deja. Eso le permite analizar de qué manera pueden oponerse o no reparos morales a hechos despreciables reproducidos por la literatura. Se apoya en las canciones de Nick Cave y en la obra de Iris Murdoch, pero muchas páginas del libro son en realidad un debate en torno a un artículo de Laura Freixas en EL PAÍS bajo el título de ¿Qué hacemos con Lolita? Este generó no poco revuelo en su día, pues en él se decía que la novela de Nabokov “implícitamente justifica la violación de una niña, la reducción del ser humano femenino a la condición de objeto para el placer masculino, la ridiculización y burla de cualquier mujer no sometida”.
Cuando en su día leí el articulo lamenté que una lectora inteligente como Freixas confundiera la descripción de unos hechos inventados o imaginados con la justificación moral de ellos. Mi perplejidad es paralela a la que expresa el autor, que supone que la crítica se refiere nada más y nada menos que a la ausencia de una reprobación de ese abominable hecho en la novela misma. ¿Y por qué habría de producirse? La Iglesia católica redactó en su día un índice de libros prohibidos y Menéndez Pelayo narró la historia de los heterodoxos. A ambas obras les debo gran parte de mi formación autodidacta pues me descubrieron los autores cuya existencia pretendieron hurtarme en nombre de la corrección social, política o espiritual.
Luque parece incómodo al debatir sobre una cuestión que afecta a la autonomía moral de los artistas y de su obra, pero se muestra indulgente cuando da una respuesta casi moralizante a la pregunta de qué hacer con Lolita. Propone usar el libro de Nabokov “como una voz de alerta”, aunque no sabemos quién ni a quiénes debe darse. Es de agradecer, en cualquier caso, que se adentre en la intrigante investigación de la libertad del arte, que Baudelaire juzgaba pareja a la de la prostitución. El autor de Las flores del mal definió la belleza como “un monstruo enorme, horroroso e ingenuo”. Si acabáramos con los libros y las obras plásticas que reproducen la inmundicia y la indignidad, las bajas pasiones de la condición humana, Shakespeare y Cervantes, Picasso y Goya, no formarían parte del canon. Tampoco Griffith en lo que respecta al cinematógrafo.
Filósofo del derecho, Luque hace sobre cuestiones como esta las preguntas acertadas, pero se guarda muchas respuestas, escudándose en la ambigüedad de los conceptos y la complejidad de los hechos. El libro carece además de unidad en el discurso, como si estuviera compuesto a base de diversos ensayos en torno a los cuales se ha pretendido hilar un argumento no siempre coherente. Sus limitados análisis sobre las fake news y la libertad de expresión, en los que nuevamente merodea en torno a un artículo de EL PAÍS, esta vez de Francisco Rico en defensa del tabaco, son menos brillantes que sus observaciones sobre Iris Murdoch. En ellas sobresale una cita de la autora de El mar, el mar: “El arte y la moral son una y sola misma cosa: el amor”. Y contra la creencia común el amor es, como el arte, el descubrimiento de la realidad.
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