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Sobre las incertidumbres: la guerra en Ucrania


“También los textos adquieren un peso diferente con la guerra”, decía el escritor y poeta ucranio Serhiy Zhadan hace ya años en el libro Por qué no estoy en la Red. “Quieras o no, tienes que pensar no solo en los que leen, sino también en aquellos sobre los que escribes”. Esto es lo que hace tan insatisfactorio lo que se escribe desde la distancia en tiempos de muerte y destrucción. Si uno piensa no solo en los que lo leen, sino también en aquellos sobre los que escribe, sus propios textos le parecen invariablemente mal. A veces llegan demasiado deprisa, demasiado como un reflejo, demasiado precipitadamente. Otras llegan demasiado tarde, son demasiado titubeantes, demasiado lentos. Quien practica esta permanente exposición doble del aquí y el allí se queda atrás, avergonzado y confundido.

Porque, al parecer, entre la redacción y la publicación de estas líneas habrá bombardeos y matanzas en Ucrania; al parecer, el alcance y la brutalidad de los ataques rusos aumentarán en las próximas horas y los próximos días; al parecer, zonas civiles densamente pobladas serán presa del terror y calles enteras quedarán devastadas. Al parecer, se cometerán crímenes de guerra y morirán personas, jóvenes o ancianas, hombres o mujeres, quizá porque se enfrentaron a los tanques del Ejército ruso, o porque protegían las centrales nucleares, o porque hacían cola para comprar el pan, llevaban a su hijo a la guardería o intentaban huir al sótano más próximo, al país más cercano. En todo caso y con toda seguridad, porque son ucranias y ucranios, y Vladímir Putin, en su delirio imperial y nacional, les niega la condición humana. Porque no se les reconocen derechos humanos, ni civiles, ni el derecho a la autodeterminación. Al parecer, y tampoco lo olvidemos, en las próximas horas y los próximos días, en Rusia las voces críticas seguirán siendo acosadas y detenidas; jóvenes soldados serán enviados a una guerra a la que quizá en Rusia no se le dé ese nombre y tendrán una muerte miserable por un tabú incomprendido.

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La única certeza que cabe, si es que cabe alguna, es retrospectiva. No prospectiva. Nadie puede predecir cómo se detendrá la muerte; si las entregas de armas llegarán no solo tarde, sino demasiado tarde; cuánto tiempo podrá aguantar la resistencia ucrania; qué efecto tendrán en Rusia las sanciones económicas, políticas y culturales; qué influencia puede tener todavía China; con qué ceguera, hasta qué punto de autodestrucción está dispuesto Vladímir Putin a librar esta guerra. Este es el dilema racional en conflicto con un déspota cada vez más irracional que no solo desprecia la verdad, sino que no la reconoce porque ya nadie se atreve a decirla. Esto es lo que vuelve tan frágiles todas las opciones de acción política y todas las estrategias militares, porque Putin parece atrapado en el laberinto de sus propias mentiras y obsesiones. No hay violencia que pueda descartarse como impensable; cualquier operación de escarmiento que pudiera concebirse no haría sino aumentar la catástrofe. De ahí la magnitud de la inseguridad y el dilema.

Lo único cierto es que los derechos humanos y la democracia son el núcleo irrenunciable de las relaciones internacionales. No son secundarios ni subordinados, como muchos en Europa parecen querer creer. Los derechos humanos y la democracia no son algo que solo pueda protegerse arbitrariamente y en parte; no son válidos solo a veces, solo cuando no tienen ningún coste ni son una carga para nadie, sino siempre. Cuando se trata de derechos humanos, no se puede elegir los derechos de quién hay que defender, si son personas parecidas a ti o no, si sus creencias son otras, si tienen un aspecto diferente, aman de forma diferente, hablan de forma diferente a ti. Los derechos humanos son inalienables. Las ambiciones antidemocráticas e inhumanas de Vladímir Putin no se han manifestado por primera vez ahora, en Ucrania, ni antes en el Donbás, en Crimea o en Siria, sino ya en la brutal represión de las activistas por los derechos humanos, los periodistas y los homosexuales en la propia Rusia. Por no hablar de las intervenciones manipuladoras en el Brexit y las elecciones estadounidenses de 2016, y de la financiación de la extrema derecha europea.

“Todos habían coincidido en un mundo que ya no tenía lugar en el exterior, y alzaban las copas por él”, escribe Sasha Marianna Salzmann en su magnífica novela Im Menschen muss alles herrlich sein (En el ser humano todo debe ser glorioso). Demasiados han alzado su copa por un mundo que ya no tiene lugar en el exterior. A quienes lanzaban continuos avisos, a quienes describían el mundo tal como sucedía en el exterior, no solo en Rusia, sino también en China, se les dejaba solos demasiado a menudo. ¿Cuántas veces se ha ridiculizado en el discurso público la exigencia de derechos humanos y civiles sin importar dónde ni para quién, y se la ha tachado de “moralista” y “elitista”? ¿Cuántas veces se ha reafirmado el universalismo, pero se ha despreciado a aquellos a quienes se les niega la igualdad de derechos calificándolos de “buenistas” y “ajenos a la realidad”?

Esto es lo mínimo a lo que hay que aferrarse ahora en Europa: los derechos humanos y la democracia no son lujos, no son pulcros accesorios políticos con los que adornarse en ocasiones extraordinarias. Los derechos humanos y la democracia tampoco son fatigosas disrupciones de la realpolitik mundial; los derechos humanos y la democracia son el fundamento normativo de toda realpolitik. No son los derechos humanos y la democracia los que han fallado frente a Vladímir Putin; es esa forma de política internacional que creía que podía poner precio y quitar importancia al desprecio a los derechos humanos y la democracia.

Esto no responde a la pregunta de cómo reaccionar frente a la violación de estos derechos: qué medios legales, políticos, económicos o militares pueden considerarse legítimos y adecuados. La cuestión es sumamente difícil desde el punto de vista ético y político. Pero desestimar públicamente la petición de una investigación por parte de la Corte Penal Internacional calificándola de tontería no solo suena a estremecedora indiferencia por el sufrimiento de los ucranios, sino también a menosprecio del orden normativo del derecho penal internacional.

“A la vista de la guerra, guste o no hay que corregir el lenguaje”, decía Serhiy Zhadan, “porque una palabra equivocada en el momento equivocado puede destruir no solo el equilibrio semántico, sino una vida humana real. La muerte se acerca tanto que hay que armonizar muchas cosas”. También, no hay que olvidarlo, en las próximas horas y en los próximos días, en Rusia la gente será detenida y acosada, y jóvenes soldados serán enviados a combatir en una guerra que no entienden y que oficialmente no existe.

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