En uno de cada dos episodios de violencia contra defensores de bosques, aguas y tierras en América Latina, éstos habían previamente denunciado su riesgo a autoridades, que sin embargo no actuaron a tiempo. Ni siquiera cuando la Corte y la Comisión Interamericanas de Derechos Humanos urgieron a los gobiernos protegerlos, insistieron y les enviaron reprimendas. Aún así, muchos advertidos de los riesgos, en el último año, diez países latinoamericanos perdieron a 49 líderes ambientalistas y hoy, permiten que la intimidación siga.
Por Andrés Bermúdez Liévano
Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP)
El 25 de febrero de 2019, José Salomón Matute, de 73 años, y su hijo Juan Samael, de 29 años, salieron temprano de su comunidad de San Francisco de Locomapa, en el norte de Honduras, para trabajar en su cultivo de fríjoles. Dos desconocidos los abordaron en el camino y les dispararon. Murieron ese mismo día.
Ambos eran indígenas tolupanes y llevaban seis años luchando por proteger los bosques de Yoro de actores criminales que codiciaban su madera y sus tierras. Otros tres tolupanes de Locomapa habían sido asesinados en agosto de 2013. La comunidad tolupán forma parte del colectivo Movimiento Amplio por la Dignidad y la Justicia (MADJ), cuyos miembros, por su oposición a esos intereses delincuenciales, han venido siendo víctimas de múltiples amenazas y hostigamientos.
Esa persecución constante llevó a que, en diciembre de 2013, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) instara al Estado hondureño adoptar medidas urgentes para “preservar la vida y la integridad personal” de 38 tolupanes integrantes del MADJ, como cuenta el reportaje de Vienna Hernández en Tierra de Resistentes, una investigación periodística colaborativa liderada por Consejo de Redacción, el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP) y 19 medios de diez países de la región.
Entre esos líderes indígenas amenazados estaba Salomón Matute.
Los hechos posteriores demostraron, sin embargo, que poco de lo recomendado por la CIDH en esas medidas cautelares se había cumplido.
“La Comisión no cuenta con información concreta que indique que, al momento que se perpetuó el asesinato, Salomón Matute contara con medidas implementadas por el Estado para su protección”, fue una de las conclusiones más duras del organismo que, junto con la Corte, conforman el Sistema Interamericano de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA).
En esa misma reprensión pública, que se dio una semana después del asesinato de los Matute, la CIDH enumeró varias de las fallas de Honduras a la hora de proteger a los tolupanes. Informó que había solicitado en 2017 a la Dirección General del Sistema de Protección hondureño que garantizara medidas de protección a los líderes, y seis meses después aún no se habían materializado. Añadió que no había avances, a pesar de que en 2018, la Comisión había insistido en la urgencia del caso dos veces, durante sus periodos de sesiones en Bogotá y en Boulder.
“Tras el otorgamiento de medidas cautelares, y teniendo conocimiento el Estado de una situación de riesgo, existe un deber especial de protección por parte del Estado”, advirtió.
Lo que sucedió con los Matute no es una excepción. Más bien, ocurre a menudo. La base de datos levantada por el proyecto Tierra de Resistentes –que documentó 2.370 episodios de violencia en diez países en a lo largo de la última década- demuestra que esos gobiernos latinoamericanos no han conseguido proteger adecuadamente a sus defensores ambientales, aún en casos cuando, con antelación, se habían elevado alertas sobre el riesgo que corrían a instancias internacionales.
Son tragedias anunciadas que no cesan. Los Estados con frecuencia están advertidos del peligro, incluso por el Sistema Interamericano, la más alta instancia de protección de los derechos humanos en la región.
En el portal Tierraderesistentes.com se aglutinan las historias desarrolladas.
De nada valieron las advertencias
Las investigaciones de Tierra de Resistentes en diez países de la región encontraron que defender las selvas, montañas, bosques y ríos de América Latina es una actividad peligrosa.
Seis de ellos figuran en el deshonroso ‘top 10’ de países más hostiles para líderes y comunidades que defienden el ambiente y sus tierras ancestrales, que incluyó Michel Forst -el saliente Relator Especial sobre defensores de derechos humanos- en el informe que presentó a Naciones Unidas sobre el tema ambiental en 2016.
Aunque las estadísticas son escabrosas, los episodios de violencia o su gravedad podrían ser menos numerosos si los Estados tomaran en cuenta las advertencias.
Sin embargo, no las están acogiendo con la suficiente consistencia. En nuestra investigación encontramos 2.136 casos de violencia contra líderes y 234 casos contra comunidades u organizaciones que defienden el medio ambiente o el territorio. En al menos 1.327 de esos casos (o 56% del total que logramos documentar), las propias víctimas, las comunidades a las que pertenecen o las organizaciones que trabajan con ellos, hicieron denuncias de los ataques ante las autoridades. Sus denuncias han debido prender las alarmas del Estado sobre el riesgo que corrían y el apremio por protegerlos.
Víctimas, comunidades y sus organizaciones presentaron sus casos ante instituciones nacionales como fiscalías de derechos humanos, defensorías del pueblo o la fuerza pública, pero también ante organismos internacionales como la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA.
En 1.327 de esos casos (o 56% del total que documentamos), las víctimas, sus comunidades u organizaciones aliadas habían hecho denuncias ante las autoridades anteriormente. Foto: César Rojas.
Trágicamente, a pesar de que la sabiduría popular dice que soldado advertido no debería morir en guerra, la violencia ha continuado o inclusive ha arreciado. En cinco países –Brasil, Colombia, Honduras, México y Venezuela– hallamos casos que revelan que los Estados no están haciendo lo suficiente por proteger a estos ciudadanos, cuyo único crimen es velar por el patrimonio natural y la propiedad colectiva de la tierra en sus países.
Ponerle rostro a esa información, surgida de nuestra base de datos, permite comprobar que ni la intervención de las instancias más altas de derechos humanos de la región ha logrado llevar a los Estados a prevenir algunos desenlaces fatídicos. Apenas en el último año, 49 defensores ambientales y de tierras han sido asesinados en la decena de países que analizamos.
También muestra que -aunque la CIDH no los suele clasificar como defensores ambientales, sino de derechos humanos- son justamente el grupo de líderes cívicos que busca proteger el nuevo Acuerdo de Escazú negociado por los países de América Latina y el Caribe en el marco del sistema de Naciones Unidas. Este innovador tratado regional sobre cuestiones ambientales, que hasta marzo han firmado 22 países y está a solo tres ratificaciones de entrar en vigor, los obligaría a tomar medidas más robustas para cuidarlos.
Tres años gritando auxilio
En algunos casos, la violencia ocurrió contra líderes que tenían medidas cautelares de la Comisión Interamericana, pero, aún así, seguían pidiendo ayuda por las constantes amenazas.
Es el caso de Juan Ontiveros Ramos, un indígena rarámuri de la Sierra Tarahumara en el norte de México, quien fue asesinado en 2017. El 31 de enero de ese año, hombres armados lo golpearon y se lo llevaron de su casa en la comunidad de Choréachi. Un día después, apareció su cuerpo.
Dos semanas antes, un desconocido había asesinado a Isidro Baldenegro, otro conocido líder rarámuri que había liderado varias caravanas indígenas para exigir a las autoridades que detuvieran la tala ilegal de árboles en su comunidad de Coloradas de la Virgen. Había ganado el Premio Goldman, el más prestigioso para defensores ambientales en el mundo, en 2005.
Ambos eran reconocidos líderes de los rarámuri, que -junto a los ódami- protegen una de las zonas boscosas más valiosas de México. Desde hace más de una década vienen enfrentando, solos, al narcotráfico, a comerciantes de madera ilegal y a jefes políticos locales, ante la indiferencia gubernamental, como contaron Thelma Gómez Durán y Patricia Mayorga en su investigación sobre la Sierra Tarahumara publicada en la primera parte de Tierra de Resistentes, publicada en 2019.
Ontiveros había estado reunido con funcionarios de la Unidad de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación del Gobierno Federal mexicano y con personal de la Alianza Sierra Madre y el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, dos organizaciones que apoyan a su comunidad, diez días antes de que lo mataran. En esa reunión discutieron la precaria situación de seguridad en la zona, justo después de la muerte de Baldenegro.
La comunidad indígena de la Sierra Tarahumara había llevado su caso a la CIDH desde febrero de 2014, meses después de que fueran asesinados —en episodios separados— Jaime Zubias Ceballos y Socorro Ayala Ramos. Ocho meses más tarde, en octubre de 2014, la CIDH solicitó al Estado mexicano que protegiera a Prudencio Ramos y Ángela Ayala, dos personas de la comunidad de Choréachi que habían recibido amenazas.
Los indígenas rarámuri de la Sierra Tarahumara en México han sufrido múltiples asesinatos y ataques pese a haber llevado su caso desde 2014 a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que determinó en 2017 que el país no había hecho lo suficiente por protegerlos. Foto: Ginnette Riquelme.
Ontiveros había presentado personalmente su testimonio en video a la CIDH en una reunión de implementación de medidas cautelares en octubre de 2015, según denunció la Red TDT que reúne a las organizaciones mexicanas de derechos humanos. Finalmente, el 28 de octubre de 2016 la CIDH extendió esas medidas colectivas a toda la comunidad.
Michel Forst, el relator especial de la ONU que acababa de realizar una visita de inspección a México, lanzó una advertencia –cuando ya había sido asesinado a Baldenegro, pero aún no Ontiveros– sobre la vulnerabilidad de ese pueblo indígena y “los riesgos originados por el crimen organizado y la falta de protección por parte de las autoridades”.
“Llamo a las autoridades federales y estatales a asegurarse de que se investiguen debidamente todos los delitos contra los defensores de los derechos de los pueblos de la Sierra Tarahumara”, dijo Forst públicamente.
Sin embargo, Ontiveros fue asesinado.
La conclusión de la Comisión Interamericana es que México no protegió a los rarámuri. “Si bien el Estado mexicano ha respondido formalmente a las medidas cautelares y reiterado su disposición de dar cumplimiento a las mismas, la información (…) refleja que pese al tiempo transcurrido, no se han adoptado medidas adecuadas y efectivas para atender la situación de seguridad de la comunidad”, dijo en febrero de 2017.
La Corte Interamericana expidió a fines de marzo medidas provisionales para la comunidad de Choréachi, elevando el nivel de urgencia del caso y obligando legalmente al Estado mexicano a protegerlos. “El Estado de México debe continuar implementando las medidas de protección que ya fueron dispuestas”, advirtió, conminándolo a presentar un informe sobre los avances a más tardar en abril de ese año y a seguir reportándole a la Corte cada tres meses.
El Gobierno adujo en un inicio que se le “dificulta la implementación de la […] medida cautelar” dado que la CIDH no había individualizado quiénes eran las personas que estaban en riesgo y que eran muchas. La Corte, sin embargo, respondió que –aunque la Comisión usualmente hacía listas– en ocasiones se refería a un grupo, que en todo caso debería ser fácil de identificar.
Al final, lo único que se ha implementado en la comunidad de Choréachi es que recibe visitas periódicas del Ministerio Público. Por fortuna, no ha tenido ataques desde el asesinato de Ontiveros.
Un doble asesinato pese a cuatro alertas
Los dirigentes campesinos José Ángel Flores y Silmer Dionisio George fueron asesinados el 18 de octubre de 2016 en el norte de Honduras. Había al menos cuatro alertas internacionales sobre el riesgo que corrían.
Flores, el presidente del Movimiento Unificado Campesino del Aguán (MUCA) que había denunciado ser víctima de un atentado en abril de 2015, se encontraba en la sede de la cooperativa campesina La Confianza, en el pueblo de Tocoa, cuando un grupo de encapuchados le dispararon. George, otro integrante del mismo colectivo a su lado, resultó gravemente herido y murió horas después en el hospital. Ambos salían de una reunión de las Empresas Asociativas del Asentamiento La Confianza con otros 40 campesinos.
Los dos líderes estaban cobijados por medidas cautelares de la CIDH que el 8 de mayo de 2014 había conminado al Estado hondureño proteger a los miembros de cuatro organizaciones campesinas –entre ellas el MUCA- que venían denunciando decenas de asesinatos, secuestros y amenazas por parte de grupos paramilitares en las fértiles tierras en torno al río Aguán.
En parte, esa violencia está ligada, según vienen denunciando organizaciones civiles como Human Rights Watch, a presiones para forzar la venta de propiedades colectivas de reforma agraria que originalmente habían sido adjudicadas a 84 cooperativas. Este acoso comenzó después de otra reforma legal en 1992 que permitió concentrar la tierra y que atrajo a empresarios de palma africana. Solo el MUCA denuncia 17 asesinatos ocurridos entre 2010 y 2013. Además del conflicto por la tierra y por compraventas irregulares, esas organizaciones campesinas vienen denunciando que la minería de óxido de hierro en cercanías del Parque Nacional Carlos Alfonso Escaleras podría contaminar el agua que usan para cultivar.
En diciembre de 2012, la entonces relatora especial de la ONU sobre defensores de derechos humanos, Margaret Sekaggya, advirtió en su informe al Consejo de Derechos Humanos, tras visitar el país, pero no poder viajar a la zona por la inseguridad, que le preocupaba “profundamente la situación de violencia e impunidad que impera en el Bajo Aguán y el despliegue de fuerzas militares en la zona”.
En febrero de 2013, el Grupo de Trabajo de la ONU sobre el uso de mercenarios expresó su temor, tras una visita al país, por “el involucramiento en violaciones de los derechos humanos de compañías de seguridad privadas contratadas por los terratenientes, incluidos asesinatos, desapariciones, desalojos forzados y violencia sexual contra los representantes de las asociaciones campesinas”.
Tras el asesinato de Flores y de George, en octubre de 2016, la Comisión Interamericana reprendió duramente al Gobierno hondureño. “La CIDH considera de suma gravedad que el Estado de Honduras no haya adoptado las medidas necesarias para proteger la vida y la integridad de estas personas [y] expresa su consternación y preocupación debido a que, tras haber celebrado tres reuniones de trabajo en la CIDH, no se estén implementando medidas idóneas y efectivas para proteger a los beneficiarios de las medidas cautelares”, dijo, subrayando que el 21 de octubre de 2015 ya le había llamado la atención sobre esas falencias.
Luego, el 6 de diciembre de 2016, la CIDH reiteró la urgencia de que Honduras cumpla con las medidas cautelares para el MUCA y las amplió para cobijar a otros 14 integrantes del colectivo, a las familias de los dos dirigentes asesinados, a sus abogados y a cinco testigos presenciales de los hechos. En ese documento, volvió a hacer énfasis en que “los asesinatos ocurrieron sin que ambas personas contaran con mecanismos idóneos de protección” y que “el patrón de violencia (…) aún continuara activo y afectando la situación de seguridad de los beneficiarios”.
Ni a la CIDH le dan tregua los violentos
La persecución no solamente continúa contra muchos líderes y comunidades que han buscado apoyo de la CIDH, sino que la propia Comisión Interamericana ha sido objeto de ataques.
El 8 de noviembre de 2018, un equipo de la CIDH fue intimidado por un grupo de productores de soja mientras visitaba la aldea de Açaizal, en el altiplano cercano a la ciudad de Santarém en el estado amazónico de Pará, en la Amazonia brasilera. Había viajado para reunirse con representantes de la comunidad indígena munduruku que venían denunciando ataques en su contra por defender su territorio ancestral. La comitiva la lideraba uno de los propios comisionados, el ex ministro de justicia peruano Francisco Eguiguren.
Un grupo de sojeros intentó varias veces sabotear, “de manera intimidatoria y amenazadora” en palabras de la Comisión, ese espacio concebido para hablar con los indígenas. A pesar de contar con protección policial, la comitiva fue seguida hasta la comunidad indígena por dos camionetas. Una vez allí, sus ocupantes insistieron en participar en la reunión, pronunciando discursos racistas y violentos contra los asistentes y anotando las matrículas de los vehículos que los habían transportado, según denunció el Comité Brasileiro de Defensores de Derechos Humanos (CBDDH). Abandonaron el lugar solamente cuando intercedió la policía.
En 2018, un equipo de la CIDH fue intimidado por productores de soja mientras visitaba la aldea indígena munduruku de Açaizal, en la Amazonia brasilera, que había denunciado ataques por defender su territorio ancestral. Foto: CIDH.
Al final, los funcionarios de la Comisión lograron conversar con los munduruku, sin presencia de sus opositores. Con ellos estuvieron también representantes de la Comisión Pastoral de la Terra (CPT) y del Consejo Indigenista Misionario (Cimi), dos instituciones ligadas a la Iglesia Católica que llevan cuatro décadas documentando la violencia contra comunidades rurales y acompañando a comunidades indígenas, respectivamente, en Brasil. Ambas registraron la tentativa de saboteo de los sojeros.
En todo caso, los visitantes dejaron constancia del ataque en varios documentos públicos. “La CIDH quiere registrar públicamente que no sólo recibió denuncias sobre estas prácticas, sino que fue objeto directo de hostigamientos en la localidad”, informó en un comunicado al finalizar su visita.
Açaizal, dentro del Territorio Indígena Munduruku do Planalto Santareno, era de interés para la Comisión porque buscaba documentar los conflictos originados en la ausencia de una demarcación clara de los territorios indígenas y afrodescendientes tradicionales, por parte del gobierno federal brasilero. También quería encontrar evidencias de los riesgos a los que se exponen los líderes que, como los Açaizal y aldeas vecinas, reclaman límites claros para sus tierras colectivas.
“Diversas tierras no demarcadas (…) serían afectadas por el ingreso de invasores para la extracción de recursos naturales, y sería muy común la presencia de poseedores y supuestos propietarios no indígenas, frecuentemente violentos e intimidantes”, dijo la CIDH en su informe ‘Pueblos indígenas y tribales en la Panamazonía’ de 2019. En ese mismo documento, los comisionados hicieron énfasis en que habían sido testigos de “la situación de conflicto y violencia promovida por sectores ligados a los agro-negocios, quienes históricamente han practicado la apropiación y saqueo de tierras y territorios de pueblos tradicionales, originarios, y de los pueblos del campo del oeste de Pará en general”.
Esa expansión de la frontera agropecuaria en la Amazonia brasilera conlleva otro riesgo para los indígenas, que la CIDH también documentó en esa visita: el aumento en el uso de pesticidas. “Los pueblos indígenas de Açaizal (…) estarían siendo afectados por la contaminación de ríos, capas freáticas y acuíferos subterráneos por el uso indiscriminado de agrotóxicos y otros componentes químicos”, escribió.
En ese mismo viaje de la CIDH a Brasil sucedió otro episodio violento. Un día antes del saboteo en Açaizal, otro equipo de la Comisión –liderado por la comisionada chilena Antonia Urrejola, que también es la relatora sobre derechos de pueblos indígenas– enfrentó una situación similar en una aldea cerca de la frontera con Paraguay.
Varios líderes indígenas del pueblo guarani-kaiowá fueron atacados esa mañana por granjeros locales portando pistolas de balas de goma, denunció el Consejo Indigenista Misionero (Cimi). Tras el tiroteo, en el que resultaron heridas tres personas, los agricultores cerraron el acceso a la vía y les impidieron a los representantes de los guarani-kaiowá llegar a hablar con Urrejola y la CIDH en la Reserva Indígena Dourados, en el estado de Mato Grosso do Sul. En su informe público, la CIDH habla de un indígena herido en ese episodio. Además de esa agresión, los indígenas denunciaron que los granjeros derramaron una sustancia tóxica sobre varios niños y adultos, que les ocasionó ataques de diarrea y vómito.
La comunidad guarani-kaiowá de la Reserva Indígena de Dourados, en el estado de Mato Grosso do Sul, fue atacada por granjeros que llevaban pistolas de balas de goma el día que se reunían con la CIDH. Foto: Consejo Indigenista Misionero (Cimi).
Ese ataque es apenas un episodio de la difícil situación en la que se encuentran los 18 mil guarani-kaiowá en su Reserva Indígena de Dourados –con 3.475 hectáreas-. Ellos constituyen la mayor población indígena de Brasil. Alrededor de la reserva, las tierras han sido ocupadas, apropiadas o acaparadas por terratenientes, y en la práctica han confinado a los indígenas dentro de un territorio insuficiente para vivir dignamente. Debido a esa sobrepoblación, en los últimos años muchos indígenas han ocupado áreas que consideran parte de su territorio ancestral y que les solían pertenecer hace un siglo, antes de la creación de la reserva, pero que hoy son formalmente de esos granjeros. Esos enfrentamientos por la tierra se han tornado violentos debido a que los rancheros han conformado milicias, bajo la apariencia de empresas de seguridad privada, para defender sus intereses.
En palabras de la Comisión, el pueblo guarani-kaiowá de Dourados “sobrevive en un ambiente de violencia de milicias armadas, violaciones al derecho al territorio tradicional y denuncias recibidas de separación de las madres y niños indígenas”, agravado por la falta de demarcación de tierras ancestrales por parte del gobierno brasilero.
Además, según las recomendaciones emitidas por la Relatora Especial de Naciones Unidas para los derechos de los pueblos indígenas, Victoria Tauli-Corpuz, el Estado brasileño sigue sin adoptar las medidas urgentes y necesarias para prevenir y sancionar la violencia en contra de las comunidades indígenas guarani-kaiowá.
La confluencia de estos factores es el caldo de cultivo perfecto para que la violencia contra los indígenas crezca. El estado de Mato Grosso do Sul tiene el número más alto de asesinatos de líderes indígenas en 2016 y, según ha observado la CIDH, el gobierno nacional no ha atendido las medidas urgentes recomendadas por la relatora Tauli-Corpuz para proteger a los guarani-kaiowá. Entre octubre y noviembre de 2018, mes de la visita de la CIDH, el Consejo Indigenista Misionero de la Iglesia Católica (Cimi) documentó al menos cuatro ataques en Dourados, que dejaron 19 heridos.
Posterior a la visita de Urrejola, la situación empeoró. En julio de 2019, sucedió quizás el episodio más brutal hasta la fecha. Durante dos noches consecutivas, un grupo de granjeros atacó la aldea de Ñu Vera, destruyendo chozas con un tractor modificado y disparando balas de goma contra los pobladores, según constató Cimi. Un joven indígena de 14 años, Romildo Martins Ramires, resultó gravemente herido. Los invasores le dispararon 18 veces y lo arrojaron a una fogata. Los atacantes impidieron que los indígenas lo socorrieran, según la denuncia que presentaron ante la Procuraduría General de la República. Murió cinco días después en el hospital a raíz de las quemaduras.
Al final, la CIDH mencionó a las dos comunidades –Açaizal y Dourados- como “situaciones urgentes que exigen de las autoridades nacionales y de la sociedad en su conjunto la debida visibilidad, atención y solución urgente” en el comunicado público tras su visita.
Ataques tras alertas en Honduras
En este país con apenas 9 millones de habitantes, Tierra de Resistentes documentó 685 ataques en una década.
Quizás el crimen contra un defensor ambiental más emblemático de toda América Latina, sucedió en este país, y fue el asesinato de la líder indígena Berta Cáceres.
Esta reconocida líder lenca, quien cofundó y luego dirigió el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh), fue asesinada el 3 de marzo de 2016 por desconocidos que entraron a su casa en La Esperanza, en el suroccidente del país.
Cáceres aparecía con frecuencia en los medios de comunicación por su oposición al proyecto hidroeléctrico de Agua Zarca, en el noroccidente del país. Ella denunciaba que este proyecto podía tener un impacto negativo sobre el río Gualcarque, y además, que no se había respetado el derecho a la consulta previa de las comunidades indígenas afectadas en la zona. Por esa labor recibió en 2015 el Premio Ambiental Goldman, el mismo que había recibido diez años antes el también activista ambiental asesinado, el mexicano Isidro Baldenegro, que mencionamos arriba.
A lo largo de años de defensa ambiental, Cáceres había denunciado una multitud de ataques contra ella y otros integrantes de Copinh. Incluso reiteró sus quejas en una rueda de prensa una semana antes de su asesinato. Durante el año anterior a su asesinato, la CIDH lanzó al menos cuatro advertencias al Estado hondureño sobre el alto riesgo que corría esta dirigente.
El 21 de octubre de 2015, en una reunión en Washington, la Comisión llamó la atención a los representantes del gobierno sobre las falencias en la protección que le estaban dando. Mes y medio más tarde, el 8 de diciembre, envió una carta a Honduras solicitando reportes sobre dichas medidas de protección. En su informe ‘Situación de derechos humanos en Honduras’ a finales de 2015, la CIDH volvió a alertar sobre los ataques contra Cáceres y advirtió que estaba siguiendo de cerca un hostigamiento judicial en contra suyo. La líder contaba con medidas cautelares de la CIDH desde el 29 de junio de 2009.
Doce días después de la muerte de Cáceres, otro dirigente de Copinh fue asesinado en circunstancias similares. Ese 15 de marzo de 2016, dos desconocidos mataron a Nelson Noé García, quien poco antes había estado acompañando a varias familias de la comunidad de Río Chiquito que habían sido desalojadas por la fuerza pública. García era uno de los beneficiarios de las medidas cautelares otorgadas por la CIDH luego del asesinato de Cáceres, para proteger a los familiares de la líder, su abogado y a los dirigentes de Copinh.
“Este y otros asesinatos de personas beneficiarias de medidas cautelares otorgadas por la Comisión ponen en tela de juicio la eficacia del Estado de Honduras para implementar dichas medidas, proteger a las personas beneficiarias y cumplir sus obligaciones internacionales”, concluyó la Comisión un mes después.
Honduras, donde Tierra de Resistentes documentó 685 ataques en una década, ha recibido múltiples advertencias de la CIDH de que no está cumpliendo con proteger a los líderes que reciben medidas cautelares por su nivel de riesgo. Foto: Martín Cálix.
En noviembre de 2018, en medio de enorme presión internacional, un tribunal hondureño condenó a siete personas por el asesinato de Cáceres a penas de entre 30 y 50 años. Entre ellos estaban el gerente ambiental y el ex gerente de seguridad de la empresa Desarrollo Energéticos S.A. (Desa), a cargo de la hidroeléctrica en el río Gualcarque a la que ella se había opuesto. Una semana después del juicio, la jurista jamaiquina Margarette May Macaulay –ex juez de la Corte Americana y en ese momento presidenta de la CIDH- instó al Gobierno hondureño en una audiencia pública a cancelar la concesión de Desa. Un año después, el proyecto se ha visto paralizado por la presión internacional y la falta de apoyo de bancos, pero la concesión sigue vigente.
“Este crimen no hubiera sucedido si se hubiera garantizado la consulta previa a la comunidad lenca y si el Estado de Honduras hubiera cumplido con las medidas de protección otorgadas”, dijo Laura Zúñiga Cáceres, una de las hijas de Berta.
Otro caso similar es el de la dirigente campesina Margarita Murillo, asesinada en el 27 de agosto de 2014 en el noroccidente del país.
Murillo, una líder social que presidía la Asociativa Campesina de Producción Las Ventanas y formaba parte del Foro Social del Valle de Sula en el departamento de Cortés, fue asesinada por hombres encapuchados que le dispararon cuatro veces mientras sembraba. En ese momento trabajaba en una parcela en la comunidad de El Planón, en el municipio de Villanueva, que había sido recuperada por su cooperativa hacía siete años. Además, estaban en proceso de legalizarla. Exactamente un mes antes, el 26 de julio, denunció que su hijo de 23 años había sido secuestrado en su casa en la comunidad de Marañón, al parecer por un grupo de militares.
En 2009, la Comisión Interamericana lanzó una primera alerta sobre el riesgo que enfrentaba Murillo. En su informe ‘Honduras: derechos humanos y golpe de Estado’, publicado tras el golpe que derrocó al gobierno del presidente Manuel Zelaya, la incluyó en una lista de nueve líderes sociales y políticos que habían sido “amenazados con órdenes de captura, perseguidos, golpeados y detenidos ilegalmente por las fuerzas de seguridad”. Ese riesgo probablemente estaba ligado a su actividad política, como coordinadora del Frente Nacional de Resistencia Popular, que surgió en ese momento para defender a Zelaya, en el noroccidente del país.
Los motivos detrás del asesinato de Murillo son quizás más difíciles de esclarecer, dada su doble condición de líder agraria y política. En 2013, había sido incluso candidata a diputada del Congreso nacional con el Partido Libre con el que Zelaya buscó volver al poder. De ahí que, tras su asesinato, la CIDH instó al Estado hundureño a “abrir líneas de investigación que tengan en cuenta si el asesinato de la señora Murillo fue cometido por su labor de defensa de los derechos humanos”.
En todo caso, el Sistema Interamericano viene advirtiendo a Honduras desde hace más de una década que sus medidas para proteger a líderes amenazados son insuficientes.
En 2009, la Corte Interamericana falló en contra del país, a raíz de la impunidad en torno al asesinato en 1995 de Blanca Jeannette Kawas, quien se había opuesto a la explotación ilegal de madera en los bosques de mangle de la península de Punta Sal (hoy protegidos como parque nacional con el nombre de la líder ambiental).
Sobre ese mismo caso, la Comisión advirtió que “los efectos causados por la impunidad del caso y la falta de adopción de medidas que eviten la repetición de los hechos ha alimentado un contexto de impunidad de los actos de violencia cometidos en contra de las defensoras y defensores de derechos humanos y del medio ambiente y los recursos naturales en Honduras”.
En México y Colombia también cayeron
Tierra de Resistentes muestra que ese panorama, tristemente, es similar en otros países de América Latina y que beneficiarios de medidas cautelares de la CIDH, no son los suficientemente protegidos.
El 12 de enero de 2015, hombres encapuchados y armados llegaron a la casa de Julián González Domínguez, líder de la comunidad indígena triqui en el sur de México, y se lo llevaron a la fuerza. Horas después, su cuerpo sin vida fue encontrado con las manos esposadas en la espalda.
González era líder de la comunidad de San Juan Copala, en el estado de Oaxaca, que se vio obligada a desplazarse tras repetidos ataques violentos por parte de un grupo armado, cuyas incursiones dejaron al menos 25 personas muertas y 17 heridas. Los desconocidos lo buscaron en Juxtlahuaca, un pueblo a 235 kilómetros de distancia. Meses antes había denunciado amenazas por su lucha de defensa del territorio triqui, en donde existe un conflicto agrario desde hace décadas y por cuya autonomía habían abogado.
Él era uno de los 135 indígenas triqui de la comunidad de San Juan Copala a quienes la CIDH otorgó medidas cautelares el 7 de octubre de 2010, por el riesgo que corrían tras el desplazamiento. Otro líder cobijado por esas mismas medidas, el ex alcalde Antonio Jacinto López Martínez, había sido asesinado el 17 de octubre de 2011 en una calle del pueblo de Tlaxiaco.
Cuatro años después de su asesinato, el gobierno pidió disculpas a la familia de López y reconoció no haber cumplido con el mensaje de CIDH. “El Estado mexicano reconoce su responsabilidad por la falta del cabal cumplimiento de las medidas cautelares”, dijo el entonces subsecretario de derechos humanos Roberto Campa. “Se señala la obligación de capacitar a funcionarios públicos responsables de la adopción de medidas de protección que hayan sido dictadas desde algún mecanismo nacional o internacional de derechos humanos”.
En otros casos, la situación de seguridad sigue siendo muy precaria.
Un ejemplo es el de los indígenas siona que habitan los resguardos de Buenavista y Santa Cruz de Piñuña Blanco, sobre el río Putumayo y a la entrada de la Amazonia colombiana.
El 14 de julio de 2018, la CIDH les otorgó medidas cautelares tras constatar los riesgos que enfrentaba este pueblo indígena, declarado como uno de los 34 “en peligro de ser exterminados –cultural o físicamente- por el conflicto armado interno” colombiano en un célebre auto de la Corte Constitucional en 2009.
Los indígenas siona de dos resguardos en Putumayo, en la Amazonia colombiana, recibieron medidas cautelares de la CIDH en 2018, pero se han registrado ataques muy cerca de su territorio y la situación sigue siendo precaria. Foto: César Rojas.
Los habitantes de los dos resguardos denunciaron que a lo largo de 2017, un año después de la firma del Acuerdo de Paz entre el gobierno y la guerrilla de las Farc, llegaron panfletos ordenándoles oponerse a la sustitución de cultivos de coca, restringiendo la movilidad con horarios y amenazando a sus líderes. Luego, en febrero de 2018, relataron que desconocidos habían convocado a las autoridades siona y a su guardia indígena a una reunión para –en sus palabras- “darles a conocer que son la nueva fuerza de control territorial”. A raíz del riesgo de confinamiento, la CIDH solicitó al Estado colombiano adoptar medidas para protegerlos y retirar las minas antipersonal que se encontraron en Buenavista.
Al año siguiente, sin embargo, las condiciones de seguridad de los dos resguardos seguían siendo precarias, como cuenta el reportaje de César Rojas en Tierra de Resistentes. El 26 de septiembre de 2019, la Defensoría del Pueblo –encargada de vigilar la situación humanitaria en el país- lanzó una alerta temprana sobre la situación de riesgo en todo el corregimiento donde, entre otras comunidades indígenas y no indígenas, está el resguardo de Piñuña Blanco.
Documentó ocho episodios violentos entre julio y septiembre pasados. En uno de ellos, el 28 de julio, desconocidos armados que se identificaron como las Farc –pese a que éstas se desarmaron– llegaron a la vereda Pueblo Bello y le dijeron a la comunidad que planeaban quedarse. Esa tarde, en una vereda vecina, se enfrentaron a la llamada ‘Mafia’, otro grupo criminal integrado en parte por antiguos paramilitares. Un campesino fue herido, tras lo cual se suspendieron las clases durante cinco días y los pobladores se escondieron en la escuela y el centro de salud, que son las únicas estructuras en concreto del caserío.
Hoy, el resguardo sigue siendo inaccesible, aún para funcionarios públicos que trabajan con las personas más amenazadas. “La recomendación es no acercarse allá hasta que la situación no mejore”, dice Amanda Camilo, una respetada líder de víctimas que trabaja como coordinadora regional en la Comisión de la Verdad surgida del Acuerdo de Paz. Camilo, quien trabaja en Puerto Asís, no ha podido trasladarse con su equipo al resguardo de Piñuña Blanco para entrevistar a los pobladores y documentar lo que les sucedió a los siona.
La CIDH sí está llegando a tiempo
Aunque el Sistema Interamericano no tiene capacidad de obligar a los Estados a proteger a los líderes, en muchos casos reacciona con celeridad y sentido de urgencia.
Así, por ejemplo en Kumarakapay –también llamado San Francisco de Yuruan –en la Amazonia venezolana, los indígenas pemones, como lo narró Tierra de Resistentes, solicitaron protección a la CIDH el 25 de febrero de 2019, tres días después de un ataque militar que ocasionó la muerte de tres integrantes de la comunidad.
Esto sucedió en momentos en que la oposición, a la cabeza del presidente interino Juan Guaidó y la Asamblea Nacional, organizaron un operativo para ingresar al país ayuda humanitaria desde Colombia, Brasil y varias islas caribeñas. Como documenta el reportaje de Lisseth Boon y Lorena Meléndez, los indígenas de Kumarakapay esperaban ansiosos la llegada de insumos médicos, medicinas y alimentos a su comunidad en las afueras del Parque Nacional Canaima y cerca de la frontera con Brasil, por lo que impidieron el paso de cuatro convoyes militares que pretendían evitar la entrada de la ayuda por orden del gobierno de Nicolás Maduro.
La respuesta de efectivos del Ejército fue dispararles con sus fusiles, matando a tres personas e hiriendo a otras catorce. Algunos todavía tienen balas alojadas en sus cuerpos, otros quedaron con discapacidades motoras o parapléjicos. La persecución continuó esa misma noche, con allanamientos ilegales. Temerosos, los indígenas se refugiaron en las montañas y se encerraron durante días en sus casas, sin siquiera poder movilizarse hacia sus conucos para buscar alimentos. Al menos 80 habitantes de Kumarakapay huyeron hacia Brasil ante el acoso militar.
Lejos de reconocer la muerte de tres pemones, el gobierno negó la participación de la Guardia Nacional Bolivariana y del Ejército en el ataque contra Kumarakapay. Diosdado Cabello, presidente del partido oficialista, lo calificó como un ‘falso positivo’ y acusó de la matanza al partido opositor Voluntad Popular y a su diputado Américo de Grazia, quien con frecuencia denuncia irregularidades en la explotación minera en el Arco Minero del Orinoco y abusos militares contra la población en el estado de Bolívar.
La CIDH respondió tres días después, otorgándoles medidas cautelares por determinar que están en “situación de gravedad o urgencia”. Para remediar esa situación, solicitó al Estado venezolano garantizar la seguridad de los pemones, proveer asistencia médica a los heridos, asegurar que los agentes estatales no hagan uso desproporcionado de la fuerza y evitar que terceros –como los llamados ‘colectivos’ chavistas– generen otras situaciones de riesgo.
Aunque el Sistema Interamericano no tiene capacidad de obligar a los Estados a proteger a los líderes, en casos como el de Lisa Henrito y los indígenas pemones de la Amazonia venezolana ha reaccionado con celeridad y sentido de urgencia. Foto: Lorena Meléndez.
¿Entonces cómo protegemos a los líderes ambientales?
Este penoso recuento abre preguntas sobre la efectividad de las medidas de protección de la entidades nacionales y del Sistema Interamericano y el compromiso de los países a seguirlas. Si ni siquiera la mayor presión internacional lleva a un Estado a cobijar a sus líderes ambientales entonces, ¿cómo evitar la violencia en su contra?
¿Es el problema que esos Estados no tienen la capacidad de hacerlo, viéndose sobrepasados por mafias, narcos u otros intereses criminales? ¿Están corrompidos o cooptados por intereses comerciales que quieren apropiarse de la tierra para la agroindustria, la extracción de recursos naturales, proyectos de infraestructura o economías ilícitas? ¿No comprenden que esos líderes, al luchar por sus territorios, con frecuencia están protegiendo ecosistemas que prestan servicios fundamentales, desde provisión de agua hasta calidad del aire, al resto de la sociedad? ¿No ven con claridad que muchas veces son ellos mejores guardianes que militares o policías?
Respuestas afirmativas a estas preguntas, en parte, explican por qué los Estados latinoamericanos no hacen el esfuerzo necesario para proteger efectivamente a estos ciudadanos que tanto contribuyen al bien común.
Por más activa que sea, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), creada hace sesenta años, tiene sus límites. No es obligatorio para los países cumplir con sus medidas cautelares. Como órgano político del Sistema Interamericano, en sentido estricto sus recomendaciones no son vinculantes a la luz del derecho internacional, aunque los Estados deberían atenderlas en virtud del principio de buena fe.
Solo se vuelven obligaciones legales cuando la Comisión traslada el caso a la Corte Interamericana (creada veinte años después de la Comisión) y ésta las transforma en medidas provisionales, como sucedió en el caso de la comunidad rarámuri de Choréachi en México. En ese caso, sí equivalen a órdenes judiciales que, de no ser cumplidas, pueden acarrear una responsabilidad legal internacional al país.
Sin embargo, las medidas cautelares de la CIDH sí tienen un efecto hacia adentro de los países. Los estados de América Latina están obligados por sus constituciones a garantizar la protección de los derechos humanos de sus ciudadanos y, al mismo tiempo, a tomar medidas para asegurarse de que no los violen. Ese deber es doble –o reforzado, en el lenguaje jurídico- frente a algunos grupos específicos, como ocurre con la población detenida que está bajo custodia estatal. En esos casos, si algo le ocurre a una persona, se invierte la carga de la prueba y es el Estado quien debe demostrar que no fue responsable. En esa categoría justamente quedan quienes reciben medidas cautelares de la OEA, que no se levantan hasta que los países demuestran que ya se superó la situación de riesgo.
A pesar de la posibilidad de ser condenados por la Corte, los Estados, como vimos, a veces no protegen debidamente a las víctimas, ni capturan a los victimarios. Un hecho político, sin embargo, podría mejorar la situación: que entre en vigor el Acuerdo de Escazú.
Una medida nueva para proteger a los defensores ambientales es el Acuerdo de Escazú, que fue negociado por los países de América Latina en el marco del sistema de Naciones Unidas y los obligaría a tomar medidas más robustas para cuidarlos. Foto: César Rojas.
Este tratado regional sin precedentes, que se negoció en la ciudad costarricense de Escazú, auspiciado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), busca mejorar el acceso a la información pública, la participación ciudadana y la justicia en temas ambientales en la región. Uno de sus ejes es justamente prevenir, investigar y sancionar todos los ataques contra defensores ambientales. Es el primer tratado internacional que contempla medidas para proteger específicamente a estos defensores.
Desde de que se abriera para firmas en septiembre de 2018, en la Asamblea General de la ONU, 22 países latinoamericanos y caribeños lo han firmado y falta solamente que tres países más lo ratifiquen para que entre en vigor.
Aunque no establece medidas específicas, sino que deja que cada país las defina, para muchas comunidades y organizaciones de base la vigencia de este tratado les abre una ventana de oportunidad de diálogo.
“Escazú tiene en el centro las opiniones y las visiones de la gente. Eso puede abrir el debate sobre cuáles son las medidas más adecuadas y efectivas, porque la realidad es que, con frecuencia, los Estados no consideran ni apoyan las medidas de autoprotección de las comunidades y diseñan otras que no obedecen a las características del lugar donde viven y son, por lo tanto, inefectivas”, dice la abogada ambiental Lina Muñoz Ávila, profesora de la Universidad del Rosario que estuvo en la negociación del acuerdo.
“Si se tienen mejores estándares de participación, las comunidades y los líderes podrán participar en el diseño de esas medidas”, explica. Tan es así que las organizaciones sociales y las comunidades fueron claves en convencer al presidente colombiano Iván Duque de que firmara Escazú en diciembre pasado, reversando su oposición inicial al tratado.
Que esa oportunidad se convierta en realidad –y que América Latina deje de ser la región más peligrosa del mundo para los defensores ambientales– dependerá de que esos líderes y esas comunidades dejen de ser vistos como opositores al desarrollo económico y sean apreciados como guardianes de un patrimonio colectivo.
Este reportaje fue elaborado partiendo de la información en la base de datos de Tierra de Resistentes construida por más de 20 periodistas de diez países y retomó reportería hecha por Juliana Mori en Brasil, Óscar Agudelo y César Rojas en Colombia, Vienna Hernández en Honduras, Thelma Gómez Durán y Patricia Mayorga en México, y Lisseth Boon y Lorena Meléndez en Venezuela.
*Tierra de Resistentes ha reunido a periodistas de diez países desde hace año y medio en un proyecto de periodismo colaborativo y transfronterizo para investigar la violencia contra defensores ambientales. Tras publicarse por primera vez hace un año, nuevos periodistas se sumaron para relanzar el proyecto con 15 nuevos reportajes y una base de datos consolidada que compila 2 367 ataques ocurridos a lo largo de once años en la región.