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Solo ocho monjas resisten en el paraíso anacoreta de la Ribeira Sacra

Las pertinaces tormentas de los últimos días partieron en dos un viejo manzano, alteraron la alquimia de la masa de los almendrados y trajeron un inquilino nuevo al claustro del monasterio cisterciense de Santa María en Ferreira de Pantón (Lugo). En la noche de más truenos y relámpagos, un mochuelo encontró abrigo bajo el pórtico que conserva laudas funerarias de hace un milenio y vestigios de los romanos. Con sus redondos ojos amarillos, desde un ángulo vigila en silencio el silencio; como si supiera que el letrero sobre el que está encaramado recuerda a las visitas que ahí solo puede haber silencio. Aunque de vez en cuando rasga esta paz el atronador timbre de la puerta, que atraviesa como un rayo los corredores del cenobio para alertar a las ocho mujeres que lo habitan de que algún turista viene preguntando por la repostería monacal. Por alguna razón intangible llegada del cielo, o al menos de la troposfera, según la abadesa de las bernardas, la madre Cruz, las mismas descargas eléctricas que asustaron al mochuelo provocaron que los célebres almendrados no saliesen del horno tan perfectos como siempre. “Están ricos, pero hemos decidido que no los vamos a vender”, comenta esta religiosa que habita el monasterio desde hace 41 años.

Entonces, Cruz era una treintañera que venía de León con otra monja, Camino, y se toparon con un monasterio “inhabitable”. A su compañera “se le cayó el alma a los pies”. “¿Y aquí voy a vivir toda mi vida?”, se preguntó. “Llovía dentro”, asegura la que al cabo de los años fue elegida abadesa por la comunidad, “y no teníamos ni manera de bañarnos bien”. Tenían que salir a lavarse al fresco o bien asearse malamente y por partes en su celda. “Nos quedábamos tiritando, no nos sacábamos la humedad del cuerpo en toda la noche”, recuerda. “Había muchas pulmonías, y las monjas, al hacerse mayores, lo pagaban con reuma y dolor. Morían con los huesos deshechos”, describe Cruz.

A principios de junio, la Xunta y el Gobierno central acordaron retirar la candidatura a Patrimonio Mundial de la Ribeira Sacra, donde se encuentra el único monasterio cisterciense femenino en activo de Galicia. Después de tres años de preparación, en una carrera por el título sin aparentes tropiezos, los inspectores del Icomos (Consejo Internacional de Monumentos y Sitios), órgano asesor de la Unesco, sacaron los colores al Ejecutivo autonómico con un demoledor informe en el que recomendaban que en la votación del mes de julio no se respaldase esta comarca que abarca 25 municipios de Lugo y Ourense. También emitían un veredicto negativo sobre el Paisaje de la Luz de Madrid, que sin embargo no ha dado el paso atrás y se presentará al examen final.

Monasterio de Santo Estevo de Ribas de Sil (Nogueira de Ramuín, Ourense) en la Ribeira Sacra, convertido en Parador Nacional.David Rodríguez Sánchez / Getty

Si la contaminación era, entre otros, uno de los aspectos que el Icomos afeaba en el caso de la capital de España, en la Ribeira Sacra reprochaba un rosario de atentados medioambientales perpetrados desde la dictadura hasta el presente. Además, el organismo dedicaba buena parte del informe al proceso de desacralización de este paisaje cultural vitivinícola en el que lo sagrado, en otros tiempos, era la esencia, como reza su propio nombre. El Icomos citaba expresamente, como únicas supervivientes, a las religiosas que entraron en la disciplina del Císter hace nueve siglos y que ni siquiera llegaron a ausentarse del pueblo cuando en la Desamortización de 1835 fueron vaciados todos los monasterios. “La única comunidad monástica que aún existe [en la Ribeira Sacra] está compuesta por ocho monjas en Ferreira de Pantón”, recordaba el informe.

Al margen de abundantes topónimos y algunas ruinas que hablan de posibles recintos de vida monacal extinguidos, se conservan documentos que atestiguan que en esta comarca que late en el corazón de Galicia, irrigada por las dos grandes arterias del Miño y el Sil, llegó a haber 45 monasterios. Eran 32 en tierras de Lugo y 13 en Ourense, según los recuentos de los investigadores José Freire Camaniel y Francisco Javier Pérez. En el origen de estas comunidades estaban los anacoretas que fueron poblando el lugar desde mucho antes. “Por algo se llamaba a la Ribeira Sacra la Tebaida gallega”, comenta con admiración y nostalgia la última abadesa del paraíso espiritual. De los refugios naturales y las pequeñas construcciones, los religiosos pasaron a fundar comunidades y cenobios (en buena parte dúplices, de mujeres y hombres), en una tendencia cada vez mayor a agruparse.

Bernardas de Ferreira con su capellán, en 1910.Archivo de Flora Enríquez

El primero que se conoce, San Pedro de Rocas (Esgos, Ourense), estaba habitado al menos por seis anacoretas en el siglo VI y es uno de los monasterios más antiguos de la península Ibérica. En tiempos del emirato y el califato de Córdoba y cuando a finales del siglo X el ejército de Almanzor era la pesadilla de los cristianos del norte, la Ribeira Sacra dio cobijo a incontables religiosos. En aquella época llegaron buscando retiro en el monasterio de Santo Estevo de Ribas de Sil (Nogueira de Ramuín, Ourense) los obispos Pedro, Afonso, Servando, Gonzalo, Ansurio, Vimarasio, Fraolengo, Viliulfo y Paio. La leyenda de los “nueve obispos santos” resucitó a finales del año pasado al descubrirse en la iglesia de este cenobio que hoy es parador cuatro de sus supuestos anillos “milagrosos”, hoy en proceso de análisis por el CSIC.

Cuando la madre Cruz llegó a Pantón había “una comunidad floreciente, con 22 mujeres”, y muchas eran jovencitas. Ahora, las que quedan se han hecho mayores. La granadina sor Rosario, que tiene 60 años, corre a la portería cuando suena el timbre porque es la de menor edad. La mayor, sor Fe, nacida en Galicia, ya ha cumplido 90 y sigue trabajando. Pero la voluntariosa madre abadesa, que se define a sí misma como “soñadora”, aún tiene fe en que esta inercia menguante rebote hacia arriba antes de chocar contra el suelo.

“Las comunidades de la Ribeira Sacra pasaron a lo largo de los siglos por etapas de bonanza y de crisis”, explica la historiadora del arte Flora Enríquez, nacida cerca del monasterio de las Bernardas y organizadora desde hace 34 años de jornadas del románico en Ferreira de Pantón. “A finales del XV, los Reyes Católicos inician una reforma sobre los monasterios benedictinos y muchos fueron cerrados y anexionados a otros mayores”. Seis femeninos de la comarca se quedaron sin religiosas, fueron trasladadas a Santiago. “Las iglesias siguieron manteniendo el culto como parroquias y algunas dependencias monásticas se convirtieron en prioratos y casas rectorales. Otras sufrieron robos o incendios”, ilustra la especialista.

Monjas bernardas de Ferreira de Pantón, en 1949, con su capellán y una vecina. Ellas se sitúan dentro del marco de la puerta por la clausura.Archivo de Flora Enríquez

El monasterio de Ferreira se salvó de aquella tala de los Reyes Católicos porque en 1175 había dejado de ser benedictino para abrazar la austeridad y la disciplina del Císter. Siglos más tarde, también fue una excepción en la Desamortización de Mendizábal, tras la que muchos otros recintos sagrados ya no recuperaron la vida monacal. “Pero yo creo que la religiosidad de la comarca no desapareció como dice el Icomos”, concluye Enríquez: “Fue una reconversión progresiva a las nuevas formas de vida”.

En el caso de las bernardas, según la historiadora fue “la fe de las monjitas, trabajadoras y decididas” la que las hizo seguir adelante. Aunque el conjunto abacial se declaró monumento histórico artístico en 1975 y muy lentamente, desde entonces, iba siendo restaurado, hubo un momento “crítico” en que se plantearon “marchar”, confiesa la madre Cruz. Se trataba de vender el cenobio edificado desde el siglo IX en estilos románico, renacentista y barroco o de armarse de paciencia y llamar a la puerta de la Administración. Primero el Ministerio de Cultura, después la Xunta. En la primera obra ejecutada con fondos públicos, la restauración de la iglesia, apareció tapiada en una ventana la virgen policromada del siglo XII que da nombre al monasterio. Una monja de otros tiempos la había escondido ahí para no echarla al fuego, como era costumbre cuando los santos eran pasto de las polillas.


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