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Soñar bajo un ‘niqab’ en Yemen


Ocho montículos de piedras se confunden con los mojones que delimitan unas desérticas tierras, propiedad de las tribus que habitan este poblado yemení de Jemer, al sur de Ataq, capital de la provincia de Shabwa. Rudimentarias lápidas con nombres escritos en rotulador azul recuerdan que aquí terminó de forma abrupta el sueño que emprendieron ocho personas en busca de una vida mejor, todos etíopes, tras lanzarse en la ruta migratoria rumbo a Arabia Saudí. Murieron ahogados en el cruce en patera desde Yibuti o desde el puerto somalí de Bosaso, las dos rutas principales para alcanzar las costas de Yemen, y pasaje obligado hacia el reino saudí.

Huyeron de un país sumido en la pobreza para atravesar otra contienda en tiempos de pandemia. Una novena tumba sigue abierta. “Los líderes tribales no nos dejan enterrarle y ahora tendremos que desenterrar al resto también porque no los quieren en estos páramos”, explica el yemení Ahmed al Dabsi, contrabandista de personas. En la treintena, este hombre asegura que en el último lustro ha “facilitado el cruce de Yemen” a decenas de miles de migrantes. En los dos últimos años, 70 de ellos han muerto. Tan solo un cadáver ha recorrido la ruta inversa hacia Etiopía, asegura, para ser recuperado y velado por los suyos.

“Los migrantes que llegan a Yemen no tienen información alguna. De hecho, muchos creen que ya están en Arabia Saudí cuando desembarcan”, cuenta en Ataq Mohamed Barak, trabajador de la ONG local Steps. “La mayoría son campesinos iletrados que ni siquiera saben que Yemen está en guerra”, acota. Todas las rutas pasan por esta ciudad, pero Arabia Saudí ha cerrado a cal y canto sus fronteras desde el inicio de la pandemia temiendo la expansión del coronavirus. ”El flujo migratorio en la ruta desde el cuerno de África se ha reducido desde el año pasado, cuando se contabilizó la entrada de 139.000 migrantes, respecto a casi 34.000 este año hasta octubre”, cuenta en conversación telefónica Olivia Headon, portavoz de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en Yemen. Los muertos son un punto negro en las estadísticas, ya sea deshidratados al perderse en los desiertos, ahogados en el golfo de Adén o muertos por falta de atención médica al contraer alguna enfermedad. En las paradisíacas playas de Bir Alí, al sur de Shabwa y punto de desembarco de migrantes, resorts en construcción comparten paisaje con fosas comunes de migrantes anónimos.

La portavoz de la OIM estima en 14.500 el total de migrantes atrapados actualmente en Yemen. Las autoridades locales, en “decenas de miles”. Más de 5.000 han quedado varados en la ciudad de Adén, de los que 3.400 se han registrado para un retorno voluntario a su país. Otros 4.000 lo están en la provincia de Mareb, epicentro de los combates entre los rebeldes Huthi y el Ejército regular yemení que responde a las órdenes del presidente Abdrabbo Mansur Hadi, afincado en Riad. “No hemos podido fletar ningún avión a Etiopía desde el inicio de la pandemia porque las capacidades estatales para ponerlos en cuarentena ya están desbordadas por los migrantes retornados de los países del Golfo”, lamenta Headon.

En la carretera que recorre la costa yemení es habitual avistar grupos de decenas de migrantes caminando por las cunetas o desierto a través. “Las redes de traficantes se reparten las rutas por tramos”, explica el contrabandista Al Dabsi, quien porta al cinto cinco móviles, uno por cada país en esta carrera de obstáculos: Etiopía, Yibuti, Somalia, Yemen y Arabia Saudí. “Yo me encargo de organizar la salida desde Etiopía”, farfulla con una bola de qat -planta con propiedades narcóticas- en el carrillo derecho Alí Mughasha, de 28 y migrante etíope reconvertido en pasador de personas. “Hay más de 500 como Mughasha en Shabwa”, añade Al Dabsi, quien no muestra reparo en calificar su trabajo como una “labor humanitaria”. “Los migrantes van a venir de todas formas, pero yo me aseguro de que no paguen hasta llegar con vida a la costa y así evitar que los traficantes les tiren por la borda para evitar las patrullas”, defiende. “Al Dabsi era un pobre apicultor, ahora es muy rico y está construyendo todas estas villas”, cuenta admirado un joven que muestra el camino hacia al interior de uno de esos caserones en obras a las afueras de Ataq.

Quince migrantes etíopes de una misma etnia cristina malviven entre restos de plásticos y comida en un cuartucho de ladrillos grises sin ventanas. “Lo intentaré de nuevo hasta conseguirlo”, repite como un mantra Nur, viuda a los 26 años y madre de un pequeño de dos que ha dejado al cuidado de los abuelos. El grupo con el que viajaba fue interceptado por los rebeldes Huthi en Saada, última parada en suelo yemení antes de lanzarse al cruce de la frontera saudí. La joven asegura que fueron encarcelados en un masificado centro de detención y solo liberados previo pago por parte de sus familias de 1.000 reales saudíes (220 euros). De ahí fueron trasladados, hacinados en camiones de ganado, hasta algún punto de los alrededores de la sureña ciudad de Taiz. “Pensé que me asfixiaba porque éramos 150 y varios tuvieron que ser asistidos por problemas respiratorios”, rememora la joven.

Los migrantes dependen en parte de la solidaridad que les brinda a su paso el pueblo de Yemen, el país más pobre de la región. Hospitalidad que va menguando conforme se asoma a la hambruna. La guerra ha quedado encallada en su sexto año y las ayudas internacionales han sufrido un importante recorte. Al menos 24 de los 30 millones de yemeníes necesitan ayuda humanitaria, según datos de la ONU. “Por primera vez en dos años, Yemen registra grados de inseguridad alimentaria catastrófica de fase 5 (la más alta en la escala) que podrían afectar a casi 50.000 personas entre enero y junio de 2021”, advirtió este jueves el Programa Mundial de Alimentos en un comunicado de prensa.

Nur es la única mujer del grupo que chapurrea un poco de árabe. Las otras siete que le acompañan tan solo saben decir “Queremos trabajo”. Encogidas sobre un colchón, aseguran que abandonar no es una opción. Algunas tienen hijos que mantener. Otras, como Yuzan, de 15 años, son las benjaminas de vastas camadas. Sus padres han invertido todos los ahorros esperando que sobrevivan al camino y luego puedan mantener al resto con futuras remesas. Así lo hizo su vecina. El coste del trayecto desde Etiopía a Arabia Saudí oscila entre los 650 y los 1.650 euros, siendo las mujeres quienes más pagan y las más vulnerables ―junto con los menores― a la extorsión o abusos sexuales por parte de traficantes, señala un reciente informe de la ONG Meraki. Si bien las mujeres solo representan el 20% del flujo migratorio, el traficante Al Dabsi asegura que, cuando vuelca una patera, son ellas las primeras en ahogarse “porque no saben nadar”.

Les empuja la necesidad sabiendo que en Arabia Saudí podrán ganar un sueldo hasta siete veces superior del que puedan obtener en Etiopía. Ellas, hasta 2.000 reales saudíes ―440 euros― como trabajadoras domésticas. Ellos, entre 700 y 1.000 (de 150 a 220 euros), labrando la tierra o cuidando del ganado. El mismo relato se repite varias cunetas más allá de esta villa en construcción donde en el camino se cruzan los recién llegados con los que han fracasado. Mandafa y su marido Shambal han dejado un bebé en Etiopía. La joven Tarhash y su hermano Dargue han quedado a cargo de ocho hermanos tras la muerte de su padre.

“No merecía la pena, nos volvemos a casa”, dice resignado Abdelkarim Turak, de 21 años y quien, sin percatarse, camina junto con otros cuatro compatriotas cerca del cementerio informal de migrantes. “Antes, los saudíes nos deportaban en vuelos. Ahora con la covid-19 hay miles de etíopes en sus cárceles. No merece la pena”, acota. Provienen de Oromia, en el sur de Etiopia. Es una de las provincias más pobres y, junto con la norteña Tigray, el origen del 92% de los migrantes que llegan a Yemen. Al igual que las mujeres, han sido interceptados en el norte y devueltos al sur por los Huthi. Turak dejó su casa diez meses atrás con 25.000 birr etíopes en el bolsillo (540 euros). Trabajó algunas jornadas por nueve euros limpiando coches en el camino. “No me queda nada, ni siquiera para una patera de vuelta a Djibuti”, zanja antes de proseguir camino hacia el puerto de Aden, temiendo que la ruta de vuelta a casa también esté sellada.


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