Soy mi propio sujeto

La escritura de esta columna es mi primera rutina en 10 años. Cuando alguien se dedica a un trabajo creativo del tipo “como hace lo que le gusta no es un trabajo” o “¡ya me pintarás un cuadro!”, puede caer en la trampa de no parar de trabajar “porque ahora la cosa va bien, pero quién sabe”. Sé que es viernes por la noche porque mañana, antes de abrir la puerta del taller, enviaré este texto al periódico.

Lo agradezco. Me ayuda a contar mi vida por semanas. Esta última he estado escribiendo sobre una de las pintoras que más me han fascinado estos últimos años. Publicó un libro titulado Autorretrato para afirmar su propio lugar y hacer suya su historia, una historia que va irremediablemente ligada a la de un pintor que conoció cuando tenía 18 años. “Cuando me separé de Lucian a los 28 años, me establecí como artista sin su ayuda ni su apoyo, aunque seguimos conectados a través de nuestro hijo. Tras la muerte de Lucian me resultó impactante leer en muchos artículos que yo había sido su musa, pero omitían completamente el hecho de que yo también era artista. Me di cuenta de que tenía que hacer algo al respecto”. Uno de los titulares que aparece en prensa después de la publicación de Autorretrato es el siguiente: “La historia de Celia Paul y su romance con Lucian Freud, cuando ella tenía 18 años y él 55: ‘No estaba mal visto”.

En el libro encuentro reflexiones como la que quiero usar para dar inicio al taller que imparto mañana: “En mi propio El pintor y la modelo lo tengo todo: yo soy ambas, la artista y la modelo. Si me miro a mí misma, no necesito escenificar un drama sobre el poder, estoy empoderada por el simple hecho de representarme a mí misma tal y como soy: una pintora”.

Celia Paul pinta porque la pintura es una búsqueda constante que no permite mirar atrás, pero su pasado tira de ella. La pintura es el lenguaje de la pérdida, afirma. “¿Se puede elaborar el vacío de una pérdida por medio de este proceso de pintar, que se estructura ante todo alrededor de una pérdida?” Escribe su Autorretrato para desligarse de la figura de musa de un pintor muerto y definirse como pintora viva, un ejercicio complejo que muy difícilmente concluirá como pretende la autora. A las mujeres se nos suele definir con respecto al hombre que tenemos al lado, y si el hombre es poderoso y lo hemos amado, si no queremos borrarlo de nuestras vidas de un manotazo porque nuestra búsqueda y nuestro posicionamiento son otros, su figura se convierte en una sombra que nos deja en la penumbra, incluso si está muerto. Autorretrato no es El consentimiento, de Vanessa Springora, ni Mi verdad, de Joyce Mainard, pero el recuerdo del poderoso también difumina una figura que es igual de importante.

Celia Paul tiene una relación estrecha con las sillas. Se sienta en una y se observa en el espejo. Considera estar sentada un acto no pasivo. Si buscáis su imagen la encontraréis así: sentada, con una bata llena de pintura y las manos sobre el regazo. De frente al lado del espejo. Junto a uno de sus autorretratos sentada en una silla. De perfil, sobre una silla roja. Su expresión es siempre lo más interesante de las fotografías, un rostro que ha retratado sin parar, analizando cada cambio en las proporciones, midiendo las distancias que el paso del tiempo descuelga: la búsqueda de una misma al tiempo que una misma escapa de la mirada propia. Käthe Kollwitz se autorretrató cientos de veces. La flamenca Clara Peeters, conocida por sus pinturas de mesas con bodegones, también lo hizo: entre dulces, crustáceos y alcachofas, y aprovechando las superficies brillantes de copas, candelabros y platos, esbozaba imágenes que nos guiñan el ojo a las que venimos detrás, y que se colaron en las paredes de los museos donde los relatos de las mujeres importaban poco. De la misma manera que las cinco pintoras que mañana llegarán al taller, las tres mojan el pincel en el aceite y deciden no representar ningún drama sobre el poder. Ellas son ambas: la artista y la modelo.

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