Spalletti y la Roma, historia de amor y mucho odio


Luciano Spalletti vivía retirado en su casa en la campiña toscana. Publicaba selfis con su tractor y se divertía jugando a los agricultores. El trago de la última experiencia en el Inter fue algo amargo. Él, un toscano duro y algo hosco cuando las cosas se torcían, se veía ya a los 62 años en una encrucijada vital en la que tocaba hacer inventario de las gestas vividas más que inútiles cábalas sobre un futuro incierto. Pero una tarde sonó el teléfono. Aurelio de Laurentiis, el propietario del Nápoles, quería entregarle el mando de un club que necesitaba de su carácter y experiencia para enderezar los últimos bandazos de un equipo que contaba con una plantilla mucho mejor de lo que decían los últimos resultados. Cogió el tren, se plantó en Castel Volturno y se puso manos a la obra. Hoy el equipo es el líder del campeonato italiano, pese a que ayer rompió su racha de ocho victorias seguidas empatando en Roma (0-0), el lugar donde construyó su carrera.

Spalletti es uno de los técnicos que mejor ve el fútbol de la Serie A. “Míster, es maravilloso escucharle hablar de fútbol, pero no tanto cuando lo hace sobre todo lo demás”, le soltó en una rueda de prensa un fantástico periodista y una de las personas que mejor ha sabido descifrar el complejo carácter de la Roma. Aquel “todo lo demás” se refería al tira y afloja que mantenía entonces con algunos de sus jugadores y con el club. Especialmente con Francesco Totti, a quien sentó en el banquillo y le enseñó la puerta de la jubilación. El técnico hizo lo que le pedía el club. Pero tuvo que comerse el sapo más gordo de su carrera, convirtiéndose en el blanco eterno de la ira del Capitano, de los periodistas y de gran parte de la afición giallorossa. Mucho antes, sin embargo, ambos fueron grandes amigos.

El técnico del Nápoles entrenó en dos periodos distintos a la Roma (2005-2009 y 2016-2017). En el primero llegó del Udinese, al que había clasificado para la Champions, y fue quien se inventó la posición de falso nueve para un jugador que hasta entonces estaba más acostumbrado a ser el trequartista del equipo (el clásico 10). Sucedió casi por necesidad, en un partido en Génova contra la Sampdoria, cuando el equipo sufría arriba con algunas bajas importantes como la de Montella, su delantero centro. Y funcionó.

Ese año Totti se llevó la Bota de oro y se coronó como un fabuloso goleador. Hubo de todo. Una clasificación para cuartos de Champions, que terminó con un desgraciado 7-1 contra el Manchester United. Y después de aquella experiencia, que terminó tristemente en 2009 con su despido en la segunda jornada con una derrota 1-3 en casa ante la Juventus, Spalletti se fue al Zenit. Ahí ganó la liga rusa y el primer mensaje de felicitación llegó, precisamente, de su viejo amigo Totti. “Hubiera agradecido más alguna palabra de apoyo cuando me echaron”, respondió él en un nítido alarde de esa personalidad algo vengativa.

El arranque del Nápoles ha sido espectacular. Es su estilo. Spalletti suele tener grandes inicios. Pero su fuerte carácter termina granjeándole algunos problemas con jugadores y directiva. De momento está haciendo una de las mejores temporadas que se recuerdan (al nivel de su paisano Maurizio Sarri). Hace malabares con Lorenzo Insigne, el capitán del equipo, que está jugando con el contrato a punto de terminar y las consecuentes disputas con De Laurentiis. Y ha convertido al nigeriano Osimhen en el delantero centro más fuerte del calcio.

La Roma ha sido el equipo del alma de Spalletti, pero no le han perdonado. Tampoco ayudan sus comentarios. Este año dijo que el mejor jugador que había entrenado nunca era el central del Nápoles Koulibaly, en otro desprecio a Totti. Y cada vez que vuelve, como ayer, la afición lo recibe con pitos, con un Spalletti “pezzo di merda”. Antes del partido, quizá viendo lo que sucedería, dijo que la Roma nunca sería su enemiga y que él, en realidad, siempre amó a Totti. Pero la frontera entre el amor y el odio en el Olímpico siempre fue demasiado borrosa.

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