Stefano Casiraghi, 30 años de la muerte del hombre que cambió el rumbo de Carolina de Mónaco

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El 3 de octubre de 1990 marcó un antes y un después en la vida de Carolina de Mónaco. Ese día, del que han pasado ya 30 años, murió Stefano Casiraghi, su segundo marido, el padre de tres de sus hijos –Andrea, Carlota y Pierre– y también el hombre que llegó por sorpresa a calmar a una errática Carolina de Mónaco para asentarla en un vida familiar tranquila y públicamente ejemplar que hubiera contado con el beneplácito de su madre, la princesa Gracia de Mónaco. Casiraghi murió en las aguas de Saint-Jean-Cap-Ferrat, la península situada entre Cannes, Montecarlo y Niza, donde defendía su título de campeón mundial de offshore clase I, la fórmula 1 del mar. En un determinado momento la lancha que pilotaba comenzó a rebotar y girar sobre el agua. El copiloto salió despedido pero él quedó atado en el asiento. Su esposa, ajena a la tragedia, se encontraba a 700 kilómetros de allí, pasando el día en París con su amiga, la modelo Inés de la Fressange. Casiraghi, que murió casi en el acto, tenía 30 años y la pareja llevaba poco más de siete años de matrimonio.

Las crónicas de la época describieron en su funeral a Carolina de Mónaco como una “mujer abatida y débil, sobre cuyos 33 años parecía que había caído de pronto el peso de tres décadas”. Ocho años antes había sido ella quien sujetó a su padre, el príncipe Rainiero, a su entrada en la catedral monegasca para despedir a Grace Kelly, quien falleció en accidente de tráfico a los 52 años. Ese día se sobrepuso a su tristeza infinita como hija para apoyar a su padre. Durante el funeral de Stefano tuvo que ser el príncipe Rainiero quien casi llevara en volandas a su desmadejada hija. La tragedia había vuelto a zarandear a la princesa más bella de Europa y todo el mundo se preguntó entonces qué sería de ella sin el hombre que había traído la estabilidad a su vida tras esos años convulsos de juventud que tanto habían preocupado a sus padres y, en especial, a su madre.

Las largas noches de París, el corto matrimonio con Philippe Junot, un hombre mayor que ella y con fama de playboy, su divorcio solo dos años después y los conflictos que acarreó entre el Principado y el Vaticano que no concedió en un principio la anulación eclesiástica, quedaron atrás cuando apareció el católico, tranquilo, guapo y rico Stefano Casiraghi. Carolina y Stefano se conocieron en el verano de 1983, tres años después del divorcio de Junot y solo uno tras la muerte de su madre. El flechazo entre ellos fue tan rápido como su boda, que llegó solo seis meses después de conocerse y con Carolina ya embarazada de su primer hijo. Si existieron dudas sobre el nuevo enlace de la princesa, la felicidad de la pareja y la llegada de sus tres hijos, las disiparon rápidamente.

Stefano era tres años menor que Carolina pero pertenecía a una bien situada familia italiana y ambos formaron una pareja joven, guapa y aparentemente perfecta. El matrimonio de Stefano Casiraghi con la princesa sacó del anonimato un apellido italiano que provenía de una acaudalada familia de emprendedores del carbón del norte de Italia que hasta ese momento solo se conocía en los círculos financieros. En lo personal, quienes le conocieron le describen como un hombre elegante, generoso, serio pero divertido, culto y que sabía cómo cuidar y amar a las mujeres. Una antigua novia le ha descrito recientemente como una persona con “valores muy grandes y un profundo sentido de la familia. Encantos que hicieron que la rebelde y fiestera Carolina se convirtiera junto a él en una madre y esposa feliz. Stefano también consiguió algo que parecía difícil en aquel momento, ganarse la confianza de su suegro y su cuñado, el príncipe Rainiero y Alberto de Mónaco. Fue un referente de la familia en las glamurosas fiestas del Principado y en todo tipo de eventos internacionales. También destacó como avezado empresario que fundó varios negocios de éxito y como piloto en el deporte que terminó por acabar con su vida. Su desaparición lo cambió todo.

Tras su muerte, Carolina de Mónaco se recluyó con sus hijos en Saint-Remy, una pequeña localidad de la Provenza francesa. Las revistas no han dejado de retratar desde entonces a una princesa siempre bella pero sin el brillo en los ojos que la acompañó mientras vivió su amor junto a Casiraghi. Pasó por una época en la que el estrés le hizo perder el pelo, vivió un romance con el actor Vincent Lindon que no llegó a buen puerto y se volvió a casar con Ernesto de Hannover, con quien tuvo a su cuarta hija, Alexandra. Apostó fuerte por aquella relación porque contrajo matrimonio con quien había sido su amigo desde hacía años, pero también era el marido de una de sus íntimas amigas, Chantal Hochuli, hija de un multimillonario arquitecto suizo, con la que tenía el príncipe de Hannover había estado casado 16 años y tenía dos hijos. Esa unión tampoco iba a ser definitiva. El título más regio de la princesa monegasca, el que aún la une a la casa Hannover, una de las de más prestigio de Europa, continúa en su poder porque la pareja nunca ha oficializado su separación. Pero la realidad es que los excesos de Ernesto de Hannover con la bebida y sus salidas de tono, incluso frente a la prensa, precipitaron el fin de un matrimonio que solo se mantiene en los papeles pero que acabó de hecho en 2009. Pero esa es otra historia.


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