Un ojo grande necesita de un gran párpado. Sé de lo que hablo, en mi familia tenemos ojos generosos, “Quins ullassos!”, nos dicen, “¡Qué despropósito!”. Cuando somos pequeñas, nuestro párpado abundante envuelve al ojo como a un objeto precioso, lo muestra entre algodones de carne calentita, pero pasan los años y el órgano se impone. Brillante y redondo, parece que pudiera absorber toda la grasa de la piel circundante, que queda seca, sin vida, pegada al hueso. Nos gustan nuestros ojos de novia cadáver, por eso nos extrañó que, al cumplir cuarenta, una de nosotras se sometiera a una blefaroplastia.
El paso del tiempo no solo trae piel amojamada y osteoporosis, también cambia otras cosas. La casa, por ejemplo. La mía siempre fue lugar de reunión, llena de gente, con una cama lista llegara quien llegara y a la hora que fuera. Si llamabas al timbre y no te respondía, podías abrir la puerta dándole una patada. En el recibidor había un martillo para dejar todo tal y como estaba antes del golpe. Mi casa tiene, ahora, una mesa pequeña, cerradura, pestillo, y menos porquería. El lunes pasado, mis amigos y yo, volcamos en la mesa una carcajada cruel usando como espejo al que trata a su cuerpo como si fuera joven: delante de su público, brinca, ignorando, el hombre saltarín, que el sudor que siente bajar por la mejilla, arrastra, en su camino, eso que se ha aplicado para tapar las canas. Qué risa, sudar tinte. Como Rudy Giuliani.
Como Muerte en Venecia, pensé. Mientras seguíamos hablando de lo ridículos que podemos llegar a ser reconociendo con desesperación la tripa fofa o considerando someternos a un injerto capilar, el señor sudoroso que observaba a un niño adentrarse en el mar, moría en mi cabeza. “No es sexual ni erótico, es superior”, afirmaba Luchino Visconti cuando le preguntaron por lo arriesgado de narrar una historia entre un compositor anciano y un adolescente. Habían previsto el escándalo, dijo, y llegaron a plantearse cambiar al niño por una niña, como si la niña fuera impermeable a las agresiones. “¡Qué hermoso!” Exclamaba todo el mundo al contemplar al jovencísimo Björn Andrésen en Cannes. “Era aún más hermoso entonces, ahora ha envejecido. Es demasiado alto”, respondía Visconti. También yo he envejecido, mi carne calentita es ahora el exceso de piel que se quitó mi tía.
¿Era sangre, lo que resbalaba por la frente de Dirk Bogarde? El martes por la mañana compartí con mi marido la angustia que sentí al ver Muerte en Venecia por primera vez. Me inquietaba que un niño no pudiera apartar los ojos de un señor que le devolvía la mirada jadeando. “¿Has visto The most beautiful boy in the world? Es terrible”, me dijo. El documental arranca con un plano de la cocina de Björn Andrésen, que ya ha cumplido sesenta y seis años. Hay grasa y chorritones negros como los que se deslizaban por la frente del personaje que lo vampirizó de niño. La suciedad de su cocina se ve, pero puede limpiarse. La otra mugre que flota en la película es invisible y lo ha ajado por dentro. Es terrorífico ver, en el casting de Andrésen para Muerte en Venecia, la cara de pánico del niño cuando ha de desnudarse. “Mirar la belleza es como mirar la muerte”, dijo Visconti.
La abuela del niño anhelaba una fama que implicaba envilecer al futuro Efebo. “¿Por qué te autodestruyes?” “Eso es lo que pasa cuando no te sientes como un ser humano”. Las elipsis en el testimonio del actor son demoledoras. Pajas, murciélagos, alcohol, son algunas de las palabras que Andrésen consigue articular en The most beautiful boy in the world. “No creo que me hayan tratado así por la bondad de su corazón”, concluye al revivir los años en París, cuando hombres poderosos pagaban por estar con él.
La mugre se pudre como la piel marchita de alrededor del ojo. Se oscurece y chorrea tiñéndonos de negro. En Muerte en Venecia, Luchino Visconti registró la perfección del florecimiento de Björn Andrésen, pero nos devolvió a un chico sin carne pegado a un hueso.
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