“Somos supervivientes; un grupo de personas que hemos sido torturadas”. Terrence tiene 37 años, nació en República de Democrática del Congo y hace cinco su vida cambió radicalmente. Ante las intenciones del entonces presidente del país africano, Joseph Kabila, de permanecer en el poder un nuevo mandato, surgió un movimiento de protesta política y ciudadana, que fue duramente reprimido. El 13 de febrero de 2017, Terrence fue detenido. “Fui arrestado. Me encerraron durante varios días. Me golpearon, me maltrataron”, resume con voz pausada: “Me dieron descargas eléctricas”, agrega. Le pusieron los electrodos en los testículos y el pene. También, en otras partes de su cuerpo. “Fui torturado en mi país. Tuve que huir”.
Las víctimas de tortura cuentan su experiencia y su forma de sobreponerse a la experiencia.Vídeo: Saúl Ruiz
Las saturadas carreteras de Atenas empiezan a liberarse del atasco de la hora punta matutina. Una efervescencia que no cesa en las aceras del barrio de Kypseli. Las cafeterías, con modernos baristas y pasteles artesanos, se alternan con tiendas de móviles, peluquerías especializadas en rizos, barberías y variados escaparates. En esta zona ―que ya ha sido catalogada como una de las más “vibrantes” y “cool” a solo quince minutos del Partenón ― se instalaron hace dos décadas comunidades de migrantes, principalmente personas de origen africano y de Oriente Medio. Ahí, en octubre de 2014, Médicos sin Fronteras (MSF) inauguró un centro especializado en supervivientes de tortura (SoT), proyecto instalado en la capital griega, pero que ha trabajado en colaboración con la consulta que la ONG también opera en Lesbos. A la isla llegan anualmente miles de migrantes desde Turquía por la ruta del Mediterráneo oriental, que el año pasado utilizaron 20.373 personas, según Frontex; algo más de un 10% de las 196.000 que en 2021 entraron de manera irregular en la Unión Europea.
Terrence, originario de la República Democrática del Congo, fue torturado en 2017 por formar parte de un partido político crítico con el Gobierno. Samuel Aranda
Terrence forma parte de un grupo de supervivientes de tortura. Está formado solo por hombres y todos son migrantes, uno de los colectivos más vulnerables a esta práctica. Bien por la violencia establecida en sus países natales; bien por la crueldad de la travesía, en la que abundan abusos y traficantes de personas. “Nos ayuda estar juntos”, reseña el hombre el poder de la empatía, “el grupo se crea para compartir experiencias porque todos compartimos una muy dolorosa”. Aunque no hay cifras consolidadas sobre la incidencia de la tortura en el mundo, ACNUR estima que la han sufrido entre un 5 y un 35% de los refugiados. Por su parte, el Fondo voluntario de Naciones Unidas para víctimas de tortura (UNVFVT) ya avisaba en 2017 de que dos tercios de los pacientes atendidos por el organismo eran migrantes.
“La tortura se realiza de diversas maneras: puede ser física (palizas, amputaciones, electroshock…) o psicológica (aislamiento, privación de sueño, terror…). Sus consecuencias, por tanto, también son variadas”, explica Lydia Mylonaki, psicóloga en la clínica SoT. A pesar de ese complejo abanico de dolencias, hay algunos males arquetípicos de la tortura: daños musculoesqueléticos; dolores crónicos; artritis postraumática; pesadillas; problemas de sueño; dolor psicológico; pérdida de memoria; ansiedad; tendencias autolesivas o depresión. “La tortura es una cicatriz”, resume la psicóloga, “puede ser visible, y funciona como un perverso y constante recuerdo del daño sufrido, o una muesca invisible que cuando se activa afecta al comportamiento, a las relaciones, a la autoestima”.
Un diagrama en el local de MSF usado por el grupo de supervivientes de tortura en una de sus sesiones grupales.Samuel Aranda
La diáfana sala del local en el que se cita el grupo de Terrence, aledaño a la clínica de MSF, acoge un par de pizarras, un sillón, y unas sillas. Un ventanal aparece plagado de cartulinas con mensajes. “Supervivientes”, titula la más grande, surcada por flechas en varias direcciones. “El dinero es discriminatorio; la enfermedad no”, se indica en una de menor tamaño. “La injusticia es un virus que no requiere de contacto físico para contagiarse”, se lee en otra. Es el espacio de encuentro de los supervivientes; donde comparten sus experiencias. “Fui detenido por formar parte de un partido político opositor al Gobierno de mi país”, arranca Terrence. “Me tuvieron días encerrado, en ocasiones desnudo y con las muñecas atadas. Me pegaban y me hacían preguntas sobre el partido y sus líderes”, resume.
La tortura no es un método efectivo para obtener información fiable, como han constatado decenas de estudios científicos. Uno de ellos (Ethically Investigating Torture Efficacy: the Influence of Physical Pain on Decision-Making Processes, publicado en 2015) concluye que las personas sometidas a este tipo de abuso son más proclives a dar información falsa en un interrogatorio. Para Jorge Aroche, director de STARRTS, servicio para la rehabilitación de los supervivientes de la tortura en Sídney (Australia), “la tortura es una herramienta de control social”. Un control que se ejerce a través de una combinación de dolor y terror, que germina en el erial psicológico que ese maltrato deja a su paso. Busca doblegar: “Es una forma de amedrentar a la población”, explica Aroche, que fue presidente del Consejo internacional para la rehabilitación de víctimas de tortura (IRCT).
“Cementerio de los derechos humanos”, reza esta pintada en inglés sobre uno de los muros del antiguo campo de Moria, en la isla de Lesbos. Samuel Aranda
Tras varios días de encierro, a Terrence le taparon los ojos y le subieron en un coche: “Sabía que mi destino era la muerte”. En el viaje, un violento movimiento sorprendió su dolorido cuerpo. Habían tenido un accidente de tráfico. El hombre aprovechó la confusión para escapar. Poco después, llegó a Moria. Pasó un año en ese sobresaturado, precario y peligroso campo de refugiados. Un lugar que se convirtió en un icono del drama migratorio en el Mediterráneo y que fue arrasado por el fuego en septiembre de 2020. “Hay momentos en los que te asaltan preguntas: ¿Qué he hecho yo? ¿Por qué?”.
Habla con tono tranquilo. En repetidas ocasiones se ha oído a sí mismo contar su propia historia. Lo ha hecho a diversas autoridades para conseguir algún tipo de permiso o reconocimiento legal; a médicos para hablarles de sus dolencias; a funcionarios; a algún periodista… “El Estado griego reconoce el derecho de las víctimas de tortura, debería apoyar nuestra rehabilitación e integración”, agrega Terrence, que no tiene trabajo, pero sí permiso de residencia. Él puede hablar de su experiencia con la tortura; otros supervivientes no son capaces de verbalizarla. Algunos puede que nunca lo consigan. “Una de las complejidades de trabajar con víctimas de tortura son los desencadenantes”, explica la psicóloga Mylonaki: “Durante una conversación o en una situación cotidiana, algo puede llevar a la persona a revivir el trauma. Y eso no es positivo”.
La psicóloga Lydia Mylonaki atiende a los supervivientes de tortura en la clínica de Atenas e intenta que recuperen seguridad y autoestima. Samuel Aranda
Barry no quiere correr el riesgo de activar ningún interruptor que le desestabilice. Tiene 29 años, es de Guinea Conakry y accede a participar en el reportaje con ciertas cautelas. No quiere hablar de su mano derecha, mutilada, frágil, delicada y que continuamente protege con el acto, casi reflejo, de estirarse la manga de la chaqueta para guarecerla. No se siente cómodo con las cámaras. Más bien con las imágenes que luego tendría que ver. No llega a los 30 años, pero por su mirada podría atesorar un par de décadas más. “He pasado momentos desesperantes. Sin ganas de vivir”, afirma. Marca con hondos silencios el ritmo de la conversación. “No tenía ninguna esperanza, pero ahora, gracias al trabajo que realizamos en este centro, tengo la moral más alta”, prosigue: “Gracias a ellos, he llegado aquí ahora. Es algo que quería decir”.
No quiere ahondar en su pasado. Solo menciona que antes de instalarse en Atenas, llegó a la isla de Cos, en la costa oriental, donde estuvo en un campo de refugiados. “Aquí [en la clínica SoT] nos cuidan bien”, explica, “tienes cita con el psicólogo; también está el asistente social, que me ayuda con los papeles; el médico que se ocupa de mi salud; hay intérpretes, que me acompañan, con una actitud de respeto y consideración. Me reciben con los brazos abiertos cada vez que vengo”. Parece que resume el enfoque holístico que aplican este centro a la hora de tratar a sus pacientes y que recomienda el Consejo internacional para la rehabilitación de víctimas de tortura. “La situación social y el estatus legal de nuestros pacientes afecta a sus vidas y a su salud. Los supervivientes de tortura deben ser atendidos con un enfoque multidisciplinar”, detalla Isabelle Greneron, directora médica de la clínica SoT.
Como la autoestima y la seguridad se ven profundamente dañadas tras la tortura, los centros especializados lo primero que buscan es crear un ambiente seguro, de confianza. “La idea es dar el control a las víctimas, que visualicen que pueden manejar la situación”, ahonda la psicóloga Mylonaki. “En el proceso de tortura han perdido una parte de sí mismos”, agrega. Desde su apertura, la clínica ateniense ha tratado a un millar de pacientes y realizado 23.000 consultas (de salud mental, fisioterapia, atención primaria). En este tiempo, han identificado una serie de fallos en la protección de estas víctimas: barreras administrativas, déficit de atención médica o la ausencia de expertos en la materia en el sistema público de salud. También perversos fenómenos: “Los supervivientes de tortura son muy vulnerables ante la retraumatización o a sufrir nuevos abusos”, alerta la directora de la clínica SoT. Kali tiene esa experiencia marcada en su cuerpo.
Kali sufrió torturas en la República Democrática del Congo. Huyó y acabó en el campo de Moria (Grecia). Allí, tras una reyerta, no fue adecuadamente atendido y perdió un ojo (ahora lleva una prótesis). Samuel Aranda
Este hombre de 36 años huyó de Kinshasa después de ser recluido y torturado. En su último informe, el Comité contra la Tortura de la ONU catalogaba la República Democrática del Congo como uno de los países donde existe la tortura. El documento también incluía a: Belice, Benin, Bosnia y Herzegovina, Burkina Faso, Burundi, Filipinas, Gabón, Liberia, Mongolia, Nauru, Níger, Nigeria, y Sudán del Sur. A Kali le arrestaron en 2017, en una de las múltiples manifestaciones en contra del Gobierno de Kabila. “Debido a los golpes que recibí, con el oído derecho casi no puedo oír”, detalla. Dejó atrás a su mujer y a sus dos hijos y en la costa turca subió a una atestada lancha, que lo llevó hasta Lesbos. Pensaba que había tenido suerte hasta que llegó a Moria: “En ese horrible lugar estuve seis meses”. Allí conoció a Terrence. En una reyerta, dentro del hacinado campo, sufrió un corte en el ojo derecho. La herida se complicó. Cuando quisieron trasladarle a Atenas, diez días después del incidente, era demasiado tarde: se quedó tuerto. “Soy una víctima. He sido mutilado en un campo de refugiados del Gobierno de Grecia. No me dieron la atención necesaria. ¿Por qué no me transfirieron antes al hospital?”, se pregunta el hombre, que sigue en tratamiento ―toma cinco pastillas diarias por sus dolencias― y al que le acaban de reconocer una discapacidad parcial. A pesar de todo, sus papeles se hacen esperar: “Es la tercera vez que los pido. Y no tengo ni un informe que acredite lo que me hicieron en el ojo, ni nada que me pueda ayudar a irme a otro lugar. ¿Dónde voy a ir? ¿De qué voy a trabajar?”. A esas recurrentes preocupaciones de Kali, se ha unido recientemente una más: la clínica de supervivientes de tortura de MSF va a echar el cierre. “No sabemos qué vamos a hacer ahora”.
Brillantes cacahuetes y verdes guisantes relucen sobre el arroz que Muhammad, de 24 años, ha cocinado. “Lo hace bien” confirman sus dos compañeros de piso. Viven en el barrio de Patisia, una zona más alejada del centro de Atenas, pero más económica lo que les permite un piso más cómodo; en algunos conviven hasta una decena de personas en habitaciones compartidas. Los tres son de Siria, un país asolado por el conflicto desde 2011 y donde operan diversas facciones de Estado Islámico. “Siendo menor ya estuve en la cárcel”, cuenta el joven, que trabaja de mecánico y es el único con empleo de los supervivientes de tortura entrevistados. “En mi país, te acusan de terrorismo y te tratan como si fueses Osama Bin Laden”, continúa. Con precisión detalla cómo, en sucesivas detenciones, le humedecían el cuello, la espalda o el torso y le introducían agujas metálicas en su piel, conectadas a unas baterías y que suministraban descargas eléctricas. Un reguero de puntos salpica la piel de su espalda y de su pecho. “No tenía ninguna razón para quedarme en mi país”. En septiembre de 2018, con el verano a punto de despedirse, Muhammad salió de Damasco.
Piso compartido por migrantes en el barrio de Kypseli, en Atenas. En un apartamento de unos 60 metros cuadrados pueden convivir una decena de personas. Samuel Aranda
Un año después, cruzó a pie la frontera norte de Grecia. Un paso donde, a primeros de febrero, murieron al menos 12 personas congeladas tras haber sido rechazadas en la frontera por las autoridades griegas, según denunciaron las fuerzas fronterizas turcas. Las devoluciones en caliente no están permitidas en la Unión Europea, pero sí el retorno de migrantes de manera organizada, según el Acuerdo Turquía-UE de 2016, que considera a Turquía un país seguro. “El mismo acuerdo que permite que toda persona que llegue a las islas pueda ser obligada a permanecer allí, con restricciones de movilidad”, explica Lisa Papadimitriou, asesora en asuntos humanitarios de MSF Grecia. “Falsamente, creen que esto desincentiva la migración. Mientras tanto, capturan a gente en los campos de las islas, los tratan como criminales y los exponen a situaciones de riesgo”, agrega la experta.
“Turquía no es un país seguro y menos para los migrantes”, afirma Fatih. Es turco, profesor de matemáticas, tiene 30 años y lleva dos y medio en Atenas. Aunque desconoce las razones por las que le detuvieron en su país, las vincula con sus ideas políticas: “Soy comunista y nos quiere erradicar”. Recuerda duros interrogatorios en los que le preguntaban continuamente nombres. “Nos tenían en grupo, de pie, desnudos, con los ojos tapados”, recuerda. “Nos quemaban con cigarrillos; nos asaltaban sexualmente, penetrándonos con diferentes objetos; meaban sobre nosotros. Y si nos quejábamos, nos recluían en soledad”, prosigue. La Convención de la ONU contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes está ratificada por 165 estados. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, un tratado multilateral que prohíbe explícitamente la tortura, concita más apoyos: 172 naciones. A pesar de ello, en los últimos cinco años, Amnistía Internacional ha denunciado torturas en, al menos, 141 países del mundo.
Alambradas del campo de refugiados de Mavrovouni, también conocido como Kara Tepe 2 (por su nombre en turco que significa, como en griego, montaña negra), en la isla de Lesbos. Este centro, desde el que se avista la costa de Turquía, es el sustituto de Moria. Samuel Aranda
Tras su liberación, Fatih supo que tenía que escapar. Lo consiguió. Ahora da clases de matemáticas por Zoom y reconoce estar frustrado en Atenas: “No he tenido respuesta a mi petición de asilo. Estoy en un limbo. Parece que estoy muerto”. También se reconoce algo ansioso. “Hay días que puedo controlar mi mente, puedo respirar y estar relajado. Pero otros, no. Entonces, todos los malos recuerdos aparecen de repente, llevándome al colapso. Si es de noche, duermo mal, tengo pesadillas, y al día siguiente estoy agotado”, explica el hombre. Le preocupa y lamenta la clausura de la clínica SoT.
Este centro especializado es uno de los proyectos temporales de MSF, misiones que pretenden actuar sobre una problemática concreta, en áreas donde falta atención, y abrir camino a autoridades y organizaciones locales. Tras siete años de actividad, la clínica dejó de pasar consulta el pasado diciembre, poco después de la visita de El País Semanal. Aunque por el momento ninguna organización, ni pública ni privada, ha tomado el relevo, sus pacientes pueden seguir acudiendo al centro de referencia (de ateción generalista y no especializada en torturas) que mantiene la ONG en Atenas. Además, la organización Babel, especializada en atención psicológica a migrantes, atiende ahora a Kali así como a otros pacientes de la clínica SoT. Tarea a la que recientemente se ha unido otros colectivos atenienses. Ninguno de ellos tiene la capacidad de ofrecer el enfoque integral del centro cerrado. “Podemos aplicar en otros proyectos lo que hemos aprendido aquí con respecto a los supervivientes”, apuntaba la directora en el último comunicado que emitió la clínica. En él se incluía también una petición a la Unión Europea: “Debería asegurar que las personas que han sufrido tortura, así como el resto de víctimas de violencia, sean adecuadamente atendidas; que reciban cuidados médicos y psicosociales apropiados; que tengan asistencia legal; así como unas condiciones de vida que valoren la traumática experiencia que han vivido”. En definitiva, que se les trate como lo que son: supervivientes.
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