Cuando era pequeño Sylvester Stallone tenía tan pocos amigos que robaba dinero a su padre para invitar a sus compañeros a coca-colas. Su ídolo era Superman, se pasaba las tardes viendo el serial protagonizado por George Reeves y, como tantos niños antes y después que él, una tarde se puso una capa y saltó desde el tejado de su casa. Al aterrizar en el suelo se rompió la clavícula. Su padre le dio un consejo que él después incluiría en el guión de Rocky: “Naciste sin mucho cerebro, así que más te vale empezar a usar tu cuerpo”. Así que Sylvester se puso a levantar pesas con una escoba y dos bloques de cemento. Los chavales se reían de su cara (el labio descompensado es resultado de un fórceps mal ejecutado durante el parto), de su forma de hablar arrastrando las vocales y de su nombre. Durante su adolescencia se hacía llamar Mike, se compró un diccionario para aprender palabras nuevas y llevaba a todas partes una grabadora en la que recitaba poemas de Walt Whitman para mejorar su dicción. Stallone, que hoy cumple 75 años, nunca ha dejado de sentirse como un marginado. Ni siquiera cuando era la mayor estrella del planeta.
“Mi padre me trataba como le habían educado a él, con un puño de hierro. Y se comunicaba mediante bofetones en la boca”, explicaría. Su madre, Jackie Stallone, definió a su exmarido como “el hombre más sádico que Dios jamás ha permitido en esta tierra” y aseguró que “azotaba a Sylvester con una fusta de polo hasta que sangraba”.
A los 30 años escribió y protagonizó Rocky, un melodrama sobre un boxeador que viajaba de las calles a la gloria gracias a su capacidad para resistir golpes. La campaña promocional presentó a Rocky como un alter ego de Stallone y años después, cuando el actor iba a rodar a las aldeas más recónditas de Tailanda, los niños, las prostitutas y los leprosos se le acercaban como si fuese una aparición. “Cuando los espectadores jalean a Rocky”, dijo él, “se están jaleando a sí mismos”.
Ante las 10 nominaciones de Rocky, Stallone se hizo fabricar una vitrina de terciopelo púrpura para colocar su hipotético Oscar. No ganó ninguno de los dos a los que optaba (actor y guionista), pero eso solo contribuyó a alimentar la narrativa de que Sylvester Stallone, como Rocky, era el perdedor más glorioso de Estados Unidos. “Stallone se ha convertido rápidamente en una figura casi mitológica que representa una fantasía de éxito repentino”, admiraba entonces Variety. “Yo entré en Hollywood por la puerta del servicio”, explicaría. “Cuando fui a los Oscar se me rompió la pajarita y la gente dijo que era una falta de respeto. Siempre pensaron que era un estúpido, aunque hubiese escrito todas las películas de Rocky. Me insultaban por los personajes que interpretaba”. En cuanto saltó a la fama, la crítica lo bautizó como “el Orson Welles de los estúpidos” y una productora porno reeditó una película erótica que Stallone había rodado cuando era tan pobre que tuvo que vender a su perro Butkus. Las estrellas y ejecutivos de Hollywood organizaban pases privados para ver la película, retitulada como El semental italiano en honor al apodo de Rocky Balboa.
Stallone le pidió al Sunday Times que en su foto de portada le sacase leyendo a Shakespeare. Enseguida anunció que haría todo lo posible por protagonizar Superman (el elegido sería Christopher Reeve) y que estaba trabajando en un guion sobre Edgar Allan Poe. Tras saltar a la fama como perdedor, ahora quería interpretar personajes que fuesen “líderes de los hombres”.
Pero en 1982 creó otro mito contemporáneo, el exboina verde traumatizado por la guerra de Vietnam John Rambo, en Acorralado y el presidente Ronald Reagan lo adoptó como un símbolo del nuevo imperio norteamericano. Antes de ordenar el bombardeo de Libia contra Gadafi, Reagan declaró “He visto Rambo, sé lo que hay que hacer”. Cuando reformó los impuestos, proclamó que “en el espíritu de Rambo, sé que vamos a ganar”.
Stallone representaba una virilidad tan hiperbólica que la crítica cinematográfica lo trató como un chiste (“Todas sus películas giran en torno a su torso”; “es la estrella perfecta para los que creen que el feminismo fue una aberración”; “su éxito es tan inexplicable como la muerte súbita de un bebé”) y él mismo acabó convertido en su propia caricatura.
Los enemigos de Rocky en las secuelas empezaron a ser gente como Mr. T o Hulk Hogan. Nada más aterrizar en Vietnam en Rambo 2, Stallone era asediado por una serpiente que él estrangulaba sin ni siquiera mirarla. Pero cuanto más crecía la autoparodia más crecía la taquilla: Rambo II y Rocky IV fueron la segunda y tercera películas más exitosas de 1985, el año en el que Reagan revalidó su puesto con la mayor victoria electoral de Estados Unidos en los últimos 85 años. El actor culminó el año casándose con Brigitte Nielsen, una danesa de 1,85 metros de altura (ocho centímetros más que él) que lo primero que le dijo al conocerlo fue que ese era el sueño de su vida.
Pero tras 548 días, se divorció de Nielsen porque vio Luz de gas y se sintió identificado con Ingrid Bergman. De repente se dio cuenta de que el mundo parecía alegrarse de este fracaso, del mismo modo que los millonarios presumían cada vez que le ganaban en una subasta de arte o en un partido de polo. Y entonces empezaron las leyendas urbanas en torno a Stallone: que se inyectaba células de oveja para mantenerse joven, que prohibía a la gente silbar a su alrededor (su padre solía silbar antes de azotarlo), que tenía una válvula hidráulica instalada en el pene y solo conseguía la erección aleteando el sobaco.
“Nunca he leído tantas insinuaciones sexuales en torno a un divorcio como con el mío”, denunciaba el actor respecto a los chistes de la prensa. Las declaraciones de Nielsen (“A veces es difícil callarse, pero no voy a hablar sobre la naturaleza de mis relaciones íntimas con Sylvester por respeto a él”) solo añadieron combustible a la especulación. “Reconozco que tengo tendencias masoquistas, tengo un umbral del dolor muy alto”, confesaba el actor como resultado de los años de maltrato que sufrió de pequeño.
Tras 10 años en Hollywood, Stallone estaba en la cima del éxito y más lejos de conseguir el respeto que nunca. Con la excepción de Cobra, el brazo, que presumía haber escrito en 16 días, todos sus intentos fuera de las sagas Rocky y Rambo (Rhinestone, una comedia de enredo con Dolly Parton; Yo, el halcón, una especie de Rocky pero con pulsos; o Tango y Cash, una copia de Arma letal) eran ignorados, cuando no ridiculizados, por un público que simplemente asumió que él también era una masa de músculo descerebrada.
Con la llegada de los noventa anunció su retirada oficial del cine de acción, cambió las camisetas de licra por trajes de Versace y apostó por comedias familiares como Oscar ¡quita las manos! o ¡Alto! O mi madre dispara. Al fin y al cabo, a su enemigo íntimo Arnold Schwarzenegger le estaba funcionando la transición hacia el humor (Schwarzenegger contaría, años después, que le ofrecieron ¡Alto! O mi madre dispara y le pareció un guión tan espantoso que fingió interés solo para que Stallone se empeñase en “quitarle” el papel). En aquella época, iba a todas partes con gafas de ver: quería presentarse como un Clark Kent de sí mismo.
Aquellos fueron los años de las fiestas esperpénticas en Hollywood (en una de ellas, Mickey Rourke acabó bañándose en la playa con dos llamas), del establo con 30 ponis y de las colecciones de arte. Para formar parte de la jet set llenó su mansión con 200 obras de artistas como Botero, Rodin, Monet, Chagall, Dali, Basquiat, Warhol o Bacon. En sus estanterías convivían ediciones originales de Melville con En la arena de Richard Nixon o la autobiografía de Mr T. Y la única foto de pareja que había en su salón era de él con su poni Uzi. En una entrevista con Vanity Fair prefirió hablar sobre sus sentimientos hacia los ponis que sobre sus exmujeres: “Uzi…” suspiraba, “Era un caballo increíble. Se lo presté a alguien y regresó incontrolable. Era hipersensible a quién le cabalgaba”.
Él mismo empezó a pintar cuadros sobre héroes (Hércules, Superman o Errol Flynn) a los que se les acababa el tiempo. “Me niego a terminar como James Brown, haciendo acrobacias a los 60”, proclamaba. Pero en 1993, tras el estrepitoso fracaso de sus dos comedias, anunció su regreso al cine de acción con otra portada en Vanity Fair. Esta vez emulaba a El pensador de Rodin: no solo exhibía su musculatura sino que la elevaba a la categoría de obra de arte.
“Estoy resignado a hacer películas que encajen en mi imagen pública en vez de luchar contra ella”, aseguraba. “A veces mis aspiraciones han excedido mis habilidades. Me gustaría hacer de Edgar Allan Poe, pero nadie podría aceptarme como un frágil poeta que abordaba la vida desde la intelectualidad. La gente no lo aceptaría. Solo esperarían que dijese “¡Eh, tú, Poe!”. Stallone admitía que odiaba hacer pesas tres veces al día, pero sentía que si dejaba de hacerlo sería “como una de esas cosas rollo Dorian Gray” y que “en menos de una semana parecería el guardián de la cripta”. “No sé si me siento así por una tremenda inseguridad o por un vacío insondable de mi infancia que jamás voy a satisfacer, pero siento que estoy incompleto”, confesaba.
El éxito de Máximo riesgo y Demolition Man lo devolvió a las grandes ligas pero resultó un espejismo: El especialista, Asesinos, Juez Dredd y Daylight, pánico en el túnel no solo fallaron en la taquilla sino que evidenciaron que el público veía a Stallone como una reliquia de un cine, un patriotismo y una virilidad rancios que los noventa deseaban dejar atrás. Y él era el máximo y más risible exponente de aquel pasado.
Durante el rodaje de Daylight, pánico en el túnel Stallone se dio cuenta de que llevaba varios años buscando sufrir dolor en sus escenas de riesgo, así que volvió a colgar las mancuernas y aceptó engordar para el drama Cop Land. El actor expresaba su frustración tras dos décadas haciendo un tipo de cine que lo machacaba físicamente, lo “castraba” (interpretaba a tipos duros pero en realidad era un elemento decorativo en medio de los efectos digitales) y lo había convertido en “un estereotipo” del que ya no podría escapar jamás y que además despertaba pitorreo entre el público y la industria. En 2000 los Razzie le dieron un premio honorífico como el peor actor del siglo. Y en 2002, tras los fracasos de Get Carter, Driven y D-Tox, ojo asesino, su agencia de representación (CAA, la más poderosa de Hollywood) lo despidió. Tenía 56 años.
“Un artista muere dos veces y la segunda [la muerte física] es la más fácil. La muerte artística, el hecho de que ya no eres pertinente es una información muy, muy difícil de asimilar. Los de mi generación sienten que todavía tienen mucho que dar, pero nadie les ofrece la oportunidad. Se les considera obsoletos”, lamentaba entonces.
Stallone pasó cuatro años sin trabajar, durante los cuales comprendió que Rocky y Rambo eran “los únicos amigos” que le quedaban en Hollywood. Rocky Balboa en 2006 y John Rambo en 2008, escritas y dirigidas por él, sedujeron a los críticos y, lo que es más importante, atrajeron a la gente al cine. Stallone se sorprendió al descubrir que la mayoría de espectadores rondaban los 30 años: toda una generación había crecido viendo sus películas en la tele y sentía una admiración por él libre de prejuicios o elitismo. Con este impulso, Stallone decidió aprovechar su popularidad reciclada para lanzar una nueva franquicia. Y esta vez no interpretaría a un perdedor. Esta vez sería un líder de los hombres: le iba a dar trabajo a todos sus compañeros.
El título español de Los mercenarios traiciona el metacomentario del original (The expendables, “los prescindibles”) porque en este proyecto Stallone, de nuevo director y guionista, convocó a las demás estrellas del cine de acción de los ochenta y los noventa a las que Hollywood había descartado cuando dejaron de ser rentables sin darles la oportunidad de construir una carrera madura (Rourke, Lundgren). Esta especie de “asilo de los mamporros” iría acogiendo nuevos residentes en cada secuela: Willis, Schwarzenegger, Norris, Van Damme, Snipes, Banderas, Gibson. Y tras terminar la trilogía, Stallone recibió las mejores críticas de su carrera por volver a interpretar a Rocky Balboa en Creed.
Al subir al escenario a recoger su Globo de Oro, se dio la vuelta y se mostró visiblemente sorprendido al encontrase a toda la sala levantada. Según el productor de la saga Rocky, Irwin Winkler, ver a gente como Steven Spielberg o Tom Hanks en pie fue especialmente gratificante: “Sería un gran momento para cualquier actor y sin duda lo fue para Sly. No creo que le hayan mostrado respeto en 40 años”. Pero tres semanas después perdería el Oscar. Y una vez más, Stallone fue el perdedor más glorioso de la noche. “Yo estoy acostumbrado a, al igual que Rocky, guiarme por la mentalidad de no abandonar”, explicó. “Él entró por la puerta del servicio. Cenó con los trabajadores, cenó con reyes, pero al final de la noche pagó la cuenta y salió por la puerta del servicio”. De momento sigue dentro de la fiesta: este año aparecerá en The Suicide Squad y en Samaritan, la historia de un niño que descubre que su ídolo, un superhéroe al que dieron por muerto 20 años atrás, sigue vivo. Y que tiene sus poderes intactos.
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