Ícono del sitio La Neta Neta

Tenerife, la isla volcán

Paisajes variados, diversos microclimas, distancias cortas; playas, montañas, volcanes. Sumemos a una potente riqueza natural productos gastronómicos de la tierra y un ritmo pausado que invita a explorarlo todo con calma, disfrutando de cada instante como si fuera un preciado regalo, y el resultado es la escapada que todos estamos buscando, especialmente en estos tiempos que corren. Así es Tenerife.

En esta isla de poco más de 2.000 kilómetros cuadrados cada zancada lleva a toparse con sorprendentes tesoros naturales y más de una joya milenaria. Un lugar cuyos encantos no dejan indiferente a nadie. Aunque solo sea por el Teide y sus imponentes 3.718 metros de altura, uno ya se siente atraído por esta isla. Pero Tenerife es mucho más que el sitio donde está el pico más alto de España. Un territorio repleto de insólitos recovecos donde los paisajes volcánicos engendran playas de arena negra que comparten cartel con otras de tez dorada; donde los parajes desérticos se entreveran con vertiginosos acantilados, selvas subtropicales y bosques de laurisilva, maravilla endémica que aún atesoran algunos archipiélagos de la Macaronesia (Azores, Madeira y Canarias). También conocido como Monteverde, son los restos de un bosque del Terciario con más de 20 millones de años, tan singular, que ha sido declarado reserva de la biosfera. Este ecosistema único se encuentra ubicado en el parque rural de Anaga, al norte de la isla, donde la abundante humedad todo el año hace que todavía pueda seguir existiendo.

Adentrarse en estos bosques permite ver de cerca árboles milenarios de hasta 40 metros de altura, donde los viñátigos (de la familia Lauraceae) son los más característicos. Junto a ellos, a cada paso van surgiendo pinos, eucaliptos, laureles, naranjos salvajes, tilos, helechos: un manto de flora de incalculable valor biológico. Perderse entre su espesura, bañada por la luz del sol que se filtra a través de su talluda bóveda forestal, incita a olvidarse de todo, a prestar máxima atención al entorno y agudizar nuestras percepciones casi de forma animal. El parque alberga el llamado Sendero de los Sentidos, una ruta que propone distintas experiencias a través del tacto, el oído e incluso el olfato. A lo largo de este antiguo camino real, que antaño conectaba la zona rural de Anaga con la ciudad de San Cristóbal de La Laguna, encontramos carteles con una mano, una oreja o un ojo que invitan a tocar ese árbol y sentir su textura, a escuchar el canto de aquél pájaro, a descubrir los aromas de un entorno vivo. Pura magia.

Otra masa de laurisilva recorre el Sendero de los Guardianes Centenarios. Se encuentra muy cerca del parque rural de Anaga, pero dentro ya del bosque de Agua García. Un recorrido fascinante y misterioso donde la paz y la tranquilidad son tales que se aprecia la envolvente melodía del silencio, interrumpida solo por el viento zarandeando las copas de los árboles, el aleteo de algún ave entre las ramas, las propias pisadas sobre el suave crujir de las hojas del camino. Un camino que durante el siglo XV fue de los acuíferos más importantes del municipio de Tacoronte y que custodian también vetustos viñátigos. Como el longevo ejemplar de la Cuna, que durante sus más de 800 años ha ido desarrollando unas raíces tan gruesas y altas, hoy cubiertas de espeso musgo, que han creado en su base una especie de cueva. A pocos pasos de distancia se encuentra el puente de Toledo, corto y de madera, que lleva hasta las cuevas del mismo nombre: un conjunto de grutas subterráneas también conocidas como las cuevas de Vidrio, porque en el siglo XVI se extraía de ellas la traquita, un material necesario para su fabricación.

Pero el parque rural de Anaga no está compuesto solo de arboledas mágicas y ancestrales. La playa de Benijo y la Punta del Hidalgo son dos lugares que merece la pena incluir en el cuaderno de ruta. Benijo es una buena muestra del origen volcánico de la isla y un enclave alejado del turismo masificado, ideal para viajeros más intrépidos. No es un arenal a la clásica usanza, donde uno llega con su toalla y su sombrilla dispuesto a pasar horas gozando del sol, la fina arena dorada y las suaves olas. Llegar hasta aquí implica conducir por una serpenteante carretera y, ya a pie, descender una empinada escalinata de madera para pisar una playa de arena negra, flanqueada por una inmensa montaña, desde la que se atisban los roques de Benijo (a la izquierda) y de La Rapadura (a la derecha). Tenerife en general y Anaga en particular están plagados de estos roques: espigados domos volcánicos que se alzan, imponentes, desde prominentes lugares tierra adentro o frente a la costa, surgiendo desde las mismas aguas del océano. Hacia el oeste, la Punta del Hidalgo es conocida, además de por sus buenas olas para surfear, por una peculiar y brillante referencia arquitectónica: su faro. Y es que esta futurista construcción de 50 metros de altura recuerda más a los rascacielos de ciudades como Chicago o Dubái que a una atalaya que alumbra a los navegantes, lo cual no resta un ápice de atractivo a su espigada estructura de inmaculada blancura. Y colindando, de nuevo hacia el oeste, se encuentra Bajamar, que además de albergar la iglesia de San Juan Bautista, de 1628, es un lugar idóneo para empezar alguna de las innumerables rutas por el macizo de Anaga.

Arquitectura volcánica

Junto con los roques, los tubos volcánicos son otra de las peculiaridades geológicas de Tenerife. Se trata de una especie de túneles o cavidades que se forman dentro de los mantos incandescentes de lava que fluyen tras la erupción de un volcán y cuando su capa más exterior se solidifica rápidamente al entrar en contacto con el aire.

La Cueva del Viento es el mayor tubo volcánico de Europa y el quinto del mundo —los otros cuatro se encuentran en Hawái—. Formado hace unos 27.000 años, está compuesto por casi 18 kilómetros de galerías a distintos niveles que dan paso a impresionantes estalactitas de lava y cascadas solidificadas. Este laberinto subterráneo está en Icod de los Vinos, un pueblecito al noreste de la isla ideal para catar los típicos vinos tinerfeños —acompañados, a ser posible, de quesos autóctonos de cabra y oveja y miel del Teide— y contemplar su famoso drago milenario. Ubicado en mitad de un jardín botánico que reúne una gran variedad de especies de plantas indígenas y endémicas de Canarias, este árbol de la familia de las Dracaena draco es uno de los ejemplares más antiguos del planeta. Cuenta la leyenda que los dragones del pasado se convertían en árboles al morir y que por eso, cuando se corta su corteza, brota una resina roja: la llamada sangre del dragón. Se dice también que este drago en concreto tiene más de 1.000 años de vida, pero como a pesar de sus casi 20 metros de alto y 10 de perímetro técnicamente no es un árbol, sino una planta arbórea, su edad no se averigua observando los anillos de su tronco, sino a través del número estimado de ramas. Así, mitos y leyendas aparte, se calcula que el drago milenario de Icod no tiene más de 800 años (que no son pocos). En cualquier caso, esta maravilla que se alza como uno de los emblemas de la isla fue declarado monumento nacional en 1917.

Siguiendo hacia el oeste, a unos 10 kilómetros de distancia espera Garachico, el que antaño fuera principal puerto comercial de Tenerife. El intercambio mercantil lo acaparaban las importaciones de azúcar y las exportaciones de vino entre Europa y América, hasta que en 1706 la erupción del volcán Trevejo destruyó la localidad y la enterró bajo la lava. Resurgió con fuerza de entre las cenizas hasta convertirse en el pueblo que contemplamos hoy, de calles estrechas y empedradas, plagadas de vestigios de los siglos XVI y XVII. El convento de San Francisco, la ermita de San Roque y las iglesias de Nuestra Señora de los Ángeles o de Santa Ana son algunas de las muestras de su notable patrimonio histórico y cultural. Sin olvidar el castillo de San Miguel, una pequeña fortificación de piedra al borde del Atlántico que ejemplifica las construcciones defensivas que se levantaron para protegerse de las incursiones piratas. Como la del corsario inglés Francis Drake, que, según la tradición oral, atacó la isla entrando por este punto para robar su vino antes de poner rumbo al estrecho de Magallanes y las costas de Perú. Sea como fuere, justo detrás de esta torre defensiva encontramos la piscina natural de El Caletón y enfrente, alzándose sobre el mar, el roque de Garachico. Albercas naturales como esta, que se llenan de agua cuando sube la marea y suelen estar flanqueadas por brazos de roca volcánica, se pueden encontrar en otros puntos de la isla, como en el barrio de Santa Lucía, en la costa de Güímar, o los charcos de la Laja y del Viento.

El viaje continúa a los acantilados de Los Gigantes, uno de los lugares más sobrecogedores de Tenerife. Situados en la costa oeste, dentro del parque rural de Teno, este conjunto de murallas naturales de origen volcánico y columnas de lava solidificada forma una solemne estructura de más de 600 metros de altura, que se prolonga otros 30 por debajo del mar. Buena parte de ellos son inexpugnables, y tal vez por eso, y porque se pensaba que aquí acababa el mundo, los primeros guanches de la isla los bautizaron con el nombre de Murallas del Diablo y Murallas del Infierno. Para los amantes del mar y del submarinismo es un lugar idílico: el mejor enclave isleño para el avistamiento de cetáceos y, además, su fondo marino alberga una gran riqueza natural, dispersa entre las cuevas y recovecos que los acantilados forman bajo el agua.

Un poco más al norte, la Punta de Teno es un brazo de tierra que se adentra en el mar e invita a quedarse hasta el final del día y disfrutar de la puesta de sol en el punto más occidental de Tenerife. Además, girarse y ver desde esta perspectiva los acantilados hace que uno entienda por qué los guanches le dieron ese nombre. También dentro del parque rural de Teno está el Monte del Agua, una pequeña muestra de bosque de laurisilva que se despliega entre barrancos y caminos reales. Por aquí discurre una buena ruta senderista de unos 12 kilómetros, que arranca en el pueblecito de Los Silos y pasa por Las Moradas —cuyo nombre se debe a las antiguas y humildes moradas de los pastores y agricultores— y Cuevas Negras, parte de un antiguo camino ­real donde vivieron lugareños que se dedicaban a la agricultura y la ganadería.

El techo de España

Imposible no visitar el Teide. ¿El típico tópico? Nada más lejos de la realidad. Esta cima que roza los 4.000 metros de altitud y señala el punto más alto de España es, ante todo, una maravilla natural que fue declarada patrimonio mundial por la Unesco en 2007. Subir hasta la misma cumbre —requiere de un permiso previo (reservasparquesnacionales.es)— es una formidable experiencia para cualquiera. Especialmente si se recorre a pie todo el camino a través de sus senderos de arena volcánica, descubriendo especies de flora únicas como el tajinaste rojo —también llamado sangre del Teide, es una planta endémica con forma de lanza roja oscura— y la violeta del Teide, y detectando su olor a azufre tan característico. Porque este pico piramidal es un volcán que todavía registra actividad sísmica y que actualmente se encuentra en un periodo de reposo, según los vulcanólogos.

Lo mejor para apreciarlo en todo su esplendor es tomarse un par de días para llegar hasta arriba, pasando una noche en el refugio de Altavista (3.260 metros; volcanoteide.com). Además de hacer la subida más llevadera, al caer la noche el cielo se muestra como en pocos rincones del mundo. La escasa contaminación lumínica y la excelente calidad atmosférica, sumadas a la altitud, permiten contemplar un manto plagado de estrellas, astros y constelaciones normalmente invisibles. De día también es posible observar al detalle estas maravillas celestes desde el Observatorio Astronómico, a 2.390 metros. ¿Una recomendación? No dude en madrugar para llegar a la cima al amanecer. Quizá se haga una idea de cómo se sentían los antiguos dioses del Olimpo. Hablando de dioses, en los Roques de García se rodaron un buen número de escenas de la versión moderna de Furia de titanes (2010), como en la que Perseo se enfrenta a escorpiones gigantes.

A los pies del Teide, en el valle de Ucanca, la erupción de un volcán hace unos 200.000 años separó la caldera de Las Cañadas, dando lugar a estas formaciones rocosas que comprenden un recorrido circu­lar de menos de cuatro kilómetros. La Cascada, la Catedral o el Roque Blanco son algunas de las inmensas estructuras pétreas que integran este conjunto, del que probablemente el más conocido sea el Roque Cinchado o Dedo de Dios: 27 metros de altura de una especie de chimenea color rojizo que aparecía en los antiguos billetes de 1.000 pesetas.

Esta zona del parque nacional del Teide es la mejor de la isla para admirar paisajes lunares. Justo a los pies de la montaña se encuentra el pueblo de mayor altitud de España, Vilaflor (1.450 metros). Un paisaje de cráteres, chimeneas volcánicas y demás formaciones rocosas donde la protagonista es la piedra pómez o pumita, esa roca blanca de tan baja densidad que flota en el agua y es indicativa de erupciones volcánicas violentas, como la que en su día enterró Pompeya bajo el Vesubio. Caminar por aquí podría ser lo más parecido a pisar la Luna, si no fuera por las manchas de pino canario que salpican la escena.

El Arco de Tajao es otro paisaje lunar destacable. Situado al sur de Tenerife, se ubica en el barranco de Bijagua. Esta especie de puente de roca surgió hace unos 270.000 años, como tantas otras cosas en esta isla, por la erupción de un volcán. Con el paso del tiempo, la erosión del agua y el viento fue dándole forma hasta convertirla en la estructura de casi 30 metros de largo y 10 de alto que vemos hoy. Aunque resulte tentador, no camine por la superficie. Este impulso que tantos visitantes no consiguen reprimir está poniendo en peligro su conservación por riesgo de derrumbe. Paisajes y escenarios milenarios como este y tantos otros de Tenerife, de incalculable valor cultural y medioambiental, merecen ser descubiertos y disfrutados, pero también preservados para poder seguir gozando de su presencia miles de años más.

Pistas gastronómicas

“Para ser guachinche debes cultivar y elaborar tu vino, un vino local al que llamamos el chulo de Tenerife”, explica Aída Martín, propietaria del Guachinche Los Gómez (629 62 05 89), cerca de La Orotava. Los guachinches son comedores rústicos montados en la parte trasera de algunas casas en las montañas tinerfeñas, la mayoría ubicadas en las verdes faldas del norte. “No se encuentran en ninguna otra parte de Canarias”, explica Martín. Surgieron hace muchos años, como algo ilegal, cuando los viticultores que cultivaban ese chulo de Tenerife necesitaron vender el excedente. Entonces decidieron acompañarlo con platos de la gastronomía local (ropa vieja, chuleta a la parrilla, papitas, queso de oveja fundido) y hoy se alzan como una de las señas de identidad cultural más prominentes de la isla.

Otros guachinches a tener en cuenta: La Paca, Casa Carlos y Suso, cerca del Sendero de los Guardianes Centenarios, y Bibi y Mana, en Taganana. Si uno quiere descubrir la auténtica cocina tinerfeña y quedarse con un buen sabor de boca, son parada obligada.

Encuentra inspiración para tus próximos viajes en nuestro Facebook y Twitter e Instragram o suscríbete aquí a la Newsletter de El Viajero.




Source link

Salir de la versión móvil