9.30 de la mañana en la costa este de Estados Unidos. Aeropuerto de Augusta. Un avión privado toma tierra. Es un jet 2008 Gulfstream, con tres picos dorados dibujados en la parte trasera. El número de registro de la nave, N517TW. Su dueño, Tiger Woods. A nueve días de que comience el Masters.
El rumor ha ido creciendo en las últimas horas. ¿Puede Tiger disputar el primer grande de la temporada de golf? Nadie lo creía posible, ni siquiera el mismo mito estadounidense, que a los 46 años se recupera de una terrible fractura de la pierna derecha que sufrió hace 13 meses tras un accidente de tráfico a las afueras de Los Ángeles, cuando perdió el control de su vehículo a 140 kilómetros por hora, el doble de lo permitido en esa zona. Desde entonces, todo han sido silencios y ausencias, o como mucho palabras de dolor. “Estuve muy cerca de salir del hospital con una sola pierna. Tengo suerte. Esa opción estuvo sobre la mesa”, admitió en noviembre pasado. Entonces, el ganador de 15 grandes confesó que ya no volvería a ser el jugador imperial que fue, roto físicamente tras cinco operaciones de espalda, cinco de rodilla y un siniestro en coche que casi le cuesta la vida. “Regresaré al circuito americano, pero nunca más a tiempo completo. Escogeré torneos y jugaré. Es una realidad lamentable, pero es mi realidad. Lo acepto. Ya no necesito jugar contra los mejores del mundo para tener una gran vida. Después de mi última operación de espalda tuve que escalar otra vez el Everest, tenía que hacerlo y lo hice, pero esta vez ya no tengo el cuerpo para hacerlo. No puedo volver a subir a la montaña, ya no puedo llegar hasta la cima”.
Fueron tres meses en una cama de hospital instalada en su casa, silla de ruedas, muletas, volver a caminar, “atrapado en casa”, feliz, contó, por poder tumbarse en el césped, “estar a solas, sin nadie hablando, solo escuchando el canto de los pájaros”. Para alguien con una elevadísima tolerancia al sufrimiento, que ganó cojo el US Open de 2008, recuperarse de esa pierna rota fue “lo más doloroso” de su carrera. De modo que en diciembre pasado agradeció poder jugar con su hijo Charlie, de 12 años, el PNC Championship, un torneo familiar por parejas, no oficial. Más que nunca, el titán era un padre que aconsejaba a su hijo. En esas estaba Tiger, probándose cada día, cuando la llegada de abril, la primavera, el Masters, el jardín en el que más feliz es, parece haber despertado su instinto de depredador. Este martes voló a Augusta para darse una última oportunidad, probar su carrocería y decidir si juega o no. De momento, su nombre aparece en la lista de participantes. Solo se borrará si él comunica que no estará el jueves 7 de abril en el primer hoyo.
“Me queda muchísimo. Tengo que recuperar aún mucho músculo y actividad nerviosa en la pierna. Pero he sido operado cinco veces de la espalda. La pierna se fortalece, pero la espalda puede decir ‘aquí estoy yo’. Es un camino difícil. Hay mucho que esperar, mucho trabajo duro que hacer, ser paciente. Cuando entro en el gimnasio y me pongo en marcha, quiero ir, ir, ir. Así he ganado tantos torneos. Pero todo el mundo me recuerda: ¿a qué precio? Antes del accidente ya llevaba 10 operaciones. He empujado para ganar todo lo que he podido. Por ganar, hacía lo que fuera. Y eso ha tenido un coste”, admitió recientemente.
El 9 de marzo, Tiger entró en el Salón de la Fama (Seve y Olazabal entraron en 1997 y 2009, respectivamente). “Sin los sacrificios de mamá, que me llevó a todos esos torneos de golf júnior, y de papá, que no está aquí, pero que me inculcó esta ética de trabajo para luchar por lo que creo, nunca hubiese llegado”, dijo entre lágrimas junto a sus hijos, Sam y Charlie. Una lucha que él no ha dado por cerrada. Mucho menos cuando siente el latido de Augusta.
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